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La leyenda de la Dama de Noche

Por Redacción , 18 junio, 2014

(Cestrum nocturnum): Planta de la familia de las solanáceas. Dícese de un arbusto que debe su nombre a que sus flores se abren liberando un intenso aroma cuando acaba el día. Vulgarmente llamada Dama de Noche.

 

Por sexta vez volvió a dejar caer su pluma sobre el escritorio. Atestado de papeles garabateados con un sinfín de pequeñas inscripciones, aquel viejo escritorio de madera quedaba iluminado por una lámpara modelo oficina de tulipa verde botella. Su visión depauperaba por momentos, el sueño amenazaba con hacerle preso y las horas cada vez se hacían más largas y tortuosas. El resto de habitantes de la villa se encontraban descansando sumidos en un delicioso sueño que envidiaba demasiado. Cansado y consciente de la saturación que sufría su mente, decidió finalmente salir de su habitación para tomar algo de aire fresco. Sus ojos acudieron de nuevo a su muñeca para conocer el tiempo que le quedaba para concluir con su trabajo. No le daría tiempo de todos modos. Ya hacía tres años que trataba de licenciarse en Psicología, una ciencia que requería de largas horas de estudio y tediosos trabajos de investigación. El silencio sepulcral de la villa veraniega era solo acompañado por el cantar de los grillos nocturnos que deleitaban a sus oyentes con sonoros pero rítmicos soniquetes que iban intrínsecamente ligados al ambiente de la  Sierra y sus frescas noches. Sin pensarlo dos veces se arropó con una ligera chaqueta negra de tela y abandonó su monótono antro de reclusión. Cuidadosamente cerró la puerta de madera para no alertar a sus padres y hermanos, que de seguro le levantarían a la mañana siguiente para que continuara con su labor de estudio. Bajando las escaleras de piedra blanca se sintió liberado: «¡Qué fácil sería dejarse llevar y abandonar aquel tedioso informe sobre desarrollo cognitivo!». Suspiró con alivio. Pasó por el patio principal rodeando la piscina que ahora estaba cubierta durante la noche. El olor a buganvilla y a azahar le remitieron a la imagen de su madre que primorosamente se dedicaba al cuidado de aquellas plantas rosadas que desde su infancia habían crecido vigorosamente, se enredaban entre sí  sobre la blanca pared del gran patio de la residencia. El suave perfume de azahar le acompañó siempre durante las noches de verano desde antes de que pudiera recordar. Según su madre, la verdadera utilidad de la blanca flor era prevenir que se hiciera de su delgado cuerpo una diana perfecta para los poderosos mosquitos. Estos insectos casi parecían poseer habilidades sobrenaturales para picar a los durmientes, aunque las víctimas se tapasen hasta las mismísimas narices. Era durante el verano, cuando su familia acudía  a la Sierra a resguardarse del tórrido calor que azotaba la capital. Cuando el olor a azahar y a buganvilla inundaban sus fosas nasales trasportándole a su niñez, su niñez en la que recogía nísperos del huerto con su padre, cuando trataba de cazar ranas con una caña de azúcar e intentaba con todas sus fuerzas ahuyentar a los gatos que con mirada melosa se relamían los bigotes mientras su madre cocinaba sardinas a la brasa.

La cancela de hierro forjado se cerró sin ningún esfuerzo tras su paso, con un poco de maña repitió el movimiento que con sus colegas apañaba para evitar que sus padres oyeran que no se encontraba precisamente en la cama. Echó con esta maniobra el cerrojo de la cancela, lentamente, para que el chirrido del metal un poco oxidado no perturbara el silencio reinante. Ya se encontraba fuera, las lucecillas de las villas iluminaban los pasajes que las separaban y que iban en dirección a la Sierra. Como si de una plaga se tratase, las inmediaciones a la montaña se encontraban colmadas de pequeñas casitas familiares alineadas con su propio patio cada una y dos o más plantas para acoger a la familia al completo. A pesar de que se trataba de un atentado contra los ecosistemas naturales y frente a su padre siempre defendería esa idea a capa y espada, en el fondo cada año se alegraba de volver a Villa Dulce, el nombre con el que bautizaron sus padres al terreno que posteriormente se convertiría en una residencia con todo lujo de detalle. Recordaba sin esfuerzo cuando se resguardaban en una casita portátil a esperas de que pudieran construirse una casa más grande en aquel terreno que ahora constituía la residencia de verano familiar. Por aquel entonces tenía que dormir no solo con sus hermanos, sino con sus padres ya que la casita prefabricada solo tenía un dormitorio.

