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Las escaleras de Symi

Por José Luis Muñoz , 12 octubre, 2016

img_2704Ulises navega de nuevo en un modesto barco que le aproxima más a Turquía si eso es posible. El mar espejea porque Helios se mira en él. Ese mismo Helios que le va quemando la piel en la cubierta de ese barco que prácticamente no se mueve en ese mar llano sin más ondulación que la que produce su estela. De Rodas a Symi, una de las cientos de islas que conforman el Peloponeso, en donde los dioses lanzaron aleatoriamente piedras que luego fueros islas, se tarde una hora y durante ese tiempo se puede tocar, oler, la costa turca, tan abrupta y sedienta de agua como la griega. En medio de una de esas paredes verticales, en equilibrio sobre el vacío, observa Ulises una solitaria y pequeña vivienda blanca, en la nada más absoluta, de quien ha elegido la soledad de forma radical. Se imagina, con vértigo impostado, que vive en esa casa, que en una de esas noches de soledad sin más compañía que las estrellas y el susurro del mar cien metros abajo del acantilado, bebe en honor a Dionisos más vino de la cuenta, da un traspiés y se precipita al vacío golpeándose en el camino con esos peñascos de aristas afiladas que lo matarán antes de que entre en el mar. Siempre imaginando su muerte, para ahuyentarla.img_2713

El barco hace una parada en el monasterio de Panormitis, y, cuando entra en la bahía, hace sonar su estridente sirena que es contestada por un batir de campanas del monasterio. El recinto religioso, que tiene a su alrededor un complejo de apartamentos de discreta altura, una tienda de souvenires y un bar de autoservicio, es todo lo opuesto al retiro espiritual que se le supone a un cenobio. Los barcos cargados de turistas entran y salen en sesión continua y vomitan sus cargas de turistas que disponen de una hora antes de que levanten anclas. Una mujer, a la entrada del monasterio, examina las piernas de las mujeres (los hombres estamos al margen de ser objeto de tentación) y colocan faldones a las más osadas ante la mirada de un pope gordo y barbudo que observa a esa masa gregaria con desprecio pese a que supone la principal fuente de financiación del monasterio. img_2714Por dentro, el monasterio tiene una suntuosidad que no se sospecha viendo la vulgaridad de su exterior: paredes blancas, una gran torre con campanas y ni rastro de cúpula bizantina. Pintores de iconos han decorado, sin dejar un solo espacio en blanco, las paredes de la diminuta iglesia con imágenes de santos y milagros y, sin embargo, tiene la virtud de no parecer recargado.  El arte bizantino combina la luminosidad del pan de oro con la austeridad de los colores de sus pinturas y ese contraste es la base de su perfección. Cuando acaba la visita, toma asiento Ulises en una terraza y saborea una cerveza Zorba sin perder de vista su barco, y cuando ve que todos los pasajeros ya lo han abordado, se pone en pie y se dirige lentamente por el muelle, mirando ese Egeo límpido que le tienta con un rápido baño.img_2720

Hoy ese barco que ha cogido no tiene baño en mar abierto incluido sino calor insoportable, y busca Ulises refugio bajo la toldilla de popa. No se mueve del asiento hasta que el barco entra en Symi y atraca junto a otros barcos. Si en Rodas sopla una brisa que hace soportable el calor, en Symi Helios domina el ambiente sin piedad y cada paso que da por el muelle requiere un esfuerzo considerable y la ayuda de bebida. Más por calor que por hambre, busca un restaurante junto al mar. El calor del ambiente multiplica las moscas, que son pequeñas, y enloquece a algunas avispas que buscan beber su cerveza. La ensalada griega es copiosa pero ya empieza a cansarse del queso feta. Los calamares, correosos. Lo mejor la cerveza Alfa que el dueño del restaurante, de sus misma edad y muy amable, le va trayendo según las acaba.img_2759

Symi alinea sus casas blancas, color pastel y añil, con forma de templo helénico, en las empinadas laderas de la bahía. No es un capricho sino una necesidad. Buscando una buena panorámica, asciende por calles escalonadas hasta que se da cuenta de que las escaleras son el elemento distintivo de la población. Culminada la cuesta, el inquilino de esas casas que va dejando atrás con enorme esfuerzo, aplastado por Helios, el dios más poderoso del Egeo, tiene que subir empinadas escaleras para acceder a su vivienda y, dentro de ella, más escaleras para ir de una habitación a otra. img_2783Alejándose de la villa comercial de restaurantes, heladerías, tiendas de esponjas (nunca vio tantas), productos cosméticos a base de aceites de oliva, tiendas de artesanía de gusto dudoso, por fin Ulises capta la esencia de la isla: hay que ser héroe para subir esos tramos de escaleras que se adentran por los barrancos de la ciudad, sin más sombra que la de alguna despistada nube, en un trayecto casi vertical que desafía su forma física. Deja atrás casas abandonadas con las puertas destrozadas en cuyo interior ve colchones sucios en donde los gatos, siempre gatos, toman el sol; se cruza con cabras que mordisquean los secos hierbajos que son hijo de la dejadez; escucha el canto de alguna mujer que sale de su cocina, mientras el sudor perla su piel, el cansancio se acrecienta, la ascensión se ralentiza, pero no quiere dar su brazo a torcer Ulises hasta no culminar su ascensión. img_2790Esa es la Grecia mísera, pobre y sin recursos a la que el maná del turismo no llega. No puede imaginar, mientras resopla, se detiene, se palpa el corazón desbocado, de qué vive toda esta gente de los arrabales para los que las motos, o las vespas, en sustitución de los asnos,  son un medio de locomoción absolutamente necesario. Imagina a los ancianos, impedidos de subir por esas cuestas que sólo los héroes son capaces de culminar, encerrados en sus casas, aplastados  por Helios que no da respiro a los humanos. Y llega al final, arriba del todo, sorteando un barranco tan árido que le seca la boca mirándolo, como si tuviera bolas de algodón dentro de ella, hasta los aledaños de una iglesia ortodoxa que busca la cercanía de Dios, sólo para decirse a sí mismo que ha sido capaz de hacerlo, que no ha muerto en el intento, y desde allí tiene esa vista panorámica del pueblo y la bahía que buscaba, a sus pies.img_2794

No es fácil el descenso. Los pies van más rápidos de lo que la prudencia aconseja. La celeridad de la bajada acusa el empedrado irregular de las calles escalonadas.  Las rodillas se resienten, pero el corazón respira. En cuanto llega al puerto busca una bebida con desesperación para recuperar todo el líquido perdido. Y se sienta en un banco,  con la respiración entrecortada, mirando el mar calmo de la bahía en el que se zambulliría de buena gana si viera a alguien hacer lo mismo.img_2831

El barco sale a la hora fijada y un Ulises desfondado, porque es humano aunque se resista a reconocerlo, busca el diván del bar para tumbarse en él y dormir durante el camino de regreso a Rodas. Sueña, en el camino de regreso,  que nada en un mar de hielo.

 

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