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Legend. Hardy, doblemente legendario.

Por Emilio Calle , 7 enero, 2016

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En 1997 se estrenó «L. A. Confidential», película dirigida por Curtis Hanson, que lograba filmar con insospechada fidelidad un texto que, en principio, parecía imposible de adaptar en toda su ambición, la novela homónima de James Ellroy (considerado el mejor autor de género negro en la actualidad, y el mejor escritor en general según él mismo se define). Casi mil páginas para armar un argumento que abarcaba siete años quedó reducido con asombrosa pericia a una película que lograba que encajarán casi las mismas piezas y condesaba todos los sucesos en el transcurso de apenas una semana (con final postizo, que ni con su pobreza conseguía empañar una obra maestra del cine negro. Un guión convertido ya en objeto de estudio para aprender cómo se debe trasladar la palabra a la imagen, que se llevó todos los premios habidos y por haber, y que junto al nombre de Curtis Hanson (ahora mismo en un triste declive cuando su cine llegó a tocar muy alto) nos dejó un nombre al que había que seguir la pista, el del otro guionista que barrió por completo el escepticismo levantado por la complejidad para reconvertir la prosa oscura, seca y sin concesiones de Ellroy (seis títulos suyos más ha sido adaptados, y ni siquiera Brian de Palma y su «Dalia Negra» pudieron aproximarse a las obsesiones del aterrador cronista de los abismos humanos). Ese hombre era Brian Helgeland, que no traía bajo el brazo más que unos pocos títulos de terror (es autor de la cuarta parte de las chirriantes desventuras de Fredy Kruger) y que se revelaba como un autor que gozaba de un talento excepcional para adentrarse en el género negro. Y no decepcionó. Suyos son los guiones de «Conspiración», «El fuego de la venganza» o, entre otras, «Mystic River (y en esta lograba una nueva proeza de escritura, ahora adaptando al otro gran genio, junto a Ellroy, de la novela negra actual, Dennis Lehane). Y en lo que parecía un paso natural (y no lo es), Helgeland se convirtió también en director, y para adaptar a un nuevo autor mítico del género, Donald E. Westlake y su novela «The Hunter», que ya había sido llevada al cine en 1967 por John Boorman en esa rara joya llamada «A Quemarropa». «Payback», que así se llamó su versión, no fue el taquillazo que todos esperaban al estar protagonizada por Mel Gibson, y eso que ni siquiera desmerecía de su precedente, del que sabiamente se desentendió para proponer otra relectura del texto. Siete años después, se lanzaba en DVD una «edición extendida» con el título de «Payback: Straight Up», y las diferencias entre ambos montajes no puede ser más radical (sobre todo en la broma de extendida, porque el director corta casi veinte minutos del metraje estrenado), lo que hace pensar que Helgeland no logró el control total de su película, en especial a nivel creativo. Y de algún modo, ese desencuentro ha estado marcando sus siguientes obras como director, ninguna a destacar más allá de lo que sólo quedaría en lo anecdótico.
Ahora Helgeland regresa como director y como guionista, y de nuevo adentrándose en el género que más domina (o en ese falso subgénero mal llamado «cine mafioso»). «Legend», que se estrena este viernes, toma como base (entre otras fuentes) para trazar el argumento de su película “The Profession of Violence: The Rise and Fall of the Kray Twins”, libro en el que su autor, John Pearson, recoge los desmanes cometidos por dos gemelos que, a finales de los años sesenta, se hicieron con el control de la mafia londinense justo en el momento en que la mafia estadounidense pretendía colarse en suelo británico para llenarlo todo de casinos. En principio, un material de primera para un guionista portentoso, y quizás lo sea, pero donde Helgeland no encuentra asidero alguno durante toda la película es en su trabajo como director. Por un lado parece aventurarse (y es mucho aventurarse) en el tono salvaje, nervioso y ajeno a cualquier rigor narrativo que usó Scorsese para “Uno de los nuestros” (de hecho, el uso de la voz en off femenina o secuencias como la entrada a los locales nocturnos son prácticamente calcos de los paseos de Ray Liotta por bares y restaurantes). Pero al mismo tiempo busca dar una profundidad psicológica altamente corrosiva, litúrgica e impregnada del formalismo clásico con los que Coppola narró la tragedia de los Corleone. Y así no hay forma de sostener el equilibrio. Sobre todo porque Helgeland director no encuentra la coherencia en sus propios planteamientos, y no logra hacer aún más pronunciados sus premisas. No es posible saber si es un retrato social de un tiempo muy determinado, si el asunto gira en torno a la algo más que amenazadora presencia de la mafia de Las Vegas en pleno Londres (la recreación de la época es sobresaliente), si nos habla de la historia de dos hermanos que nunca sabremos a ciencia cierta si, por expresarlo llanamente, se llevan bien o si se llevan mal, o si lo importante es la peripecia sentimental de uno de ellos que a la postre tampoco lleva a ninguna parte. Y todos esos elementos quedarían desoladoramente deslavazados si no fuera porque Tom Hardy se encarga de poner la función patas arriba cada vez que le apetece. Sin despeinarse. El extraordinario talento de este actor, desdoblado en el esquizofrénico Ronald y en el en apariencia menos sociopata Reggie, logra que la película sea un portento precisamente cuando ambos personajes están juntos en pantalla, interactuando entre sí, ya sea pegándose entre ellos o repartiendo su rabia allí donde convenga, conversando, sentados uno con el otro y poder apreciar cuántos matices aporta el actor para desenvolverse en este doble desafío. Es tal el poder de Hardy que, cada vez que su presencia se impone en la pantalla, el film despega una y otra vez. De haber estado en manos de otro director que hubiera sabido encauzar ese derroche de extraña locura del que tanto arte extrae Tom Hardy, estaríamos ante una de las películas de la temporada.
Pero (a veces) la verdad se impone.
Y un guionista excepcional, con su mucho saber de cine, puede ser un director sin garra, aunque su texto arañe.
Helgeland termina siendo el más manso en esta manada de lobos, todos ellos al amparo de un actor al que empieza a sentarle de maravilla el adjetivo de leyenda.


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