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La paz, ¡qué invento!

Por Fran Vega , 1 diciembre, 2015

Como una maldición inesperada o como un tropiezo colateral, el gobierno se ha encontrado en vísperas electorales con un dilema que no va a saber resolver: la incorporación de España a la coalición internacional que pretende acabar con las fuerzas del Estado Islámico, es decir, la participación en una guerra.
Para ser justos, hay que decir que el problema sería el mismo para cualquier inquilino de la Moncloa, pues ninguno se atrevería a hacer un llamamiento a filas cuando tan solo quedan unas semanas para los comicios generales. Y en ningún caso se trataría únicamente de un posicionamiento a favor o en contra de la guerra o de esta guerra, sino de algo más complejo que habita en la memoria de nuestra sociedad y que está presente en nuestra identidad y nuestra cultura. Y me refiero no solo a la idea de que una guerra jamás es deseable, sino a que los tratados de paz siempre nos han perjudicado.
La paz, esa invención moderna a la que se refiere Michael Howard (The Invention of Peace, 2000), se instaló en nuestra historia con agrio sabor al menos desde el final de la guerra de Sucesión (1701-1714), cuando los Habsburgo dejaron en manos de los Borbón el gobierno del reino de España y abandonaron la disputa internacional que durante años habían mantenido por la hegemonía dinástica en Europa.
El resultado fue la paz de Utrecht (1713) y una torpeza colosal por parte de Felipe V a la hora de gestionar su victoria, ya que mantuvo vivo el enfrentamiento entre regiones y ciudades «borbonistas» y «austracistas» y castigó a estas últimas con una serie de decretos que aún hoy mantienen abiertas las heridas, pues la guerra de Sucesión se había transformado desde el inicio en una guerra civil.
Durante los años siguientes al tratado de Utrecht hubo diversas escaramuzas bélicas principalmente contra Francia, contra InglaterraFelipe V y el emperador Carlos VI, antiguos enemigos en la guerra de Sucesión, pactaron contra ella en el tratado de Viena (1725)—, contra Polonia durante su propia guerra de Sucesión (1733), contra Gran Bretaña en el Caribe durante la guerra del Asiento (1739-1748) y la guerra de los Siete Años (1756-1763) —Carlos III, más hábil que su padre y predecesor, eligió congraciarse con Luis XV—, contra Marruecos en 1774, contra Inglaterra de nuevo durante la guerra de Independencia de Estados Unidos (1775-1783), contra Francia durante la guerra de la Convención (1793-1795) —el manejable Carlos IV ya apuntaba maneras— y, para finalizar el siglo, de nuevo contra Inglaterra mediante el tratado de San Ildefonso (1796) con Francia.
Aliados y enemigos fueron rotando durante todo el siglo de la Ilustración, pero solo hubo una vez en que el territorio peninsular fue invadido por otra potencia. Ocurrió durante la guerra de la Convención, cuando las tropas francesas entraron por Guipúzcoa y Girona, ocupación finalizada mediante la paz de Basilea (1795).
El nuevo siglo comenzó con la guerra de las Naranjas frente a Portugal (1801), un pequeño ejercicio con el que Manuel de Godoy —que con el tratado de Basilea había obtenido el título de Príncipe de la Paz— quiso hacer méritos ante Napoleón Bonaparte antes de que Francia afrontara la guerra de la Tercera Coalición, durante la cual España fue severamente derrotada en Trafalgar y Finisterre (1805).
Y por fin llegó la gran ocasión esperada: el tratado de Fontainebleau (1807) entre España y Francia —surgido, cómo no, de una conspiración interna contra Carlos IV— por el que se permitía la entrada en la península de las tropas de Bonaparte.
No es esta la ocasión para analizar la guerra de la Independencia (1808-1814) y las sucesivas campañas del ejército francés en la península, pero hay que subrayar que será la última vez que un ciudadano español vea pasar ante su casa a un soldado de otra potencia en tiempos de guerra, lo que doscientos años después influirá en nuestras pacifistas intenciones.
España «ganó» aquella guerra —y si el verbo aparece entrecomillado es porque nunca una victoria supuso tantas pérdidas—, consiguió la retirada de Bonaparte y al grito de ¡Vivan las cadenas! regresó al trono Fernando VII, quien derogó la Constitución de Cádiz (1812), restableció la Inquisición y llevó al exilio a los «afrancesados», al mismo tiempo que Francisco de Goya terminaba Los desastres de la guerra, una crónica despiadada de hasta dónde se puede llegar en el nombre del reino y de la patria.
Con el reinado de Isabel II llegaron otros enfrentamientos internos después de que hubieran sido contenidos los movimientos liberales de los años anteriores, de modo que las sucesivas guerras carlistas tuvieron ocupadas a las tropas realistas al menos durante cuatro décadas, sobre todo en el País Vasco, Levante y Cataluña.
Cuando en 1898 se produjo el hundimiento del Maine en el puerto de La Habana que dio origen a la guerra con Estados Unidos, España llevaba ya noventa años sin enfrentarse a un ejército de importancia y su influencia en el tablero internacional era completamente residual, así que el conflicto apenas duró unos meses y el tratado de París firmado en diciembre de ese mismo año supuso la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Una paz muy costosa que quedaría anclada para siempre en la historia de nuestras relaciones exteriores y hasta en el folclore patrio.
En los primeros años del siglo XX la guerra de Marruecos generó una fuerte resistencia entre la población que llegó a su punto álgido durante la semana trágica de Barcelona (1909), que supuso cientos de detenciones y el fusilamiento del pedagogo Ferrer Guardia en las laderas de Montjüic mientras los jóvenes reclutas caían tiroteados por los rifeños en el barranco del Lobo y en el monte Gurugú. La experiencia bélica fuera del territorio peninsular se saldaba, una vez más, con una carnicería que tan solo serviría para el relevo de puestos en la cúpula del estado y para el dolor de miles de familias que comenzaban a asistir a una tragedia de la que solamente habían contemplado el primer acto.