Del bolsillo de la camisa sacó un cajetín de tabaco. En un santiamén se encendió un cigarrillo y se lo llevó a los labios. Lentamente decidió andar cuesta arriba hasta que sus piernas le pidieran descanso, eso haría que la sangre volviera a sus entumecidos músculos después de pasar todo el día sentado frente a su infernal escritorio. La oscuridad de las callejas de la urbanización no le asustaban, había pasado su infancia relatando historias de miedo a los nuevos chicos que llegaban con sus familias, los dirigía sierra arriba y acababa muriendo de risa viendo sus caras de miedo cuando acudían pidiendo auxilio al no ser capaces de seguir avanzando en la oscuridad. A pesar de su valentía y arrojo en las pasadas excursiones, el siempre llevaba una pequeña linterna consigo, era valiente, pero sus extremidades siempre estaban llenas de cardenales y no quería volver a lucir sus blancas piernas cubiertas de hematomas tras una caída en la penumbra.

Dubitativo al principio, cuando llegó al límite de la urbanización y el desfile de coches caros aparcados en las puertas había terminado, decidió aventurarse y sumergirse en las profundidades del bosque. Llevaba años sin hacerlo y el cuerpo le pedía romper la rutina e investigar la montaña cuyas alturas se dibujaban durante el día azules en la lejanía. Los árboles del bosque en el que se estaba adentrando no eran particularmente altos, sino medianos y muy frondosos, de hoja oscura y de tronco grueso y retorcido. El sonido de los animales nocturnos, aves y pequeños mamíferos que correteaban por las inmediaciones no le alarmaron en absoluto. Tomó una rama fuerte que alguien había arrancado de uno de los árboles y usándola de apoyo prosiguió sus andanzas. Una vez abandonó aquel barrio de casitas era como si el aire se purificara, dándole muestra de lo viciado que era el ambiente que muchos bañándose en sus piscinas consideraban «aire puro».

El sonido del arroyuelo de las ranas evocó en él innumerables episodios de su infancia. Como un torrente poderoso acudieron a su mente imágenes de sus hermanos menores tratando de saltar al otro lado del arroyo, el limo verde que a veces lo cubría y las bromas que le gastaba a su hermana haciendo referencia a las mucosidades de la nariz y su similitud a la verde capa que cubría el agua. Una sonrisa se dibujó en su rostro. La travesía siguiendo aquella corriente de agua continuó sin percances, era una pena que no le acompañara la luz del sol para contemplar el brillo de las piedrecitas que dejaban pasar el curso del agua. Aunque de seguro durante el día no se respiraba la paz que en estos momentos estaba experimentando, grupos haciendo senderismo y algún que otro chaval con su ruidosa motocicleta le hubieran hecho imposible respirar un poco de quietud.

Su respiración entrecortada comenzó a alertarle de que había realizado una esfuerzo considerable, una mirada tras sus pasos y las luces de las villas de verano quedaban ya abajo, lejanas, se encontraba sumido en la oscuridad y sintió alivio. Sintió alivio al escapar de aquellas tortuosas notas y esquemas que habían quedado allí junto a las luces anti-mosquitos de Villa Dulce. El sudor recorrió un corto trayecto interrumpido por el dorso de su mano, desde su frente casi hasta llegar a sus labios. No le sentaría mal un baño, y sabía bien donde disfrutarlo. Su madre odiaba que lo hiciera, siempre le habló del peligro de las sanguijuelas, a pesar de ello él siempre hizo caso omiso de su advertencia y nunca encontró ninguno de esos bichos chupasangre.

