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Monedas para la cabina

Por Silvia Pato , 5 febrero, 2014

Seguramente a los adolescentes de hoy en día les resultará inconcebible imaginar lo que, hace relativamente poco tiempo, era una cotidianidad: no teníamos teléfonos móviles. Y aunque algunos crean que esto solo pueden afirmarlo las gentes de mayor edad, se equivocan; los cambios tecnológicos vividos en el último par de décadas han sido tan veloces, que ni siquiera ha sido necesario que pase más de una generación.

Todos los que disfrutamos nuestra adolescencia durante los años ochenta o los años noventa sabemos cómo es vivir sin estar completamente conectados; sabemos cómo es disfrutar de la vida con la libertad de no estar siempre localizados. Desde luego, muchas son las ventajas que han traído los móviles; pero hay que reconocer que, en ocasiones, aun cuando parezca que somos más libres con ellos, nos cargan con nuevas cadenas.

Muchos de los jóvenes nacidos a partir de los años noventa no entenderán a lo que me refiero; se sentirán más autónomos e independientes con esos aparatos que poseen y que, a menudo, cuestan más de lo que nosotros disponíamos en un año para salir cuando dependíamos de nuestros padres, pero se engañan rotundamente. Tienen una libertad de acceso que, a veces, no saben dosificar, y que contrasta con su libertad real de actuación en la vida diaria, en la que muchos de ellos todavía resultan seres dependientes de sus progenitores a unos niveles que sorprenderían a cualquiera de los nacidos antes de esa década.

Porque por aquel entonces teníamos que crecer a base de conquistar nuestro espacio de forma ardua. No resultaba tan fácil establecer relaciones personales, y mucho menos mantenerlas. Era muy distinto plantarse en un aula de cuarenta personas sin conocer a nadie, y trabar amistad en las distancias cortas, a contar con la facilidad que otorga ahora el poseer una pantalla digital para desinhibirse. Antes, no había asomo de duda, las relaciones eran bien reales, y lo que costaba conservarlas se valoraba en grado sumo. Ahora, la realidad, a menudo, se confunde con la ficción, y las personas se rinden cuando el trato humano requiere cierto esfuerzo.

Salíamos con poco dinero en el bolsillo; tampoco hacía falta mucho, después de todo, lo importante era estar con los amigos. Eso sí, siempre llevábamos algunas monedas. Era obligado. La monodia de los padres al salir porque llevaras dinero suelto por si pasaba algo, y tenías que llamar desde una cabina telefónica, era un clásico en todos los hogares. No faltaba en las pandillas algún previsor que sabía exactamente dónde estaba colocada cada una de ellas en la ciudad.

Así conquistábamos la libertad. Salíamos con el peso de la responsabilidad de sabernos solos; salíamos siendo plenamente conscientes de que, fuera lo que fuera lo que ocurriera, nos correspondían a nosotros las decisiones a tomar para solventarlo. Había que aprender a valerse por sí mismo en un entorno, en ocasiones, hostil; así como gestionar los propios recursos para superar las pequeñas incidencias que pudiera uno encontrarse. Con menos dinero y sin esa frase tan socorrida que, a menudo, se escucha ahora de: «llamo a mi madre» o «llamo a mi padre», teníamos que, irremediablemente, aprender y crecer ganando terreno, confianza y seguridad, y asimilando unos valores que nos inculcaba la propia vida.

En la actualidad, todo es distinto. No sé si mejor o peor, pero sí es distinto. Ahora, con sus ventajas y sus inconvenientes, nos encontramos con que la mayoría de los críos son acompañados por sus padres para preparar las matrículas del instituto; salen y están localizados a golpe de móvil por todos los adultos que les rodean y que, en ocasiones, tienden a sobreprotegerlos; y como consecuencia, los problemas suelen ser solventados por otros, con lo que la incidencia más nimia en sus vidas puede convertirse en un auténtico drama. Obviamente, no siempre es así, pero la generalización es lo que tiene cuando se muestra el cuadro de una sociedad que, en vez de ciudadanos, prefiere albergar consumidores.

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