Semana trágica, 1909 (fot.: Josep Brangulí)

Semana trágica, 1909 (fot.: Josep Brangulí)

Cuando comenzó la Gran Guerra, el gobierno conservador de Eduardo Dato declaró la neutralidad española en el conflicto, lo que se tradujo en el aumento de las exportaciones de materias primas, productos agrícolas, carbón y manufacturas textiles, así como el desarrollo de sociedades navieras y financieras. La guerra, que siempre ha reportado grandes beneficios a quien ha sabido utilizarla, supuso durante cuatro años una importante fuente de ingresos para las arcas españolas y fue el origen de no pocas fortunas amasadas al calor de los obuses y al ritmo de los muertos, de modo que el final trajo consigo una profunda crisis económica que se prolongaría durante la década siguiente. Nuevamente, el armisticio y la paz resultaban perjudiciales para los intereses nacionales.
Y para entonces, un nuevo invento se había introducido en las ciudades para revolucionar fantasías y sacudir conciencias: el cine. Si el frente de batalla era hasta ese momento algo conocido por las crónicas periodísticas y el relato de los supervivientes, a partir de la primera guerra mundial se convirtió gracias a los primeros documentales cinematográficos en un paisaje reconocible por madres y esposas, que comenzaron a ver en la gran pantalla de qué modo los soldados caían acribillados y de qué forma morían quienes eran alcanzados por un obús. El cine cambiaría para siempre la percepción ciudadana de la guerra y el orgullo por el alabado heroísmo de las tropas se transformó en horror, pánico y desolación.
Ninguna de las batallas conocidas hasta ese momento tuvo tanto impacto como la de Annual, en la que unos 15.000 soldados españoles murieron ante las tropas del Rif dirigidas por Abd el-Krim. Aquel 22 de julio de 1921 quedaría grabado en nuestra historia como un fatídico ejemplo de cómo no se debe dirigir una guerra y de cómo el interés político puede permitir una carnicería sin que importen las vidas de miles de jóvenes completamente ajenos a lo que se dirime en los despachos.
El desastre de Annual no solo alimentó durante años el rencor y el rechazo a las aventuras coloniales, sino que creó también una deuda pendiente entre políticos y militares que no se resolvería hasta 1936. Y no solo porque se impidiera que el informe encargado al general Juan Picasso demostrara la responsabilidad de la corona y de altos mandos militares en una de las más crueles derrotas de las tropas españolas, sino porque el ejército consideró que, como el alemán en noviembre de 1918, él también había tenido su «puñalada por la espalda». A partir de entonces, términos como «honor», «patria» y «bandera» pasaron a ser sinónimos de manipulación, dolor y muerte.
La guerra del Rif, una lengua de tierra que se asoma a la cornisa mediterránea en el norte de África, alteró también el sistema constitucional establecido en 1876, pues en septiembre de 1923 el general Miguel Primo de Rivera se hizo con el poder con la complacencia de Alfonso XIII y el gobierno fue sustituido por un directorio militar. Una vez más, la guerra pasaba una elevada factura sin que la sociedad recibiera a cambio algo más que involución, olvido y represión.
Dos años después, con Primo de Rivera como jefe del Ejército de Operaciones en África y con el teniente coronel Francisco Franco al frente del Tercio de Marruecos, las tropas españolas desembarcaron en Alhucemas y tomaron Axdir como un ajuste de cuentas interno que no satisfizo a los militares africanistas ni a los políticos conservadores y liberales que habían aceptado la dictadura, pero que supuso la restauración del «honor» en las salas de banderas de los cuarteles españoles.
La proclamación de la segunda república en abril de 1931 y el exilio de Alfonso XIII lavaron parcialmente las viejas heridas y crearon la sensación de que el belicismo era un concepto anticuado que ya no tenía cabida en la nueva España republicana y laica, pero quienes así pensaron no tuvieron en cuenta que las palabras del militar prusiano Carl von Clausewitz seguían vigentes en las cabezas de muchos militares, políticos y empresarios españoles: «La guerra es la continuación de la política por otros medios».
Cinco años de legalidad republicana fueron suficientes para que los viejos guardianes de las esencias patrias originaran el mayor desastre en suelo español y determinaran el destino de generaciones enteras para las que la guerra civil de 1936-1939 fue símbolo de sufrimiento, hambre, sangre, prisión y exilio, padecidos a cambio de cuatro décadas de dictadura y represión que marcarían el futuro de nuestra sociedad.
Las causas de la guerra sobrepasan el límite de este recorrido, pero no hay duda de que la victoria del general Franco supuso de nuevo el enaltecimiento de la muerte en el campo de batalla como el mayor honor al que un ciudadano podía aspirar y la revalorización de conceptos que quedarían asociados a términos como «patriotismo», «lealtad» y «mando», un léxico castrense muy apropiado para quien desde el palacio de El Pardo gobernaba el país como si fuera un viejo cuartel de provincias.
Cuando en una sociedad los muertos y heridos se cuentan por centenares de miles como consecuencia de un enfrentamiento civil, la palabra «guerra» queda incrustada para siempre como el peor escenario posible en el que un país se puede encontrar sin que importen los motivos y razones que la originan ni el enemigo al que hay que derrotar. La guerra civil fue un episodio traumático cuyas secuelas aún vivimos, pero de nuevo la paz trajo dolorosas consecuencias que en algunos casos fueron más terribles que la contienda en sí.
La nueva España de los vencedores prolongó su ardor guerrero gracias a la guerra mundial que comenzó unos meses después de que Franco diera por terminado el conflicto y lo mantuvo a pesar de su declaración de «neutralidad» del 3 de septiembre de 1939, sustituida el 12 de junio siguiente por la de «no beligerancia».
El 23 de octubre de 1940, Franco y Serrano Suñer —ex ministro de Gobernación y ministro de Asuntos Exteriores desde la semana anterior— se entrevistaron en Hendaya con Hitler y Von Ribbentrop para negociar la entrada de España en la guerra mundial. El Führer no se limitó a exponer la alianza ideológica que los unía, sino las considerables deudas acumuladas por la fundamental ayuda que había prestado a Franco para una victoria que difícilmente hubiera logrado sin ella.

