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Las cicatrices invisibles

Por Fernando J. López , 16 diciembre, 2014

Hay muchos tipos de cicatrices. Las hay visibles, de las que acaban desapareciendo con el paso del tiempo. Y las hay invisibles, de las que permanecen siempre en nosotros. Cicatrices aferradas a esos abismos a los que nos asomamos cuando la violencia se interioriza y el miedo -el maldito miedo- nos atenaza.

Esas son las heridas de las que apenas se habla. Las que corren el riesgo de pasar desapercibida en los relatos periodísticos de las terribles agresiones homófobas sucedidas la pasada semana en Madrid y Málaga. Porque nos quedamos con los golpes. Con los moratones. Con la cifra de los doce cobardes -la violencia siempre lo es- o con la infrahumanidad de los animales rabiosos que, con o sin uniforme, se creen con derecho a golpear al otro.  Nos quedamos con la imagen tremendista, con el suceso aislado, y olvidamos la entradilla que habla del acoso sufrido «desde los siete años». Nos olvidamos de que el dolor físico -inadimisible y brutal- no es más que la punta de un gigantesco iceberg que preferimos no ver.

Porque. me temo, estamos muy 0cupados en esta marea de cómoda superficialidad en la que se ha convertido el movimiento LGTB. Un movimiento donde echo de menos una mayor dosis de compromiso y autocrítica (me pregunto qué haríamos sin la implicación activa y real de colectivos como FELGTB, COGAM o Triángulo) en vez de tanto debate, foro o comentario tontorrón sobre el selfie desnudo de tal actor o el desplante de alguna diva. En los últimos tiempos echo en falta una mayor beligerancia contra la homofobia que sucede. Que ocurre. Que se niega. Y que nos agrede. Una homofobia que pretendemos superada porque confundimos la auténtica libertad con las aplicaciones móviles que nos permiten meter gente en nuestra cama y las leyes que nos permiten meterlos, definitivamente, en  nuestra vida.

Es muy cómoda la autocomplacencia. Resulta sencillo sentirse bien con lo que tenemos. Con lo ya logrado. Y, sobre todo, es mucho menos doloroso que pensar en esas cicatrices que todos tenemos. En el miedo que hemos sentido. En los acosos que hemos sufrido. O en los gritos de «maricón» que hemos aguantado. Quizá haya quien nunca haya vivido algo así. Bien por ellos. Pero seguro que si escarbamos en quiénes somos y en cómo nos hemos construido veremos la cantidad de barreras y muros defensivos que hemos tenido que alzar ante situaciones más o menos hostiles. Microhomofobias, quizá, pero tan contundentes como el más tosco de los puñetazos.

Por eso no me canso de hablar de la visibilidad. Ni de escribir sobre ella en mis textos. En mi teatro. En mis novelas. En mis artículos. Por eso no titubeo cuando mis alumnos me preguntan sobre quién soy o sobre qué siento. Porque contra la lacra de la homofobia solo hay dos opciones y dos caminos: el educativo y el judicial. Se necesita la sanción a quien atenta contra la libertad ajena, sí, pero aún más precisamos la formación de niños y adolescentes en una verdadera educación en valores. Una educación que abra sus mentes y les haga entender que la heternormatividad que les rodea no es real: solo es una parte de una realidad mucho más compleja, diversa y heterogénea. Estamos huérfanos de una educación emocional en la que se nos enseñe que los afectos son libres, necesarios y, por supuesto, respetables. Porque de eso se trata, de convivencia. Y de respeto.

Pero nada cambiará mientras no abordemos la cuestión de la homofobia en las aulas. Mientras no escribamos cuentos infantiles,  novelas adolescentes o guiones cinematográficos familiares con personajes abiertamente gays, lesbianas y transexuales. Mientras no rompamos las fronteras del modelo machista que sigue imperando en nuestra sociedad. Mientras nosotros mismos seamos cómplices de ese machismo (¿a cuántos gays habéis leído u oído decir la famosa frase de «Pluma no»?).  Y, sobre todo, mientras no seamos conscientes de la gravedad de lo que está suciendo y de la necesidad de defender la igualdad en un país donde, hace solo unas décadas, los homosexuales éramos conducidos como «enfermos» a campos de concentración. Eso, que parece preferimos olvidar en un Orgullo convertido en comercio, merchandising y purpurina, es algo que debiéramos tener muy presente. Porque necesitamos que ese Orgullo no sea esponsorizado y una sola vez al año. Sino real y coditiano. No hay otra carroza ni otro desfile más necesario que el de nuestra propia visibilidad. La presencia firme y abierta frente a la oscuridad de esos perros rabiosos que necesitan ser doce -sí, doce- para atacarnos a uno solo de nosotros.

En esa honestidad de ser quienes somos es donde radican nuestras armas más contundentes. En el mismo -y doloroso- lugar donde se abren nuestras cicatrices más profundas.

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