Continuó su caminar montaña arriba, abriéndose paso entre las ramas de los árboles y los arbustos que escondían a veces zarzas que se quedaban adheridas a sus ropas. Recibir un par de arañazos no le sorprendía ni le disgustaba, cada ducha después de un día de campo siempre era seguida de un escozor propio de las heridas del buen montañés. Si no recordaba mal le quedaban pocos pasos para llegar a una pequeña laguna de aguas claras desde donde partía el arroyuelo que había seguido montaña arriba. Miró de nuevo su plateado reloj a la luz de la linterna de su padre. Había perdido por completo la noción del tiempo desde la última vez que acudió a su muñeca. Una breve sensación de culpabilidad le instaba a volver tras sus pasos y continuar con su labor como futuro psicólogo, si quería algún día disponer de tal título. Como nuevo acto de rebeldía concluyó en avanzar hasta la laguna, casi soñando con sus frescas aguas y la quietud que se respiraba en los alrededores. Su cuerpo sudoroso ya deseaba llegar a su destino y sumergir cada centímetro de su piel en el estanque natural que de seguro le cubriría hasta el pecho.

Tras un largo rato de caminata, la planicie donde se situaba la laguna se abría ante él.  El área se encontraba rodeada de acebuches y encinas cuyas ramas y hojarasca se entrelazaban formando una cortina natural de acceso al deseado lugar de esparcimiento. Ya cansado y sediento fue a abrirse paso entre los arbustos de hojas secas y puntiagudas, su agilidad había empeorado después de entrar en la universidad sin lugar a dudas. Escuchó el murmullo del agua. El plan se llevaba a cabo satisfactoriamente, excepto por un evento imprevisible, alguien ya se estaba bañando en las oscuras aguas de la laguna.

La laguna estaba increíblemente iluminada, como si poderosos farolillos estuvieran colocados sobre las fuertes ramas de los árboles de baja estatura. Eran pequeños puntos de luz móviles, debía de tratarse de luciérnagas, una cantidad ingente de luciérnagas que habían venido a alumbrar el baño del desconocido que movía las negras aguas. Sentía una extraña sensación en su interior, el corazón le latía más rápido y no a causa del camino, pues ahora se encontraba arrodillado tras el follaje vigilando a la persona o animal que había trastocado sus planes. Permaneció allí, agachado en cuclillas a la espera de conocer al desconocido. No tenía necesidad de hacerlo, no tenía necesidad de correr ningún peligro si de un criminal se tratase. Mas siguió esperando, la curiosidad devoraba sus adentros con afán, sus adentros presa de la monotonía y las letras escritas con su pluma negra con las cuales ya incluso soñaba durante sus cada vez más cortas horas de sueño.

Un suave aroma que no lograba identificar llegó a su pituitaria. Era un olor fresco y suave, un aroma que evocaba la mismísima frescura y belleza de lo salvaje, una fragancia que jamás había experimentado con anterioridad, ocupaba el ambiente haciéndolo prisionero, haciendo de aquel enclave su dominio. Aquella esencia le atormentó de tal modo que sigilosamente avanzó entre el boscoso entorno, poco a poco, midiendo cada milímetro de sus movimientos con temor a ser detectado por el extraño que continuaba moviendo las aguas con su nado. No alcanzaba a ver nada pues la vegetación cubría la figura que intentaba espiar. Solo podía divisar desde allí la cantidad de luciérnagas que se situaban sobre la laguna realizando una extraña danza que solo ellas podían comprender.

El sonido del fluir de las aguas junto con el nadar del desconocido se aproximaba peligrosamente a su ubicación. Apretó los dientes y con sumo cuidado se movilizó de nuevo, esta vez sí alcanzó a vislumbrar la misteriosa silueta. Apartando con cuidado los matojos que estorbaban su avance, la contempló por primera vez. No cabía duda de que aquel delicado e intenso perfume era despedido por aquella grácil joven que nadaba despreocupadamente de espaldas al muchacho. La tonalidad de su piel era difícil de describir con exactitud debido a la poca intensidad de la luz que los luminosos insectos proyectaban con sus cuerpos. Parecía algo azulada y pálida, debía de tratarse de la oscuridad junto con el reflejo de las aguas que provocaban aquella ilusión, aquel extraño efecto. Sus cabellos eran oscuros, ondulados y caían pegados a su espalda a causa de la humedad. Se encontraba sumergida hasta el pecho y su propia presencia aún no había conseguido alertar a la bañista.