Franco y Hitler en Hendaya, octubre de 1940

Franco y Hitler en Hendaya, en octubre de 1940

Franco sabía que el ejército español era tras la contienda un amasijo sin medios ni formación y que su triunfo podía derrumbarse fácilmente si aceptaba embarcarse en una guerra de semejantes proporciones, así que sustituyó la excusa por la exigencia y pidió a Hitler todo el Marruecos francés y grandes cantidades de alimentos, gasolina y equipo militar.
Fue el momento en que Hitler consideró la posibilidad de provocar un golpe de estado que acabara con el general y facilitara la invasión de la península para el control total del Mediterráneo y el estrecho de Gibraltar, pero sus planes para Europa oriental y la dificultad logística de defender casi cinco mil kilómetros de costa peninsular, entre otras razones, le llevaron a renunciar a un plan que a España le hubiera supuesto la sustitución de un Caudillo por un Führer.
Pero el mismo día en que Hitler dio comienzo a la Operación Barbarroja para la invasión de la Unión Soviética, el 22 de junio de 1941, se iniciaba el reclutamiento de la División Española de Voluntarios o División Azul, que se constituirá como la 250.ª División de la Wehrmacht y que luchará durante los años siguientes en el frente ruso junto a los soldados alemanes.
Animados por el grito de ¡Rusia es culpable! y constituida por falangistas y no pocos republicanos que esperaban lavar así su expediente ante las nuevas autoridades franquistas, la División Azul estuvo dirigida por los generales Agustín Muñoz Grandes y Emilio Esteban-Infantes, quienes recibirían de Hitler la Cruz de Hierro por sus servicios en el sitio de Leningrado, la batalla de Voljov, la campaña del lago Ilmen y la batalla de Krasny Bor, entre otras acciones relevantes.
La prensa del régimen enalteció sin límite el heroísmo de los muchachos españoles en territorio bolchevique, pero cuando Franco supo que el general Von Paulus había caído en Stalingrado se apresuró a ordenar la repatriación de la División Azul tras haber sustituido a Serrano Suñer por Gómez Jordana en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
De los miles de voluntarios que estuvieron a las órdenes del ejército alemán, muchos no volvieron y permanecieron enterrados durante décadas bajo la nieve rusa, mientras que los que fueron apresados por las tropas soviéticas no pudieron regresar a España hasta 1954, tras la muerte de Stalin. Un triste balance que acabó pronto con la euforia desatada en los primeros años de guerra.
Sin embargo, la experiencia en la contienda mundial no se limitó a los divisionarios reclutados por el régimen, pues muchos republicanos que habían cruzado la frontera se sumaron a la resistencia francesa y otros se incorporaron a la novena unidad de la 2.ª División blindada del ejército francés, la llamada «División Leclerc». Fue la primera que entró en París en el día de su liberación, en agosto de 1944, y sobre sus tanques se podía distinguir a los soldados españoles que portaban la bandera republicana.

La División Leclerc en París, agosto de 1944

La División Leclerc en París, agosto de 1944

Para entonces, Franco ya había pasado de la «no beligerancia» a la «neutralidad vigilante» y se preparaba para lo peor: la victoria aliada que le dejaría aislado, cuando no amenazado, en medio de una Europa en ruinas.
En efecto, la paz alcanzada en mayo de 1945 tras el suicidio de Hitler y la caída de Berlín no solo dejó a Franco como el último reducto de la Europa de los dictadores, sino que aisló al país durante décadas, le privó de los beneficios que el plan Marshall repartió entre los antiguos contendientes y dejó que el dictador gobernara sin apoyos internacionales, pero también sin oposición. De nuevo la paz llegaba tarde para España.
