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Los que reculan y los suicidas

Por Carlos Almira , 12 octubre, 2017

Cuando se abre una crisis, sobre todo una crisis profunda y aguda, parece repetirse siempre el mismo esquema.

Primero: aparecen los actores, resueltos, dispuestos a todo, hasta a llegar al final. Hay un desapego y una actitud extra-cotidiana, también en los actores que juegan el papel de contenerlos. De pronto sea cuál sea el desenlace, se impone en unos y otros la convicción fatalista de que esta vez sí, no hay vuelta atrás posible. Es la ilusión del punto de no retorno.

Segundo: el mecanismo del Apocalipsis se pone en funcionamiento. La marcha de los acontecimientos, cuyo resultado nadie es capaz de prever, se hace previsible, por pura aceleración. Surge entonces, o al menos se amplifica y se profundiza, un estado de expectación, de opinión entre el público, que asiste conteniendo el aliento, con una sensación a la vez agradable y angustiada, a los acontecimientos, instalado en el esquema del relato apocalíptico.

Tercero: cuando todo parece a punto de consumarse, en el gran acto final, en el momento crítico del desenlace, los actores que por un momento, parecían haber salido de un manual de Historia Universal de los de antes, dan un paso atrás, ante el asombro, la burla y el alivio del público.

Tal ocurrió con Siryza y Tsipras, el de los pies ligeros, en Grecia, cuando, ante el ultimátum y el chantaje de la Comisión europea, reculó (en vez de abrir las fronteras y provocar una oleada de refugiados en los Balcanes y en Europa, sin precedentes en la historia reciente; o de sacar a su país de la Unión Europea y la OTAN y abrir todos los puertos y el territorio de su país al Imperio ruso, dándole acceso al mediterráneo y al corazón mismo de Europa, por ejemplo). Tal acaba de ocurrir con el señor Carlas Puigdemont, que podía (pero afortunadamente, no lo ha hecho), haber declarado la Independencia sin ambages, enfrentando a la mitad de la población de Cataluña con el Estado español, en un conflicto sin precedentes desde nuestra última guerra civil.

Pero en el último momento (o en el penúltimo), siempre, en medio de las presiones crecientes sobre estos personajes, aparecía alguien que les recordaba dónde estaban y quiénes eran realmente. Porque ahí, creo yo, radica el misterio, el quid de la cuestión: por grandes y serias que fueran las grietas del edificio, los actores que parecían llamados a jugar el rol de demolerlo, eran parte de él. Por lo tanto, eran suicidas si llegaban hasta el final. Y eran oportunamente despertados de su sueño, como sonámbulos al borde de un precipicio, (por otros compañeros de aventura más razonables, por los poderosos de Europa, por los sensatos empresarios ordeñadores de trabajo humano, por no hablar de consortes, padres, hijos, etcétera). “Mira que te la juegas”, “¿qué va a ser de nosotros?”. Afortunadamente, recalco.

La opinión pública, con una mezcla de decepción inconfesable (como quien ha asistido a un espectáculo de circo, que al final no se ha consumado), pero también de alivio, de burla, veía reforzadas sus más íntimas y engañosas convicciones, acerca de la solidez de su mundo: cambio climático, crisis sistémica, rearme mundial, precarización imparable del trabajo, autoritarismo parlamentario rampante, pos-verdad, las viejas grietas del edificio seguían ahí, pero mientras los hombres y mujeres llamados a pasar la página de la Historia formaran parte de la casa (abogados, economistas, periodistas, profesores de universidad), no habría nada que temer. Siempre recularían en el último momento. La comedia acababa imponiéndose contra todo pronóstico, a la tragedia programada.

Entretanto, la Historia seguirá su curso. Las grietas, salvo que formen también parte de un relato ficticio apocalíptico, y no de la realidad, seguirán agrandándose. Con esto, se irá abriendo una posibilidad cada vez más verosímil e inquietante: que la próxima vez los actores ya no tengan que ver nada con la casa a demoler, que vengan de fuera y no de las cavas y las plantas agrietadas, pero aún lo suficientemente confortables como para seguir creyendo en ellas, de nuestro mundo. Como los pueblos bárbaros tras el siglo III después de Cristo. O como Lenin en 1917.


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