Un descuido estúpido y el chasquido de una rama provocó que la muchacha volviera su rostro hasta el lugar de emisión del sonido. Le tomaría por un pervertido. La chica lejos de caer presa del pánico observó con sus dos ojos azules que resplandecían como zafiros al desconocido que permaneció escondido entre el follaje. Su piel lucía tersa y fina como la de un bebé. Sus cejas constituían un marco armonioso que delimitaba aquellos sobrenaturales ojos que ahora lo miraban de hito en hito. Con una media sonrisa casi parecía burlarse de él. Sus labios eran carnosos y rosados. La extraña danza de las luciérnagas parecía producirse alrededor de la muchacha, oscilaban lentamente en torno a ella como los planetas giran en torno al sol. Su inusual quietud le ponía nervioso. Agitando lentamente los brazos sobre las frescas aguas esperaba los siguientes movimientos del muchacho el cual creía que se le iba a salir el corazón por la boca.

-¿Q-q-quién eres?- el muchacho salió de entre el matorral decidido a dedicar una disculpa a la muchacha una vez conociera su nombre. Como hipnotizado por aquel mágico aroma anduvo hasta la  orilla de la laguna donde ella se encontraba. Sus pasos eran temblorosos, había  algo en su interior que le hacía sentirse irremediablemente atraído por aquella joven de tan exuberante naturaleza. Se sentía torpe y cómico delante de tan majestuosa figura de armoniosas proporciones. Sus ojos cobalto no parecían juzgarle, por el contrario, parecía divertirle que el muchacho hubiera entrado en escena.

La joven no abrió sus labios para continuar con la conversación. Tan solo dedicó a su nuevo admirador una limpia y blanca sonrisa. Tomando entre sus manos algo de agua de la laguna se la tendió al completo desconocido que nervioso estaba a punto de abandonar aquel lugar. De nuevo, irreparablemente atraído por aquellos ojos azules, se aproximó hasta la orilla y posó sus labios en el cuenco que formaban las manos de ella, bebió sediento de sus manos y después de ese momento perdió la consciencia de lo que hacía. Ese suave y delicioso aroma lo envolvió, la suavidad de su piel y el tacto de sus manos le erizaban el vello. Sintió una extraordinaria amalgama de colores, olores y texturas que nunca había experimentado antes, se encontraba completamente abstraído de la realidad.

Se levantó a la mañana siguiente acalorado, con las sábanas pegadas a su sudoroso cuerpo. Los recuerdos de la noche anterior se mezclaban en su memoria como producto de una ensoñación. Recordaba perfectamente su camino hacia la Sierra, sus andanzas hasta la laguna donde buscaba tomar un baño y refrescarse. Sin embargo, el recuerdo de esa intensa fragancia sin igual, el recuerdo de sus azules ojos y sus finos hombros le devolvían al mundo de los sueños. No recordaba como volvió, no recordaba casi nada de lo ocurrido  tras beber de las aguas de aquella laguna oscura y cristalina. Solo quedó en su recuerdo aquel olor, un aroma  que se había clavado en su memoria como una espina dolorosa, un aroma diferente y asombroso el cual necesitaba experimentar una vez más, como si de una droga adictiva se tratase. Atormentado, sentía como a cada minuto que transcurría la intensidad de aquella fragancia desaparecía poco a poco de su memoria.

El día transcurrió como de costumbre. Una comida agradable con su familia, un baño en la piscina y vuelta a los libros. Trató de concentrarse en sus escritos, en las fuentes bibliográficas que debía extraer, las bases de datos…Pero le era imposible. Mirando el reloj de su muñeca esperaba con ansia el momento en el que oscureciese para acudir de nuevo a la laguna y comprobar si las experiencias de la noche anterior se derivaban de algún trastorno de alucinación digno de estudiar. En incontables ocasiones sus hermanos se mofaron del estado de atolondramiento en el que permaneció sumido durante todo el día. Se esforzaba por recordar aquel aroma, pero a cada segundo que pasaba sentía que caía más en el olvido, quería sentirlo de nuevo y guardarlo para siempre consigo. El olor de las buganvillas del patio solo ayudaban a distorsionar aquel increíble recuerdo que amenazaba con desaparecer.