Tres años de guerra civil y seis de guerra mundial dejaron en la sociedad española un poso ineludible de rechazo a cualquier motivo bélico que supusiera una nueva pérdida de vidas y el franquismo supo aprovecharlo para elevar el mérito de la «paz de Franco» y la deuda que por este motivo todos los españoles habían contraído con él, a pesar de que cientos de miles de personas estaban en el exilio o en la cárcel y de que las paredes de los cementerios repicaban todos los amaneceres las balas de los pelotones de fusilamiento.
Para Estados Unidos el general español era un aliado incómodo, pero en 1950 el aislamiento comenzó a mostrar sus primeras fisuras y la ONU abrió tímidamente sus puertas. La paz, que tanto miedo había causado en el palacio de El Pardo, se volvía ahora en su favor gracias a la vieja consigna de quien ya era su principal consejero, Luis Carrero Blanco: «Orden, unidad y aguantar».
Con la firma de los acuerdos bilaterales hispano-estadounidenses y la admisión de España en los organismos internacionales, en 1957 el dictador pudo recibir en Madrid al presidente de Estados Unidos, Dwight D. Eisenhower, quien realizó una corta visita protocolaria para poner fin a casi veinte años de soledad de un régimen que no solo no mostraba todavía signos de debilidad, sino que aún se permitía aventuras coloniales.
Unas semanas antes, las tropas marroquíes de Muhammad V habían ocupado el territorio de Ifni en el África Occidental Española. Durante los meses siguientes se produjeron ataques y escaramuzas entre tropas españolas, ayudadas por las francesas, y las marroquíes, hasta que a finales de febrero de 1958 pudo ser derrotado el denominado Ejército de Liberación Sahariano.
El conflicto del Sidi Ifni, presentado en el interior del régimen como una heroica campaña de las tropas españolas en territorio norteafricano tras las derrotas anteriores a la guerra civil, se mantuvo hasta que la ONU instó a su descolonización mediante una resolución de 1965, vertida en el acuerdo tripartito de Madrid de 1975 entre España, Marruecos y Mauritania. Fue la última guerra de Franco.
Con todo, el dictador y su corte no perdían ocasión de enaltecer el largo periodo de paz —si así puede llamarse— del que disfrutaba la sociedad española y en 1964 aprovechó el vigesimoquinto aniversario del final de la guerra para lanzar la campaña de los Veinticinco Años de Paz, un diabólico proyecto propagandístico orquestado por el ministro de Información y Turismo, Fraga Iribarne, que se aprovechaba del profundo temor a un nuevo enfrentamiento civil para exponer los grandes logros del régimen. La paz que en 1936 había quedado destrozada por el golpe de estado militar era ahora reivindicada precisamente por sus responsables.
El ejército español se mantuvo sin actividad bélica hasta poco antes de la agonía y muerte de Franco, cuando el rey Hassan II de Marruecos instó a su población a iniciar una marcha pacífica con el fin de ocupar los territorios del Sahara español. La «marcha verde» contó con el beneplácito de Estados Unidos y Francia y en pocas semanas logró su propósito sin haber realizado un solo disparo, pues el 14 de noviembre de 1975 se firmó en Madrid el acuerdo tripartito. Seis días después se producía la muerte de Franco.
Sin colonias que defender y huérfanas de quien hasta entonces había sido su «generalísimo», las tropas españolas iniciaron una larga travesía a través del nuevo sistema democrático que no estuvo exenta de grotescos incidentes, como el intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981, y discrepancias internas respecto a la Constitución de 1978 y el papel de la corona.
Paradójicamente, fueron los socialdemócratas españoles quienes avivaron el temor a la guerra durante la campaña del referéndum sobre la OTAN celebrado en marzo de 1986. El gobierno, que durante su permanencia en la oposición se había negado a la entrada de España en la Alianza Atlántica, se empleó a fondo en mentalizar a la sociedad de que sin ella no solo corríamos el peligro de ser invadidos, sino de ser devorados por nosotros mismos.

