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Necio, o civilizado, conceptuoso, talentoso

Por Eduardo Zeind Palafox , 8 agosto, 2016

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Por Eduardo Zeind Palafox

Leí un artículo en “El País” de Vargas Llosa que habla sobre la “civilización del espectáculo”. El artículo, escrito en prosa llana, clara, esconde varios tesoros para los que saben leer al modo antiguo, penetrativo, mas no dice nada para los que sólo ponen la mira en los símbolos impresos.

Es civilizado quien siempre recuerda que saludar, que ser cortés mejora el trato con los otros. Pero el espectacularmente civilizado sólo es cortés cuando es visto, cuando sus gestos sirven para granjearse fama, para transformarse en espectáculo. Los que sólo afanan fama han acostumbrado a las masas a eso que llaman “arte conceptual”.

Los libros de estética que he leído dicen que el gran artista sabe captar lo universal en lo particular, es decir, el ladrido de todos los perros en el perro del vecino. Un pintor, por ejemplo, en la civilización del espectáculo sólo pinta el saludo del hombre importante, pero no lo hace para eternizar un momento, para retratar la relación de la clase alta con la baja, sino para insinuar o sugerir cualquier cosa que imprima su nombre en los libros de historia del arte. Y como desea sugerir, no significar, no pinta fidedignamente, sino con vaguedad.

Cualquiera, hasta el que carece de talento, puede pintar con vaguedad, trazar bagatelas, monstruosidades. Publicar dichas mediocridades, diría Vargas Llosa, es condigno de la “picardía más cínica”.

El “arte conceptual”, de cierto, no existe. El arte es particularidad que eleva y el concepto es universalidad que aterriza. ¿Pero por qué muchos, como dice el novelista insigne que venimos citando, creen que sí existe tal barbaridad? Porque se carece actualmente de lo que se llamaba formación filosófica.

El filósofo, al pensar, nota que su razón dialoga o con ella misma o con las cosas del mundo. Al dialogar con nosotros mismos hablamos con quimeras, con entes inventados por nosotros, y al hacerlo con el mundo parlamos o con cosas que no hablan, como animales, plantas, máquinas, o con los que sí lo hacen, con las personas.

El no filósofo no distingue lo que habla de lo que no habla, y animándolo todo, dándole alma a todo, urde monólogos que parecen diálogos sólo porque varían el tono de la voz. El no filósofo, al no acatar el recto camino de las ciencias, esto es, principios, conceptos y demostraciones, anda por doquier, mezcla materiales, fusiona con la imaginación lo que no se fusiona en la realidad, y crea imágenes informes para sintetizar y comprender lo que le rodea.

El no filósofo transforma sus creencias, opiniones y miedos en “cosas en sí”, y las coloca en el tiempo y en el espacio. La precaución, accidental, la vuelve actitud, y la fe en otra vida, que es esperanza, la vuelve código moral. Toda la anterior mezcolanza de que hablamos es estofa de la que fácil se opina y de la que fácil se extraen sutilezas lingüísticas.

Para sintetizar el pensamiento de Kant, que es el que estoy explicando, digamos que la razón, por ser dialéctica, amiga de hablar con ella misma, se desvía del derecho rumbo de las ciencias, al que sólo regresa merced a la crítica, que permite quitar el disfraz de “fenómeno” a las supuestas “cosas en sí” que erróneamente colocamos en el tiempo y el espacio, cosas con las que forjamos opiniones variadísimas y sutilizamos lo que los siglos pasados han establecido.

Apliquemos los conceptos kantianos a los términos “civilización”, “concepto” y “talento” y descubramos qué mentiras hay detrás de ellos.

La palabra “civilización” equivale en las mentes populares a “cortesía”, a algo que mejora el trato social. Pero la “cortesía”, cuando no es honesta, provoca malentendidos, el diálogo automático, que ante los ojos de los tunantes es rasgo o señal de buen linaje. El “concepto”, se cree, nace del caos, de la lucha contra éste. Pero el caos, hoy, parece amigable, hermano, enemigo de lo clásico, del pasado, y por eso se le plasma aquí y allá. El caos le parece al ayuno de filosofía fuente de espontaneidad, origen de la libertad, del pensamiento sin ataduras.

El “talento”, que pocos han sabido explanar, es dado por los dioses, se asevera, y es antípoda del mecanicista, recogedor de lo universal, espectador de la allendidad. No somos bárbaros, sino civilizados, creemos, porque negociamos con palabras harto ambiguas que no representan objetos, sino imaginerías hechas de léxico que puede intercambiarse, es decir, que no forma conceptos, sino mera fraseología sentimental.

El artista nuevo teje conceptos artísticos, que antes se llamaban “descripciones estéticas”, y cree que sólo los muy sensibles los aprecian y aprovechan, pues ocultan o denotan “algo” que ni él mismo sabe exponer y a lo que por haraganería mental llama “mundo”. Tal palurdo afirma que es talentoso u original porque contrasta, al menos, las épocas de la historia con sus obras, que aunque no durarán, sí impresionarán a las masas, que se complacen opinando de las tormentas sentimentales que perciben en los museos.

“Civilización”, “concepto” y “talento”, palabras todas mal usadas por la razón mal educada, sin crítica, parecen científicas, mas no lo son, y no lo son porque son simples puntos de partida para las verdaderas ciencias, y no de llegada.

No se afana ser civilizado, se es civilizado para convivir con el prójimo. Por eso ningún sociólogo decente dará conceptos de civilización que sirvan. No hay conceptos platónicos a la mano, sino se fabrican con muchos esfuerzos mentales. Por eso, porque no se sabe qué sea concepto, esencia, hay tantas filosofías. No se vuelve uno talentoso, se es talentoso, virtud que se usa para desmentir a los necios que creen que un “palo de escoba con los colores del arcoíris que se parece a aquel con el que Harry Potter vuela entre las nubes” es arte.­–


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