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Lo más humano, la idea, es la materia de la historia

Por Eduardo Zeind Palafox , 8 febrero, 2018

 

Eduardo Zeind Palafox

Glosamos someramente la “Introducción a la Historia”, de Marc Bloch, con la filosofía kantiana. El libro, bien visto, es un método que nos enseña a captar (“observar”) la historia, a criticarla y a analizarla. Escrutamos el libro con ojos kantianos, con la “Crítica de la razón pura”. Sostenemos que la lógica que conviene al historiador es la “lógica trascendental” propuesta por Kant, y que la historia, hecha de ideas, es parte de la metafísica.

La verdad, en ciencia, sólo se obtiene cuando distinguimos la “lógica general”, que trabaja con o sin los datos de la experiencia (entiende, enjuicia e infiere dogmáticamente), de la “lógica trascendental” y de la lógica que cada objeto estudiado exige. La “lógica trascendental” es el conjunto de categorías intelectuales “a priori” de nuestra mente que posibilita cualquier experiencia. La lógica que cada ciencia exige, a la que llamaremos “lógica científica”, es un conjunto de categorías intelectuales “a posteriori”, es decir, que se descubre después del mucho tratar un objeto. La “lógica general”, en cambio, es una mezcolanza de categorías “a priori” y “a posteriori” que parece estar basada en la experiencia.

Señalar lo que hace cada tipo de lógica, afirma Kant, evita las ilusiones ópticas y lógicas, pero no las trascendentales. Percibir varios objetos juntos o varias notas juntas, sin precauciones lógicas, nos hace ver unidades, cosas simples, donde hay fragmentos, cosas compuestas. Hacer conceptos para datos sensoriales que sólo están juntos momentánea, accidentalmente, es caer en error lógico, y creer que lo momentáneamente junto es sustancia permanente, o el eslabón claro, real y efectivo de una cadena causal, es caer en error óptico.

El error lógico desaparece cuando cambiamos los conceptos, verbigracia, por sencillas y provisionales descripciones (cambiamos la hipótesis por la ficción heurística), y el error óptico desaparece cuando lo que percibimos es considerado no materia, sino mera forma durable, fugaz. Pero no hay método para desaparecer las ilusiones trascendentales. Éstas son causadas por las “ideas”, que son conceptos sin objeto (“ens rationis”).

Cuando se analiza un objeto se tiende a ascender por las causas superiores de él, que forzosamente nos conducen hasta abstractas ideas, tales como la de Dios, la de materia, la de lo simple. Sabios, filósofos, científicos, matemáticos, etcétera, dice Kant, pueden advertir la presencia de las ilusiones trascendentales, pero no desaparecerlas, pues son funciones intelectuales necesarias y suficientes (prosilogismos, episilogismos) para que podamos pensar, conocer los objetos. Pensar es juzgar, y juzgar es aplicar conceptos a objetos y raciocinar.

Sostiene Kant: “La razón, considerada como facultad de una cierta forma lógica del conocimiento, es la facultad de inferir, es decir, de juzgar de manera mediata (mediante la subsunción de la condición de un juicio posible, bajo la condición de uno dado)” (KrV, B386)[1]. Los conceptos sin objeto, o ideas, así, son premisas mayores que aplicamos a las premisas menores, sean del entendimiento, sean empíricas, para inferir, para conocer.

La “lógica general”, que no distingue lo que procede del entendimiento y lo que procede de la experiencia, es inútil en toda ciencia. La “lógica científica”, que proviene de lo empírico, no da conocimientos universales (los conceptos de la psicología, p. ej., no sirven para explicar fenómenos históricos, pero sí para aproximarse a ellos).

La “lógica trascendental”, en cambio, sirve para conocer lo empírico, sí, pero desde lo universal (desde lo universal, es decir, desde el “yo” o “unidad sintética de la apercepción”, a decir de Kant) . La historia, de cierto, no es una ciencia que posea objetos para la experiencia, pero sí conceptos para la inteligencia. Las ciencias naturales, que estudian objetos materiales, observan, teorizan, experimentan e inducen, pero las ciencias sociales, como la historia, primero teorizan, oyen mitos, cuentos, canciones o religiones, y después interpretan documentos que serán finalmente deducciones.

El historiador, dice Marc Bloch[2], al interpretar actas, monedas o himnos sólo puede emitir juicios posibles (56), es decir, problemáticos. Es problemático lo que puede presentar contradicción tanto lógica como empíricamente. La historia, asevera Bloch, es algo demasiado grande (71), y por ser algo grande en demasía y no material, sino intelectual, sólo puede ser sistematizado por la “lógica” (“lógica trascendental”), que es útil para juzgar de manera mediata, es decir, eficaz para conocer desde lo universal lo ausente, lo invisible, lo perdido, como documentos quemados, intenciones oscuras y pueblos extintos.

