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Manos que mecen la ruta

Por Juanan Martín , 18 diciembre, 2014

El casco en una mano, echas la llave de casa con la otra. El cosquilleo se manifiesta con la primera vuelta a la cerradura y se multiplica con la segunda. “No se me olvida nada”. La moto espera, cargada, a que le enseñes otra llave. Empieza la ruta, empieza el viaje, empieza la aventura. Qué sucederá, chi lo sa.

Catania

Piazza del Duomo, Catania (Sicilia). Foto: Juanan Martín

 

Sorpresa tras sorpresa. Un viaje es aventura y la aventura son sorpresas. Para bien o para no tan bien –nunca para mal porque siempre será positivo todo lo que puedas terminar contando-, la experiencia, la aventura, las sorpresas, son, entre otros factores, las que hacen que el corazón lata excitado.

Como en aquel viaje de ocho días y 3500 kilómetros por Sicilia en agosto de 2011, cuando en el concesionario de Trappani donde tenía apalabrado el alquiler de un Yamaha XMax 250 me comunican que no es posible, que se ha averiado y he de llevarme una Vespa GTS 300 Touring. Y yo encantado: con su maleta trasera, su cofre bajo el asiento, su parrilla portabultos…y su glamur italiano. Se cumple mi sueño, el pecho se me hincha.

Carácter latino. Orgullosa y presumida, sabiéndose estupenda, la Vespa espera su momento y tan pronto tiene ocasión marca su territorio para que no me haga ilusiones con ella. Mujer fatal (a medias, para fortuna mía), aprovecha mi descuido tras una parada a los pies del Etna: me olvido de recoger la pata de cabra y en la primera curva de izquierdas prácticamente me saca de la calzada. Susto, no tanto por lo ocurrido sino por lo que podría haber sucedido, que infunde a uno mucho más miedo. La imaginación es lo que tiene.

Marca territorio. Dibuja el negrísimo asfalto volcánico con su apéndice metálico. “Cuidado conmigo, poca broma que voy en serio. Esto es un aviso, alardea de mí nuevamente y verás”. Doña Vespa, más coqueta que nunca, cumplía 65 ese año. Aquel caluroso verano, en nuestro affair de una semana escasa en Sicilia, ella llevó los pantalones.

En Noruega la historia fue muy diferente, allí fue otra la historia. En aquella ocasión no alquilé montura porque durante 2006 aún conservaba mi añorada Honda CBR 600 F, con la que partí desde Barcelona y en tres días me planté en la punta de la nariz de la península de Jutlandia, para desde allí alcanzar en ferry la costa noruega.

Las carreteras nórdicas nos enseñan en verano qué mal trato reciben por parte de las nieves del invierno. Asfalto cuarteado (nada que ver con aquel que abraza la falda del Etna) y obras de rehabilitación. Socavones en la sala de espera nos reciben con mala cara, con achaques que las suspensiones de la moto no tardan en diagnosticar.

La señalización a ciertas cotas de altura es escasa o nula, y es necesario andarse con mucho ojo. El mismo que no tuve para adivinar que en un recta el asfalto se acababa y daba comienzo una lengua de tierra y grava de unos treinta metros, a pesar de que a mí, con todo y que circulaba a unos generosos 70 km/h, se me hicieran trescientos.

Sorpresa, susto y temor. Temor de experimentar qué se siente retozando en suelo noruego tras perder el equilibrio sobre dos ruedas. Ni la Honda ni yo, no obstante, estábamos interesados en ser el hazmerreír de los renos que habitan la zona, y decidimos aguantar el tipo. Y la línea recta.

El humano agarrado bien fuerte al manillar para mantener una trazada estable, y la moto ayudándose de las dos alforjas que llevaba a lado y lado, de la bolsa de imanes del depósito y de la carga posterior: a saber, una veterana tienda de campaña, un saco de dormir, unas esterillas y un trípode que me servía de asiento allí donde acampaba.

Cada uno puso de su parte, pero el aplomo que aportó lo que me llevé a Noruega, sigo convencido ocho años después, se proclamó como lo que proporcionó esa pizca de estabilidad necesaria para que todos juntos saliéramos airosos de aquel brete vial.

Cambió por unos instantes mi postura ante esa premisa de que viajando en moto sólo hay que llevarse lo justo y necesario.

Sobresaltos que quedan en eso, en experiencias. De todo se aprende, de lo bueno y de lo no tan bueno. Lecciones de humildad, de previsión, de anticipación, de un correcto reparto de pesos a la hora de cargar la moto… Aunque sobre todo se aprende a no imaginar sino a corregir, que no es otra cosa que, pues eso, aprender.

No tener miedo a lo que pueda pasar, y menos aún a lo que no ha pasado. Sobre todo si nos referimos a lo que no es tan bueno.

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