El entonces presidente del gobierno, Felipe González, supo utilizar hábilmente los recuerdos de la guerra civil todavía presentes en la población, el reciente intento de golpe de estado y el término que más le costaba explicar: paz. Y la paz atlántica se impuso frente a quienes dudaban seriamente sobre el mensaje socialdemócrata con el 52,5 % de los votos.
Sin ninguna duda, la campaña a favor de la permanencia en la OTAN —fundada en 1949 para «mantener a los estadounidenses dentro de Europa, a los rusos fuera y a los alemanes debajo»— fue la que más utilizó el miedo como factor estratégico y la que convenció a muchos españoles de que únicamente en compañía de otros podíamos estar a salvo y librarnos de la peor pesadilla que el país recordaba: la guerra.
Y la guerra llegó pocos años después, en enero de 1991, como consecuencia de la invasión de Kuwait por parte de las tropas iraquíes en agosto del año anterior. El ejército español participó en la guerra del Golfo como miembro de una coalición aprobada por la ONU, y dirigida por Estados Unidos, que puso a casi un millón de hombres frente a los batallones de Sadam Husein. Apenas fueron siete meses de combates que terminaron con la retirada del ejército iraquí y la imposición de sanciones económicas al régimen de Sadam, pero la sociedad española tuvo la sensación de que por fin tenía un ejército moderno capaz de batallar junto a ingleses y estadounidenses.
Fue el gran estreno internacional para el ejército español, una puesta de largo que apenas causó disensiones parlamentarias o sociales y que confirmó que tras la desaparición del bloque soviético únicamente Estados Unidos podía asumir el papel de gendarme mundial. Y como no hubo después tratado de paz ni reparto de botín de guerra como a lo largo de la historia había ocurrido, las tropas regresaron a casa con la marca de «socio occidental preferente». Solo había sido una guerra light, una guerra en prime time.
Sin embargo, Irak volvió al primer plano tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Esta vez no se trataba de un minúsculo pero millonario país en el golfo pérsico, sino del corazón político y financiero del mundo, por lo que la respuesta debía estar, por lo menos, a la altura de la agresión. Y así se lo propuso George W. Bush cuando ordenó la invasión de Afganistán en busca del responsable de la matanza neoyorquina: un argumento perfecto para ejecutar un plan diseñado anteriormente con el fin de reordenar el mapa petrolífero y poner a cada uno en su sitio en el viejo avispero mesopotámico.
Pero en esta ocasión nadie quiso sumarse a la embestida estadounidense en Irak sin el permiso de la ONU. ¿Nadie? No, porque quien era una figura importante en las relaciones internacionales, Tony Blair, y el inspector de Hacienda que presidía entonces el gobierno español, José María Aznar, se sumaron a la cruzada de Bush tras haberse hecho en las Azores la fotografía más bochornosa de la historia reciente. Un documento que muestra hasta qué punto los dirigentes políticos actuales siguen viviendo de las mismas perversiones bárbaras de sus antecesores y decidiendo en los despachos la vida de miles de inocentes que mueren sin saber por qué lo hacen.

