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Los autonautas de la cosmopista: viaje sin literatura

Por José de María Romero Barea , 10 mayo, 2016

Aunque nacido en Bélgica y educado en Argentina, Julio Cortázar vivió y escribió en París desde 1951 hasta su muerte en 1984, con lo que Los autonautas de la cosmopista, a pesar de ser publicado por primera vez en español, se considera un libro de espíritu francés. Como tal, comienza de manera poco convencional: en 1982, Cortázar y esposa, la escritora, traductora, activista y fotógrafa estadounidense Carol Dunlop (1946-1982), deciden hacer un viaje en coche de París a Marsella. Normalmente, el viaje dura unas 10 horas, pero Cortázar y Dunlop resuelven no salir de la autopista y se dedican a explorar cada una de sus 65 áreas de descanso. Por lo tanto, invierten 33 días en llegar desde el norte de Francia hasta el Mediterráneo.

El matrimonio se turna al volante. Unas veces conduce Julio, uno de los maestros de la posmodernidad, el Cortázar de Rayuela, la novela que puede leerse de un tirón o saltando (literalmente) entre sus 155 capítulos, de acuerdo con un esquema proporcionado por el autor. Los amantes del cine lo conocerán por el cuento “Las babas del diablo”, que adaptó Michelangelo Antonioni en Blow-Up, pero Cortázar también escribió un cuento fantástico, “La Autopista del Sur”, sobre un atasco de tráfico en una autopista tan congestionada que los conductores organizan su propia sociedad. Jean-Luc Godard lo utilizó como base para su película Week End, en la que los automovilistas varados recurren al canibalismo y el asesinato.

Otras veces conduce Carol Dunlop, que no parece muy interesada en el lado más sangriento de la posmodernidad. En su lugar, la autora de La solitude inachevee (1976) privilegia una mirada difusa a los engranajes de la sociedad a través del retrovisor del vehículo. Del relato, aparentemente sin trama, no emerge el reflejo de una imagen, sino una imagen nueva por completo. Si es que emerge. El problema es que Cortázar y Dunlop parecen decididos a escribir un libro de viajes sin literatura. En vez de eso, lo que aflora es una narrativa de corte sterniano, donde prima la exploración del lado oculto de la autopista y el relato de viajes llevado a sus límites; una suerte de Tristram Shandy plagado de referencias observaciones y especulaciones pseudo-científicas.

O eso, al menos, sugiere la ensayista inglesa Sarah Bakewell, autora de Cómo vivir. Una vida con Montaigne (Ariel, 2011), en su veredicto sobre el libro de la pareja de escritores, en el número de primavera de 2016 de la revista británica Slightly Foxed. Divertido al principio, los prolijos Autonautas pronto se convierten, en opinión de la autora anglosajona, en peregrinos a la zaga de algo que nunca se materializa. Sin conversaciones interesantes, pero con dos navegantes, Cortázar y Dunlop, satisfechos uno en compañía del otro, los que se quejan del solipsismo de la generación postalfabetizada estarán encantados de saber que antes de que el blog amateur existiera, se escribió esta crónica autoindulgente. “Entendimos que habíamos realizado un acto Zen”, se dice en las últimas páginas del libro. Los viajeros mismos admiten que, si bien el final de una gran expedición es una apoteosis como “la coronación con el laurel de los antiguos”, el final de su viaje es “todo lo contrario de una apoteosis”.

 

Slightly Foxed_49

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