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«Moonlight». Bajo la luz azul de la luna

Por Emilio Calle , 10 febrero, 2017

 

Resulta del todo sorprendente que «Moonlight» (bellísimo título para una película que alberga mucha más belleza de la que pueda parecer, incluso tras su visionado) se haya hecho con ocho nominaciones a los Oscars. Siendo mal pensados se podría insinuar que con ella la Academia se cubre las espaldas en torno a polémicas muy recientes, y queda cubierto el cupo de actores y directores afroamericanos, para que no haya protestas. Y si además uno de los temas es la homosexualidad, los académicos también demuestran su compromiso en contra de cualquier exclusión por raza u orientación sexual.
O quizás, y ojalá sea esta la razón, tan sólo porque es un film excepcional.
«Moonlight» cuenta la historia de Chiron, desde que apenas está saliendo de la infancia hasta lo más temprano de su madurez. El film está dividido en tres segmentos claramente diferenciados, tan bien construidos que casi podría funcionar de forma independiente.
Los tres, en su conjunto, forman un retrato demoledor.
Chiron malvive en un barrio marginal de Miami. Drogas, pobreza y una violencia a la que únicamente cabe responder con una brutalidad aun mayor, son las únicas salidas de ese entorno. De hecho, nada más comenzar la película, Chiron, tras lograr escapar de un grupo de compañeros de clase que le estaban acosando, conoce a un vendedor de drogas local, el mismo que vende la mercancía que consume la madre yonqui del pequeño, y con el cual, y también junto a la novia de éste, entablará una curiosa relación, muy complicada de llevar. Es un niño demasiado triste, que apenas habla, y que ni tan siquiera es consciente de que el acoso que está sufriendo es porque los demás piensan que es homosexual.
Y es justo en ese momento, cuando uno puede pensar que se halla frente al tema central de la película, cuando su director y guionista, Barry Jenkins, despliega un arsenal de muy distintas amarguras que abarcan mucho más que la desoladora injusticia que se está cometiendo con el pequeño (porque es una más de las muchas que lo acorralan minuto a minuto de cada día). La gran, la enorme virtud de Jenkins es ir avanzando por el relato impidiendo que nuestra atención se proyecte hacia algo que no sea lo que estamos viendo en ese mismo momento. No tiene que anunciar tragedias porque en sí cada plano lo es. Tan pronto se muestra nervioso y febril en sus movimientos de cámara (hay algunas coreografías circulares que incendian el desasosiego) como adopta un tono neutro, casi documental, o repentinamente destapa hermosos hallazgos visuales de profundo calado emocional. Sin hacerse notar, por momentos casi roza el virtuosismo. Y se adentra sin titubeo alguno en las zonas más oscuras y hediondas de esta sociedad que sigue manteniendo la injusticia como una de sus virtudes. La exclusión como consuelo. Hacer daño a otro para que tu dolor parezca más pequeño. Alimentar el odio. Marcar límites. Obligar a unos pocos a vivir a contracorriente de la intransigencia y lo implacable de nuestro desprecio a cambio de ese poco de bienestar que nos separa de vivir donde no hay vida.
Jenkins filma el sufrimiento.
No teme mirar hacia ninguna parte.
Y mantendrá ese nivel narrativo y esa altura en sus ambiciones durante toda la película, narrando el asfixiante periplo de Chiron hasta llegar a un portentoso y silencioso final tan inesperadamente sobrecogedor que pasa directamente del cine a la poesía (y no es el único momento en que lo logra, la secuencia de la playa, por ejemplo, tiene planos de esos que la memoria no borra).
Hablar del reparto no tiene sentido. Es perfecto. No se puede destacar a nadie porque nadie sobresale sobre nadie. Todos los actores brillan en su papel, por pequeño que sea.
Aunque (y esta es una opinión muy personal) uno de ellos puede hacerte añicos el alma. Alex R. Hibbert, el actor que da la poca vida que tiene al Chiron más pequeño, se atrinchera detrás de una de las miradas más tristes vistas desde hace mucho tiempo en una pantalla, y desde allí, desde esa soledad donde está incrustado, le dará algo más que veracidad a un personaje tan desgarrado como cualquier otro despojo.
Lo único que no le regala es una sonrisa, o similar.
No hay en toda su existencia ni un solo motivo para sonreír.
Ni uno solo.
Ojalá la Academia sea consciente de que este es un film muy a tener en cuenta, aunque cuesta creer que sean capaces de premiar la independencia y el coraje con que ha sido creado.

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