Blair, Bush y Aznar en las Azores

Blair, Bush y Aznar en las Azores

De nada sirvieron las masivas manifestaciones que a principios de 2003 tuvieron lugar en toda España en contra de la participación en la guerra de los Bush, porque la pequeña coalición azorí ya tenía trazado su plan en busca de las hipotéticas armas de destrucción masiva que jamás aparecieron y el presidente del gobierno pensó que nunca tendría mejor ocasión para escalar hasta la gloria de los auténticos patriotas.
Irak fue invadido con la participación del ejército español y a finales de año Sadam Husein fue detenido y encarcelado. Pero unos meses después, el 11 de marzo de 2004, las consecuencias de la guerra golpearon directamente en la sociedad española con el peor atentado sufrido en la historia de Europa, la masacre de la madrileña estación de Atocha de la que nadie de los que aplaudieron la guerra en el Congreso de los Diputados ha confesado sentirse al menos mínimamente responsable.
Una vez más, la guerra y sus secuelas demostraban ser una funesta experiencia para un país que siempre ha jugado mal sus cartas en el exterior, que a lo largo de su historia ha salido perjudicado de todas las aventuras bélicas en las que ha participado y que siempre ha quedado dañado en los acuerdos de paz, incluso cuando estos se han producido después de guerras en las que no ha participado.
No se trata de que los españoles seamos un pueblo pacifista, ni de que aún estemos purgando los excesos cometidos en épocas lejanas. Y tampoco de que seamos el país occidental más comprometido con la paz y la armonía o el que no quiere dilapidar sus mermados recursos económicos en aventuras bélicas lejanas.


Se trata, en primer lugar, de que somos el único país europeo que no ha sido invadido en los últimos doscientos años y el único en el que no hay un solo ciudadano que haya visto en sus calles a soldados de una potencia invasora. En Inglaterra, Francia, Alemania o Italia quedan muchos miles de supervivientes de la segunda guerra mundial. En Praga y Budapest aún se recuerdan los tanques soviéticos en sus avenidas. En los países balcánicos todavía resuenan los tiros de la última guerra. En España nadie ha visto al último soldado extranjero en tiempos de guerra, aunque sí a soldados propios combatir contra su propia población durante la guerra civil.
Según el Centro de Investigaciones Sociológicas, el miedo a la guerra es tradicionalmente una preocupación residual entre los españoles, que no temen ser invadidos por una potencia agresora por la sencilla razón de que nadie lo ha hecho en los últimos doscientos años. El argumento histórico no avala que no pueda ocurrir, pero sí justifica la extendida sensación de que no corremos ese peligro, de que tenemos otros temores entre los que no se encuentra el de ser invadidos o conquistados y de que los asuntos bélicos pertenecen a otros países. Rechazamos las guerras porque pensamos que ninguna nos incumbe.
Sin embargo, el temor a un atentado de importancia similar al de 2004 en Madrid se refleja en una amplia mayoría de la población, que considera que la participación de España en una guerra tendría consecuencias como aquellas. Una herencia de Irak que tardará décadas en ser olvidada.
Y se trata, en segundo lugar, de que jamás en la historia hemos obtenido nada importante de una guerra o de un acuerdo de paz. Hemos visto cómo de todos los conflictos hemos salido con el territorio mermado, con involuciones políticas y sociales, con aislamientos y penalidades de diversa índole y, por último, con dolorosos atentados en respuesta a nuestra acción. Ninguna guerra nos ha beneficiado, ninguna paz nos ha mejorado.
De modo que una vez visto todo lo anterior, la pregunta que cabe hacerse no es si somos un país pacifista, sino si somos un país consciente de que las guerras las organizan naciones entre las que nada contamos y las concluyen estados entre los que nunca estamos para dictar acuerdos en los que nada importamos.
Y así la cosas, es evidente que preferimos pensar: la paz, ¡qué buen invento!


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