No hay, en suma, una “lógica científica” para la historia porque ésta no es un objeto[3], sino un conglomerado de datos demasiado grande para ser sistematizado. La “lógica trascendental”, de ideas, que son lo más alto del saber humano, es la única que conviene a la historia. La historia es, luego, historia de las ideas[4], y éstas, como sugiere Bloch, están sobre todo en las “fuentes narrativas”, que exigen que los historiadores posean conocimientos lingüísticos (71).

Explanemos la palabra “idea” mediante el método negativo. Toda palabra genérica, como “león”, encierra percepciones que cualquiera puede experimentar (patas, pelaje, dentición, p. ej.). Tales percepciones, sin los conceptos de la lógica, son subjetivas (grandeza, color, agudeza), pero con ellos son objetivas, esto es, conocimientos (anatomía leonina, ecosistema leonino). Éstos vienen o de la sensibilidad, que da intuiciones (movimientos del león), o del entendimiento, que da conceptos (fuerza, movimiento, energía en general). Los conceptos pueden ser empíricos, claves que posibilitan la intuición (singular, particular, positivo, causa, posibilidad), pero también puros, es decir, que no hallan en la experiencia objetos congruentes (valor, lealtad, liderazgo). Los conceptos puros, dice Kant, son nociones, ideas.

Tres ideas, dice Kant, rigen a nuestra razón, y son: la idea de alma, la de mundo y la de Dios. La idea de alma, del “yo”, nos hace pensar inductivamente, ir de lo particular a lo general, a la teoría, a Dios. Afanar lo particular nos mueve a buscar o a imaginar en el espacio lo “continuo” (tronco-ramas-manzana) y en el tiempo lo “permanente” (árbol hecho símbolo). Imaginar sin experimentar, como el historiar, provoca paralogismos, que seamos engañados por conceptos sin objeto (ideas modernas sobre hechos antiguos), por objetos que no pueden ser conceptuados (vestigios, “huellas”, rastros), por intuiciones imaginarias (falsos símbolos, utensilios de paz que parecen bélicos) y por cosas contradictorias (reyes que son malos y buenos al mismo tiempo, testimonios precisos de gentes exaltadas).

Primitivos, antiguos, modernos, europeos, africanos, padecemos las ilusiones, como tenemos dicho, trascendentales, lo que nos obliga a pensar que la labor del historiador consiste en descifrar los paralogismos que hay detrás de toda expresión cultural. Por eso, pensamos, dice Bloch que el quehacer más importante del historiador es el explicar lo “humano” (29), o en jerga kantiana, los fines esenciales de la razón humana.

Hablemos sobre las dos ideas restantes. La idea de mundo nos mueve a crear cosmologías, es decir, a buscar o a imaginar en el espacio lo “continuo” (como la conexión estilística de los Evangelios) y en el tiempo lo “sucesivo” (como la influencia de la “paideia” en el pensar de San Pablo). Imaginar sin experimentar produce antinomias, que arbitremos según nuestras necesidades subjetivas límites espaciotemporales (Grecia sin Egipto), cosas simples o compuestas (lengua inglesa sin pensamiento francés), leyes naturales que podemos ignorar (milagros, magia) y hasta dioses originarios.

Los historiadores, afirma Bloch, han gustado de decir que la historia estudia los orígenes de los pueblos, lo “primitivo” (34), palabra justificada, como se ve, por el pensamiento antinómico. Las palabras “inicio”, “fin”, “destino”, “origen”, no son signos de realidades, sino funciones de la mente que nos permiten estudiar lógicamente fragmentos de la realidad. Unos, dice Bloch, con más razones que verdades han puesto los orígenes de la historia en la política, y otros en los procesos sociológicos, y otros en lo captado por los ojos de los periodistas (41).

Finalmente, la idea de Dios abre el pensamiento ontológico, que busca en el espacio lo “homogéneo” (mónadas, cubismo, impresionismo) y en el tiempo lo “simultáneo” (mecanicismo, lingüística sincrónica). Igualarlo todo, meterlo todo en un sistema hecho de cosas que pueden relacionarse aunque sean de distinta sustancia, es padecer ideales. Panteísmos, emanatismos, naturalismos históricos, fascismos, racismos, etc., son maneras de pensar procedentes de la ontología sin crítica.

Afanamos orígenes, fines, sistemas, porque la razón admite la siguiente proposición, según Kant: “Si está dado lo condicionado, entonces está dada también la entera suma de las condiciones, y por tanto, lo absolutamente incondicionado” (KrV, B436). La ciencia de los historiadores, dígase con claridad, estudia las incondicionadas ideas humanas (inmortalidad, libertad, Dios) y los paralogismos, antinomias e ideales expresados por los pueblos, campo de conceptos en el que podemos andar sin desorientarnos gracias a la “lógica trascendental”.

