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Los guardaespaldas del gobierno

Por Jordi Junca , 17 diciembre, 2014

Recuerdo que la espuma de una Guiness cubría mis labios. Alguien tocaba una canción en una especie de tarima de madera barnizada. Observé en derredor, intentando captar aquel momento como si fuera una fotografía. La audiencia estaba compuesta por gente morena, muchos de ellos eran italianos, españoles e incluso argentinos. A pesar de ser minoría, también los había autóctonos, y se hacían notar con sus melenas pelirrojas en peligro de extinción. Los altavoces reproducían con demasiada fuerza una música que ha dejado atrás tantas generaciones. Por supuesto, todo el mundo sabía el momento exacto en el que había que dar hasta cuatro palmas. Entre la multitud, llamaba la atención aquel hombre que en lugar de aplaudir golpeaba con sus pies el suelo, a veces con una efusividad excesiva. Un tipo robusto, muy alto, su pelo corto del color del fuego. Pude identificarlo como uno de los Garda, la policía nacional de la República de Irlanda. Su traje fosforito no dejaba lugar al equívoco.

Al cabo de un rato decidí que había llegado la hora de marcharse, así que fui esquivando a todo aquel ejército de bailarines improvisados y cantantes frustrados que participaban del espectáculo desde todos los rincones. Al abrir la puerta noté en seguida la brisa helada del Atlántico. A los demás, aquel frío polar no parecía importarles. Cientos de hombres y mujeres deambulaban aquí y allá tarareando las melodías que se escapaban de los locales. La calle adoquinada estaba repleta de chapas de cerveza que se habían mimetizado con el pavimento. Había gente fumando en la puerta de los pubs, algún valiente lucía los brazos descubiertos. Entre toda aquella muchedumbre, dos tipos bebían una pinta de cerveza negra en el mismísimo centro de la plaza principal de Temple Bar, justo en frente del The Quays. Entonces me pregunté si eso significaba que en Irlanda estaba permitido el consumo de alcohol en vía pública. La respuesta vino tan rápidamente que por un instante creí que la había formulado en voz alta. Otro hombre enfundado en aquel traje fosforito se acercó a los dos bebedores. Dibujando una sonrisa, les dijo que ya sabían de qué iba eso. Ellos asintieron sin oponer ninguna resistencia, y a renglón seguido se metieron en el pub del que provenían. Después de eso retomé el camino de vuelta al hotel rumbo al río Liffey. Cerca del Ha’penny, aquel puente en forma de arco, me pareció ver un perro tendido en el suelo. Cuando me acerqué, comprobé que no se trataba del mejor amigo del hombre. Era un zorro, y estaba muerto. Nunca antes había visto uno, y siempre había esperado que el primero que viera estuviera vivo. Mala suerte, ¿o tal vez el destino?. La verdad es que no creo en las señales, pero justo en ese instante tuve un mal presentimiento.

Estirado en la cama, me conecté a internet desde mi Tablet sin una intención clara. Vagabundeé por la red hasta que me topé con un artículo en inglés que hablaba de una ley que se había aprobado en España. Me interesé por él, puesto que cuando se trata de noticias redactadas en el extranjero la objetividad no es una utopía. El propio título la llamaba la Ley Mordaza, ya más adelante supe que se refería a la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana. A partir de ahora, siempre según aquel artículo, los ciudadanos españoles podían recibir multas de hasta 600.000 euros por “delitos” tales como la protesta enfrente de edificios de los organismos públicos, acusaciones vejatorias contra personalidades y/o comunidades autónomas u acompañar a los desahuciados en mitad de la tragedia. También estaría penado grabar a los agentes de la autoridad cuando éstos estuvieran ejerciendo su trabajo o acudir a manifestaciones en lugares de tránsito público. No podía ser. Estirado en la cama de aquel hotel de la capital de la isla esmeralda, no me podía creer que eso fuera lo que me iba a encontrar cuando volviera a casa.

No tardé demasiado en cerrar la ventana de Google Chrome, en un intento desesperado de olvidar por completo aquella revelación. Lo cierto es que el turismo puede llegar a ser agotador, así que cerré los ojos con el propósito de conciliar el sueño. No hubo suerte. Desvelado como estaba, me acordé de los dos policías irlandeses que me había cruzado durante el día. Supongo que como en muchos otros lugares del mundo, aquellos hombres se dedicaban a proteger a la ciudadanía, uno podía sentir que formaban parte de ese todo que era la sociedad. Pensé que, al fin y al cabo, garantizar la seguridad de los demás era el cometido original del cuerpo de policía. Me dije a mi mismo que la práctica no siempre se corresponde con la teoría. En ese instante supe que no iba a ser capaz de olvidarlo. Era imposible. No dejaba de pensar que ahora, bajo el yugo de la ley mordaza, los policías españoles se habían convertido en los guardaespaldas del gobierno. Una clase que, sea cual sea el precio, se empeña en mantener a flote esa burbuja de cristal en la que viven, sin preocuparse por todos aquellos que viven a su merced bajo tierra.


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