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La queja de siempre contra los periodistas

Por Eduardo Zeind Palafox , 7 mayo, 2014

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Un periodista honesto es un observador que despacha dicterios contra lo que detesta y que pergeña elogios a favor de lo que aprecia. El problema mayor del periodista, que hemos dicho es un observador, consiste en que o es excesivamente culto o en demasía lerdo y falto de noticias y de lecturas valiosas. Si es lerdo es víctima de la inocencia y trágase las apariencias; si es culto no deja que las apariencias le hablen, y se hace sordo y casi ciego, aunque muy parlanchín. El periodista regularmente es un hombre que desea escribir y que necesita tiempo para leer, pues sólo leyendo mucho es posible escribir cosas dignas de cansar la vista del lector; y para poder leer se necesita tiempo, que es dinero, según la rural sabiduría popular. Cuando el periodista empieza a ganar dinero por sus textos dase cuenta de que ya no escribe lo que quiere y lo que le dicta su talante, sino lo que le mandan. Quien escribe lo que le mandan desacata uno de los mandamientos que da Rilke al escritor: escribid sólo cuando sientas una necesidad profunda de hacerlo. 

 

Habrá, no se dude, hombres profundísimos que podrán escribir todos los días; y habrá, en otros lugares, escritores superficiales que lo único que desean es poner la mano sobre la pluma y que ésta se mueva para escribir textos. El dinero, como siempre, es el «casus belli» que despide a los buenos periodistas, que prefieren encerrarse a escribir en cuartos íntimos. Mas ya no sé si hay periodistas de la ralea descrita; ya no sé si el periodismo será capaz de darnos otra vez textos elegantes, eruditos, cultos. Yo, que a orgullosa porfía he asimilado alguna erudición aristotélica, sé que todo discurso tendría que darnos una lección, o «lectio», como dirían nuestros abuelos romanos; sé, además, que una «lectio» debe ser seguida de un cuestionamiento, o «quaestio», que provocará una disputa, «disputatio». ¿Y para qué me ha servido frecuentar a Aristóteles? Para escribir artículos que ayuden al público a darse cuenta de la necedad de la prensa moderna. 

 

Antaño los periodistas eran cultos, letrados, y se daban al estudio de los libros de los mejores, de Shakespeare, de Homero, de Dante, gentes que sabían bien su oficio y que perdurarán en el magín de los libreros porque escribían bien y cosas ciertas, según nos dice Leopoldo Alas en uno de sus artículos. Todo lo entendió Shakespeare; todo lo vio Dante; todo lo sintió Cervantes. Mis lectores notarán que estoy diciendo lo que siempre digo y que estoy elogiando lo que siempre elogio, mas sepan que hago lo que hacen los redactores de los grandes periódicos, que siempre dan las mismas noticias con el mismo tono o estilo. Pero sépase que esta necedad mía tiene sus objetivos, y entre los que pueden confesarse está el de evitar la caquexia, que nuestra `Academia´ define así: «Decoloración de las partes verdes de las plantas por falta de luz». 

 

Hugo Hiriart acaba de decir en entrevista que ya nadie lee poesía, y que ésta, expresión de la naturaleza humana, siempre verde, inmadura, inocente, olvídase, despíntase, descolorida situación que comprueba claramente que tampoco se leen los clásicos, que son poéticos y no meramente comentadores de otros. Descollar en la lectura de la poesía nos hace adelantar en el arte del habla, que florece merced a la virtud que Dios nos dio para traducir lo que llevamos `in pectore´ en palabras y para comunicarlo a los otros.  ¡Mala traductora del mundo se ha vuelto la prensa! Era obligación de antes leer los periódicos para saber qué acaecía en el mundo; antes, bien lo recuerdo, los periodistas se hacían respetar, pues para explicar una guerra citaban a Maquiavelo, o para describir una situación económica se referían constantemente a Marx o a Malthus; antes, dígolo disconforme, había erudición en las hojas de la prensa. ¿Qué hay hoy? Sartas de expresiones a la moda, disparates, refranes sin ton ni son, citas de autores modernos que ni siquiera leen lo que ellos mismos escriben e imágenes grotescas que indignarían al mismo Satán, que muy bien sabe hablar, según noticias dadas en el `Paraíso perdido´, del sabio Milton. 

 

¿Por qué hoy se denigra tanto a la erudición? Porque el pueblo, los lectores, los necios, se aburren y bostezan cuando es imperioso hacer un esfuerzo de penetración, es decir, filosófico, único capaz de cribar las apariencias para que éstas nos den lo de valía, la verdad desnuda. Es ridículo que haya más actualidad en los textos de hace dos siglos que en la prensa moderna. Menéndez Pelayo, en su obra `Horacio en España´, que he releído ha poco, recorre nuestra lírica mística, enséñanos cómo los temas y angustias de antaño pueden mirarse en la poesía actual; conocer tal encadenamiento, que va de Horacio a Fray Luis de León, mucho bien le haría al periodista español que desea explicar el corazón de su nación, pues son los poetas los ojos y oídos y nervios de cualquier patria. 

 

Menéndez Pelayo, con su visión abarcadora de todas las cosas, dícenos: «Un libro de erudición, aun incompleto y mal hecho, es siempre más útil que los preliminares y los conceptos y las síntesis, sartas empalagosas de lugares comunes, humo y polvo que el viento se lleva. Sin noticias no se juzga ni se generaliza, como no sea a tientas y dando por las paredes». Pensamos, así dichas las cosas, que es mejor un redactor erudito que se limite a contar un fenómeno y a explicarlo con aderezos históricos y filosóficos, es decir, a comprender lo que dice, que uno indocto que hable sin límites de meros hechos, que a buen seguro no penetra. Y recuérdese que no hay erudición, doctrina o prudencia donde no hay poesía, metro o medida, fino gusto, capacidad de elección; y donde no hay tal habilidad no hay imparcialidad, neutralidad ni aniquilación de la personalidad. El periodista veraz, dijera nuestro peritísimo y meritísimo Larra, para ejecutar bien su labor «sabrá de memoria los poetas clásicos, y los comprenderá, y podrá verter sus ideas en las tablas», que a la sazón es decir en la prensa, moderna ágora pública. 

 
E. Z. P. 
 

 

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