Dice Kant que sólo es ciencia el conocimiento sistematizado, arquitectónico. Es arquitectónico lo hecho según una idea, según un concepto puro. Lo hecho según conceptos sacados de la experiencia, contingentes, impuros, no es arquitectónico, sino mera “unidad técnica”. El historiador honesto distingue las expresiones culturales pertenecientes a ideas y a contingencias. Américo Castro, p. ej., se burla de la españolidad, no nacida de una idea, sino de contingencias políticas. Las expresiones hechas con ideas, arquitectónicas, ostentan, a decir de Kant, una ontología, un psicología, una cosmología y una teología. Kant llama “sistema metafísico” al conjunto de las cuatro cosas dichas. Ese sistema puede llamarse también “filosofía”, o “ciencia de la referencia de todo conocimiento a los fines esenciales de la razón humana” (KrV, B867).

Nuestra civilización, que es judeocristiana, confía en demasía en la memoria, dice Bloch (9). Pero la memoria, merced a los esfuerzos de los ilustrados, ha sido reemplazada poco a poco por la “razón” (10). Ésta ha cuestionado la legitimidad de la historia (14), que parece simple divertimento (12). La historia es algo, dice Bloch, móvil (18), es decir, que no puede ser modelado, y menos después de los logros de física moderna, que ha derruido todo afán esquematizador (22). El historiador, admitiendo la imposibilidad de esquematizar el mundo real, sea físico, químico, astronómico, debe sistematizar las expresiones culturales venidas de la metafísica, a las que podrá llamar “mitologías”, “fábulas”, “literatura”, etc.

Pongamos un ejemplo. Hay épocas, dice Bloch, matemáticas (ricas en estadísticas), mitómanas (ricas en alegorías, como la Edad Media), cosmogónicas (104), o sea, épocas que han preferido o lo ontológico, el concepto sin objeto, o las creaciones psíquicas, las intuiciones sin objeto. Saber que una época es más amiga del poema que del álgebra, por ejemplo, impide interpretaciones erróneas y mejora nuestro conocimiento sobre la psicología del testimonio (100). Hay épocas para las que los signos de la naturaleza son axiomas legibles, y hay otras para las que esos signos son demostraciones de la existencia de Dios. Recuérdese, por ejemplo, el alquimismo, el cabalismo, el tomismo. La historia, en suma, es objeto de la “lógica trascendental”, que nos orienta entre las preferencias metafísicas de cada pueblo.

Cada pueblo, según la metafísica que acata, capta el mundo con mentalidad ontológica, psicologista, cosmológica o teológica. Tales mentalidades, por ser semantizadas por dichos conocimientos metafísicos, prefieren unas facultades intelectuales y desdeñan otras. Ante tales problemas, abigarramientos, Bloch nos da consejos para historiar con prudencia.

Bloch, que en muchos pasajes del libro que glosamos parece kantiano, aconseja no juzgar, sino comprender lo histórico (135). Comprender, insinúa, exige imaginación (143), ingenio estético (170) y talento descriptivo (181). Asevera que regularmente decimos que es falso aquello que ignoramos (119).

Concluyamos nuestro artículo citando a Kant, que nos disciplina recordándonos que el método geométrico, matemático, capaz de definir cosas, es ineficaz en los menesteres filosóficos. Dice: “Uno se sirve de ciertas notas sólo mientras son suficientes para efectuar distinciones; en cambio, nuevas observaciones suprimen algunas notas, y ponen otras en su lugar; así, pues, el concepto no está nunca encerrado en límites seguros” (KrV, B746). Nomenclaturas (152), divisiones políticas y temporales (174-175), lo oral y lo escrito (159), generaciones y civilizaciones (180), son notas inseguras porque son accidentales. Pero lo que hay detrás de lo accidental, de lo trascendental, de lo humano, las ideas, son seguras, son la materia de la historia.-

[1] Las citas de Kant se signarán con las siglas “KrV”, y las de Bloch con números árabes solos. Utilizamos la traducción de la “Crítica de la razón pura” hecha por Mario Caimi (Colihue, 2009).

[2] “Introducción a la Historia”, de Marc Bloch (FCE, México, D.F., 2006). No examinamos filológicamente el texto de Bloch, es decir, no escrutamos el texto original, en francés. El examen que presentamos es filosófico, es decir, ve en los términos de Bloch conceptos genéricos.

[3] Los fragmentarios objetos de las ciencias naturales, dice García Morente (“Elcurso de Ortega y Gasset”, en “Estudios y Ensayos”, Porrúa, México, D.F., 1992), gran kantiano, poseen supuestos, estructura y pueden sumarse. El filósofo, distinto, estudia conceptos, categorías intelectuales, ideas, cosas que no admiten supuestos, ni ser estructurados o sumados.

[4] No hemos dicho novedades, pero sí hemos descrito con bastante minucia las razones por las que la historia es parte de la metafísica, ciencia racional (entiéndase “razón”, claro, en sentido crítico, kantiano).

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