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La sonrisa de la Gioconda, el final de una época

Por Redacción , 20 febrero, 2014

sonrisa-giocondaEl olvido es el triste e injusto castigo al que se condena a algunas de las más excepcionales obras literarias; la ausencia de reediciones es uno de los motivos más frecuentes, aunque no el único. Hace algunos días, llegó a mis manos La sonrisa de la Gioconda, relato de Aldous Huxley que, no sólo estuvo ausente de nuestro campo editorial durante variadas décadas, sino que permaneció oculto tras la sombra de la adaptación teatral realizada por su propio autor. Conocido por muchos -la gran mayoría- como una obra teatral representada, no en pocas ocasiones, y a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, en distintos escenarios, de Paris a Londres, pasando por Nueva York, La sonrisa de la Gioconda nace, sin embargo, en forma de breve relato que, como indica José Ángel Juanes -autor, en 1971, de la primera biografía de Aldous Huxley en castellano- encabezada una serie de piezas narrativas reunidas en La envoltura humana. La adaptación cinematográfica realizada por ZoltanKorda, a partir del guión del propio Huxley, y que dio como resultado, en 1948, Venganzade mujer, film protagonizado por Charles Boyer y Jessica Tandy, ofrecía, antes del gran éxito teatral, una relectura de este breve relato que, desde un inicio, fue leído, sea por la crítica sea por el público, como una pieza, no sólo fácilmente adaptable, sino que escondía, tras sus diálogos y las introspecciones en las reflexiones del protagonista, el germen para una más que posible puesta en escena, teatral o cinematográfica. Si bien la relectura y, en consecuencia, la reinterpretación es, de por sí, inherente a toda obra literaria, este ejercicio hermenéutico, llevado a cabo consciente e inconscientemente en cada nueva lectura, no debe conllevar, sin embargo, el olvido del texto primigenio o, en otras palabras, del texto original; es decir, desde la crítica y a través del trabajo realizado desde las editoriales en la recuperación de textos descatalogados, debemos regresar al texto, debemos volver a leer la obra que, posteriormente, a través de su recepción, ha dado lugar a nuevas versiones y nuevas interpretaciones.

La editorial Navona, con su más que meritorio interés en recuperar textos hasta ahora inéditos o en proponer nuevas y corregidas traducciones, publica, en traducción de Enrique de Hériz, en solitario, y en su versión primigenia, el relato La sonrisa de laGioconda. Con su reedición, Navona nos ofrece una nouvelle que, a pesar de haber sido definida reductivamente como el relato de un crimen, sobrepasa los límites genéricos de la denominada literatura de misterio. El asesinato de la señora Hutton y la falsa acusación de su marido es solo la base, casi a modo de excusa, sobre la que Huxley construye, paradójicamente, el desmoronamiento de los contradictorios y meramente formales valores morales y, en especial, sociales post-victoriana. Tras la primera gran guerra, la belle époque ha llegado a su fin; el esteticismo que impregnaba la conducta social así como «moral» de la burguesía más elevada se ha desvanecido en la desejeraquizado gusto de la de la cultura de masas y en la subversión de los principios que, al menos, en forma de falaz disfraz, regían la vida social. «Es una lástima que hayas escogido el día del partido entre Eton y Harrow», comenta el general Grego, uno de los asistentes al funeral de Emily Hutton; la indignación es la única respuesta posible ante el comentario, reflejo de una etiqueta perdida, de unas fórmulas sociales que han quedado atrás. Si en cierto modo, Lasonrisa de la Gioconda es el retrato de una sociedad que pierde las maneras aristocráticas en pos de una desprejuiciada naturalidad: ya no importa anhelar la posibilidad de ver un partido de Liga en medio de un funeral, así como ya no hay escrúpulos que valgan para condenar públicamente a un hombre de la alta sociedad, acusándole de asesinato.

Los comentarios difamatorios ya no respetan las barreras entre clases y la alta cultura, de la que alardeaba el señor Hutton, ha perdido su capital simbólico: de nada sirve tener una imagen shakesperiana, como la que cree tener el protagonista, cuando la difamación se convierte en condena y cuando la amante, Doris, es una joven ingenua sin cultura que, sin embargo, guarda en sí misma los únicos valores humanos y el sentimiento de empatía carente en aquella clase «desprestigiada» a la que pertenece Hutton. «Quiero saber si esto está bien. Si está bien que esté aquí contigo», pregunta la joven Doris frente a la impasible y condescendiente mirada de su amante, el señor Hutton; «si supieras lo desgraciada que me siento cuando pienso que esto no está bien», prosigue la joven, » a veces pienso que debería dejar de amarte». Los escrúpulos de Doris, una joven con pocas posibilidades económicas y con escasa instrucción, contrastan con la conciencia impune de Hutton, quien se distrae con su amante en el escondite de su coche. Una vez llega a casa, se convierte, ante la sociedad, en el marido perfecto de una mujer enferma a la que, en palabras de la señora Spence, cuya ciega admiración por el señor Hutton no tendrá límites, no abandonaba: «el matrimonio es un lazo sagrado, y el hecho de que lo respetara incluso en la infelicidad, como era su caso, me hacia respetarle y admirarle», le dice la señora Spence a Hutton, pocos días después de la muerte de su mujer. Y, sin embargo, ¿era el matrimonio, de verdad, para Hutton un lazo sagrado? ¿Qué lugar ocupaba Doris, escondida de la mirada social tras las ventanas del coche?

La sonrisa de la Gioconda es el relato de un tiempo que termina, de una sociedad que pierde aquella impunidad ética a través de una realidad que, en parte, desejarquizada, se hace horizontal: en un mismo plano, en ese mismo escenario que todos terminan por compartir, todos son víctimas de sus propias mentiras. Las esteticistas y falaces directrices de la conducta social, completamente opuesta, antitética y contradictoria con la realidad de los hechos, se difuminan en la indistinción de lo público y lo privado. Perdido el pedestal, Hutton, símbolo y representante de una clase social privilegiada, es víctima de una realidad en la que, perdida en parte la hipocresía elitista, se impregna de aquellos mismos «pecados» que antes se mantenían en privado. Lo único que queda es la humana y empática mirada de Doris, la única que, desde el margen de todo elitismo, es capaz de cuestionarse acerca de sí misma y de su propio comportamiento; la única capaz de sentir pena por el otro y de creer en unos sentimientos que algunos convirtieron en meras formalidades. 

Anna Maria Iglesia


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