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La leyenda de Tarzán. ¿Y Chita qué dice de todo esto?

Por Emilio Calle , 22 julio, 2016

tarzan

Cíclicamente, algunos de los grandes mitos de la literatura vuelven a ser adaptados al cine, habiendo dado como fruto algunos míticos idilios, como las aventuras (vengan o no vengan de la obra de Doyle) de Sherlock Holmes, o Drácula o Frankenstein. Lo mismo sucede con Tarzán, el personaje creado por Edgar Rice Burroughs en 1912, que ya contó con dos adaptaciones cuando el cine aún era mudo. Cuando en los años 30 Johnny Weissmüller se hizo cargo del papel, su popularidad fue tal que llegó a rodar hasta doce películas sobre el rey de la jungla (algunas de ellas realmente buenas, aunque sobre todo, muy entretenidas). Cómics, radio, televisión… Incluso Disney no dudó en incluirlo en sus exclusivistas franquicias. Era lógico que dado el auge de grandes héroes con súper poderes (y cuando no habíamos terminado de salir de la selva en otra adaptación con personajes reales del libro de Kipling), no se tardase mucho en refundar el mito. El resultado se estrena ahora en nuestras pantallas.

Dirigida por David Yates (autor de cuatro de las películas sobre Harry Potter, y también adaptador de otro libro de J.K. Rowling que se estrenará a finales de año), «La leyenda de Tarzán» arranca desde un puto de partida más interesante de lo previsto. Porque aunque se contará su nacimiento (con breves y espaciados «flashbacks», muchos de ellos innecesarios), la película comienza con Tarzán ya reconvertido en lo que por nacimiento le correspondía, Lord Greystoke, un noble que (en apariencia) ha perdido su interés por la vida en la selva, de gesto abatido mientras bebe de forma amanerada una taza de té. No obstante, los desmanes que comenten los belgas en el Congo, una conspiración para que regrese urdida por un nativo vengativo, y una Jane muy decidida a meterse en problemas, hacen que cambie de idea, y vuelva al lugar donde creció para comprobar si los invasores extranjeros están convirtiendo en esclavos a la población local (aparte del interés en los diamantes). Pero tanta trama abierta termina por retrasar en demasía la aparición de Tarzán, esta vez no con taparrabos, pero sí con unos pantalones cortos que nos permiten reconocer a quien habíamos ido a ver (y hasta un par de gritos suelta, aunque sea a lo lejos). Y Yates cae en un surco de baches e indecisiones que impiden que la película sea tan entretenida como sus aristas dejan ver. Porque tan pronto abandona el tono serio y sereno con el que parecía querer afrontar su relato como la gran historia de aventuras que siempre fue, como se pasa de frenada en el ya tan visto festival de efectos especiales de «travellings» infinitos de liana en liana, u opta por no tomarse nada de esto muy en serio y buscar sencillamente que el espectador se sorprenda y disfrute de lo que está viendo. Eso provoca que, a la postre, ninguna de las fórmulas surta efecto, aunque, para variar, siempre nos dejan el consuelo final de que la secuela puede estar en marcha.

El director tampoco logra sacar partido a su caterva de estrellas. Alexander Skarsgård aporta un físico imponente, aunque decide interpretar a Tarzán con cierta languidez muy contagiosa, y un continuo bombardeo de primerísimos planos de sus ojos no aportan matiz alguno, por lo que su composición no alcanza protagonismo alguno. Margo Robbie sigue viviendo de los réditos de «El Lobo de Wall Street», pero ha demostrado tener mucho talento como para empezar a ser una secundaria de lujo. Y como villano, Christopz Waltz, que cada vez hace mejor de sí mismo, y en está película lo borda (es un tema a reflexionar como actores tan extraordinarios como él puedan verse abocados a estas series B de lujo). Y por supuesto, en lo que parece ya algo común a todas las películas, de repente aparece Samuel L. Jackson, y a él le corresponde ser el secundario divertido a la par que tirador excepcional, que lo mismo vale para un roto que para un descosido.

Lo bueno es que una película de Tarzán casi siempre divierte, hasta sin proponérselo. Y esta no es una excepción.

Lo malo es que no se lo hayan propuesto.


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