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Nacionalismos y derecho de autodeterminación.

Por Carlos Almira , 17 enero, 2016

Uno de los argumentos más repetidos estos últimos tiempos contra el nacionalismo y el derecho de autodeterminación en Cataluña es el siguiente: puesto que el pueblo español es el depositario y el sujeto de la soberanía del Estado español, según la Constitución de 1978, y la sociedad catalana forma parte de ese sujeto extra jurídico, los catalanes no pueden decidir (ni siquiera en contrario) sobre su independencia, que no es otra cosa que su constitución como sujeto soberano, sin el concurso del resto de los españoles, salvo usurpando a éstos últimos su derecho a participar en esa decisión. Y menos aún pueden hacer esto por separado, justificándolo en base a una supuesta singularidad histórica, étnica o cultural, como querría el nacionalismo (de corte decimonónico, romántico y germánico), de una parte de los catalanes.
Ahora bien: esta objeción es correcta en mi opinión, sólo si se aceptan estas dos premisas: la primera, que el pueblo español es realmente soberano; y la segunda, que la única justificación del nacionalismo es la historia, la cultura, y la homogeneidad étnica de un grupo humano que aspira, en base a ellas, a constituirse como comunidad política independiente.
En cuanto a la primera, habría que definir cuidadosamente qué entendemos por soberano. En segundo lugar, habría que definir también, con el mayor rigor posible, qué entendemos por pueblo o nación, en su caso. Y por último, habría que comprobar si ambas realidades, en el caso de la sociedad española actual, casan en realidad, en los hechos, o si constituyen, por el contrario, sólo una ficción jurídico-política. Puesto que lo que está en juego en el nacionalismo político, es siempre en última instancia, definir quién debe ser el soberano en un espacio político territorial determinado.juego de la petota
Si entendemos, por expresarlo en términos muy sencillos, que un poder soberano es aquel que no admite, al menos en ciertas cuestiones que considera esenciales, por encima de sí ningún otro poder legítimo, entonces, creo que podemos decir que el pueblo español es soberano en un cierto sentido pero en otro, no lo es. Los españoles somos soberanos en el sentido de que, aquellas decisiones y normas que se toman en nuestro nombre y con nuestro, supuesto o real, asentimiento común, por los poderes constituidos en el Estado, no admiten, salvo en las parcelas acordadas por el Derecho internacional, ninguna otra fuente distinta superior de legitimidad. No es soberano, sin embargo, en el sentido pragmático de ejercicio de la decisión y el poder político de facto (o, si se quiere, en el sentido Schmitiano de ser el sujeto que decide sobre el Estado de Excepción). En esta segunda acepción, ni el pueblo español (ni el catalán, ni ningún otro), es nunca soberano (ni siquiera puede constituirse como persona jurídica, como una Sociedad Anónima): no es soberano sino sólo el pretexto del soberano, que está en otra parte (a saber, donde resida en cada momento el poder último de decisión). Ello es así con independencia de los medios, democráticos, oligárquicos o autocráticos, con los que el soberano de facto haya alcanzado su posición, así como de la naturaleza del sistema político vigente.
En cuanto a la segunda objeción, la definición de nación y nacionalismo, es más fácil de probar. Basta con recurrir a la Historia, en concreto a la Revolución Francesa de 1789: cuando el Tercer Estado se separa de la Asamblea Estamental convocada por Luis XVI y se declara como Asamblea Parlamentaria, soberana, representante de la nación francesa, no entiende a ésta última, en el sentido de Fichte, como una comunidad histórica, cultural y étnica que, por ello, tiene derecho a conformarse como Estado, sino en el sentido de Rousseau o de Renan, como conformada por todos aquellos que se sienten representados por esta asamblea y por los principios de libertad, igualdad y fraternidad, frente a los privilegios y a las fuentes de legitimación tradicionales del poder y de la comunidad política del Antiguo Régimen, así derrocado.450px-Declaration_independence
Dicho lo cual, no me parece, cuando escucho las razones de los independentistas catalanes, que sientan la nación y el nacionalismo en este sentido francés, universalista y emancipador (que, por ejemplo, tan bien serviría a Napoleón para justificar sus guerras “revolucionarias” en Europa), sino más bien en el sentido alemán y etnicista, fichteano. Tampoco me parece que quienes están defendiendo ahora desde el gobierno y sus aledaños, la soberanía del pueblo español amenazada por aquéllos, tengan en mente este nacionalismo francés, de talante universalista y emancipador, frente al Antiguo Régimen (entre otras cosas porque me temo que ellos son el Antiguo Régimen aquí y ahora), sino que tienen más bien una visión esencialista de España, por supuesto con algunas lúcidas y honrosas excepciones.
Todo esto viene a cuento porque creo que, el nacionalismo podría ser también una opción emancipadora, siempre que no cayera en la versión etnicista y metafísica, fichteana, y se mantuviese en la corriente que animara los primeros impulsos de la Revolución Francesa o incluso, de la Independecia de los EE.UU. de América. Frente a un poder que usurpa sistemáticamente la voluntad popular, aun en nombre de todos (pero sin contar con casi nadie), y que utiliza sistemáticamente el Estado en beneficio de una minoría, una parte creciente de la sociedad sí podría reclamar políticamente la reversión de su soberanía, con un discurso que recordaría, aunque fuese de lejos, al de los revolucionarios franceses y norteamericanos de la primera hora. Ahora bien: así como el liberalismo del Tercer Estado, pasada la fase jacobina y napoleónica, demostró lo que entendía de facto por la nación (sólo a la burguesía y a los grupos del antiguo régimen reconvertidos en clases dominantes), el nuevo nacionalismo emancipador, no etnicista, también podría acabar traicionando su versión de los principios de igualdad, libertad y fraternidad.
Por otra parte, como en el caso de la Francia de 1789, la sociedad elevada a nación, no étnicamente, sino políticamente diferenciada (frente al Estado oligárquico actual), en este impulso emancipador ya no tendría por qué ser una parte, sino que podría ser el todo: catalanes, gallegos, valencianos, andaluces, extremeños, etcétera. Esto es, constituirse como una mayoría social que aspirase, desde la razón y la justicia, a ser verdaderamente (y no sólo como una ficción político jurídica del verdadero soberano oculto), el pueblo español del que tanto se habla estos días, el sujeto político de facto. Claro está que, por sí solo, esto tampoco garantizaría la pureza ni la bondad del proceso ni, podría salvar, por la mera pureza de las intenciones, la supuesta imposibilidad práctica de constituir a ningún pueblo en soberano de facto. Pero esa es otra historia.


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