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Más allá de la camiseta

Por Jordi Junca , 22 abril, 2014

El estadio del Barcelona era este pasado domingo el fiel reflejo de la situación que vive el equipo, y los vacíos que dejaron los aficionados en forma de manchas azul y grana parecían las piezas perdidas de un puzzle cada vez más complejo e irresoluble. Los que optaron por asistir al encuentro se debatían entre el silbido y el aplauso, como si se trataran de un solo juez que no se decidiera entre el indulto o la condena. A veces silbaban, a veces ovacionaban tímidamente a los jugadores. En ocasiones también corearon el nombre de sus ídolos a modo de agradecimiento, como si todo el mundo aceptara que todo aquello había terminado y que ese era el día de rendir un sentido homenaje. Parecía ser la escena final de una novela extraordinaria, donde el lector se resistía a asumir que ese era el final; en parte porque quería más, en parte porque no podía creer que el autor hubiera elegido ese modo de terminar las cosas.

Entre toda aquella incertidumbre, una familia de Bilbao – compuesta por padre, madre e hija – se había infiltrado entre la marea azul, amarilla y roja. Enfundados en sus camisetas rojiblancas y dispuestos a no dejarse intimidar por la afición rival, se sentaron en sus localidades y miraron en derredor. El campo imponía por su tamaño y por lo que significaba pero, a decir verdad, los barceloneses no parecían tener muchas ganas de dar guerra. Fue entonces cuando Aduriz se sacó una chilena digna de la playa de Ipanema, y el padre de familia no pudo evitar ponerse en pie y lamentar la ocasión marrada contra el palo. Decía entre gritos que si hubiera entrado hubiese sido por el bien de todos, por el bien del fútbol. Miraba a sus rivales inquisitivamente como si buscara su aprobación y, no obstante, los aficionados culés empezaron a observarlo con recelo, pensando, seguramente, que aquel hombre se había excedido. A pesar de todo, el aficionado barcelonista siempre ha tenido más paciencia cuando se trata del equipo vasco y su gente, así que algunos admitieron que había sido un buen remate y la verdad es que lo había sido. Mientras, el Barcelona ofrecía algunos destellos que recordaban a aquel equipo imparable y, de hecho, el equipo jugaba como entonces al ritmo de Messi. En efecto, cuando el argentino decidía participar, los planetas se alineaban y algo ocurría. Para desgracia de sus compañeros, el diez volvió a pasearse más de la cuenta por la zona de fuera de juego, alimentando tal vez esos rumores que aseguran que él solo piensa en el mundial. Sea como fuere, la primera parte concluyó con la sensación de que el Barcelona había creado peligro pero que había tenido problemas para superar la presión de los vascos. Después de que el árbitro hubiera pitado, la afición culé aplaudió esos momentos de lucidez, benevolentes en su veredicto, olvidando por el momento las dudas y dejando de lado las travesuras de la defensa blaugrana.

Quince minutos después empezaba la segunda parte y, justo en el momento en el que un hombre se sentaba con el frankfurt todavía caliente entre sus manos, Aduriz definió ante Pinto con un buen pase al interior de la portería. El padre de la familia rojiblanca se levantó impulsado por un muelle, los brazos en alto y los puños cerrados cortando el aire. Todo el mundo pensó que sería cuestión de unos segundos, pero más tarde aquel hombre todavía vociferaba, recordando quizás a su familia que habían recorrido más de seiscientos kilómetros para presenciar aquel milagro. A su alrededor, los culés ya habían decidido que aquel hombre era el enemigo. A su lado, su mujer y su hija parecían lamentar la temeridad de su marido y padre, aunque todavía les quedaban fuerzas para reírse entre dientes. Afortunadamente, la afición barcelonista señaló al equipo como el culpable, olvidándose de que un hombre se regocijaba ante su desdicha. Se vieron unos pocos pañuelos y se escucharon algunos silbidos. Si algunos habían tenido la esperanza de que la novela no iba a terminar ese día, lo cierto es que por aquel entonces ya todo el mundo se disponía a cerrar el libro.

Y, sin embargo, ya se sabe que el fútbol jamás se detiene. Así pues, marcó Pedro después de una buena jugada de Dani Alves. El Barça había tenido ocasiones y por fin había conseguido materializar una de ellas. El gol, en resumen, no había sido una sorpresa. En cambio, nadie había esperado que la hija de aquel hombre tan devoto, se deshiciera de la elástica del Athletic para mostrar, ante el asombro de todos, que su camiseta interior era azulgrana. Celebró el gol con la misma euforia de su padre, aunque su fervor se dirigiera hacia la dirección opuesta. El aficionado bilbaíno la observó estupefacto, pero finalmente aceptó entre risas la elección de su hija. Después vino el gol de Messi de falta y la chica siguió demostrando el verdadero color de su piel. El padre, por su parte, se resignaba y cruzaba los brazos, y le decía para que todo el mundo le oyera que la desheredaría. Por supuesto, no hablaba en serio.

Terminó el partido y la afición culé estaba feliz por la victoria, aunque en realidad ya muchos pensaban en la temporada que está por venir. Cerca de ellos, la hija de aquel hombre se había vuelto a poner la camiseta del Athletic de Bilbao, aunque a decir verdad a nadie le importó. Su padre la miraba orgulloso, preparándose para completar los seiscientos quilómetros del viaje de vuelta y olvidando, por un instante, el resultado desfavorable de su equipo.


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