La espantosa temperatura diurna amainó y la fresca brisa nocturna comenzó a penetrar a través de su ventana. Sintió un extraño nerviosismo que le impedía mantener sus piernas bajo el escritorio. No era probable que aquella muchacha volviera a parecer en el mismo lugar de la pasada noche, pero debía comprobarlo con sus propios ojos. De nuevo con un fuerte impulso dejó caer su pluma negra sobre el desordenado escritorio, se levantó de la silla y fue al perchero a buscar su chaqueta de fina tela.

El tiempo que empleó en subir hacia la laguna correspondió a la mitad del invertido la noche anterior. Sus piernas subían rápidas y esquivaban aún más rápidas. Había olvidado por completo encenderse un cigarrillo, había olvidado la caja de cigarrillos en el cajón de su escritorio. Con la linterna alumbraba los posibles obstáculos que sorteaba con soltura y apresurado. Acababa de recordar que había dejado la cancela abierta, ya era tarde para volver. Algo temeroso por el ruido de su respiración aguardó tras los árboles a escuchar la señal que le indicaría de la presencia de la joven a la que esperaba ansiosamente. Las aguas se encontraban mansas, en completa quietud, estáticas. La oscuridad de la laguna echaba de menos la luminosidad de los insectos que la noche pasada brindaron visibilidad al entorno.

Ante la ausencia, se sentó junto al agua. Aquel aroma había desaparecido por completo de su memoria. Tras un largo rato, mirando su reloj reparó que había invertido demasiado tiempo en esperar a la extraña bañista. Con un claro sentimiento de derrota se levantó y cabizbajo emprendió su viaje de vuelta hacia Villa Dulce. Sus pasos resonaban en la tierra seca, el sueño se hizo presa de él y deseoso de reencontrarse con su almohada fue guiando sus pasos con la luz de su linterna. Después de todo, debía de sentirse afortunado por tener un encuentro así alguna vez en su vida.

El sonido del agua impidió que volviera sus espaldas definitivamente. Raudo volvió a su posición inicial, allí se encontraba ella. Nadaba elegante, dejando que el agua cubriera su cuerpo, dejando que sus cabellos mesaran la superficie del agua como una caricia. «¿De dónde había salido?». No había escuchado a nadie llegar desde las cercanías. Era como si ella hubiese emergido desde las profundidades del agua. Un ejército de luciérnagas enseguida acudió a rodear su bello rostro describiendo movimientos oscilatorios alrededor de donde ella se encontraba. Nadó hasta la orilla y a sabiendas de que el chico volvía a encontrarse allí miró atentamente a los matorrales que le ocultaban.

-¿Q-q-quién eres?- la voz de la muchacha era suave y parecía entonar una dulce canción con aquel tono de interrogación forzada, aprendida con el mismo tono con el que el muchacho formuló la pregunta la noche pasada. Por la alegre expresión de su rostro ella parecía pensar que se trataba de un saludo. El joven se situó a su lado, cerca de la orilla, le contestó su nombre y a juzgar por el rostro de extrañeza de la chica no parecía dominar el lenguaje y se mantuvo en silencio. Aquel asombroso perfume retornó a la laguna. Se sentía realizado, sentía que todo estaba bien y en su lugar. Tan solo deseaba perderse en aquel fresco y suave aroma que desprendía su presencia.

No fue la única noche que estuvo en su compañía. Desde entonces, cuando se escondía el sol por completo dando paso a su compañera plateada, ella le esperaba a sabiendas de que acudiría. Él no entendía el por qué de su desconocimiento del lenguaje, el por qué de su permanente emplazamiento en la laguna, sin embargo, cuando contemplaba sus azules ojos y sentía el tacto de su siempre húmeda piel, pensaba que para él era suficiente. Era una completa abstracción de la realidad, su válvula de escape, su paraíso terreno. Por el momento, no necesitaba nada más, solo a ella.

El tiempo pasó velozmente y la rutinaria vida del estudiante terminó en convertirse en la rutinaria vida de un psicólogo con todas las de la ley. Las horas frente a sus proyectos de investigación de la facultad se convirtieron en horas frente a proyectos de investigación propios, y a pesar de que le llovían los planes sociales siempre prefería trabajar hasta que la luz de la luna llegaba a su ventana. Había convertido a Villa Dulce en su residencia permanente a pesar de las mofas de sus hermanos que se burlaban de que gustaba de vivir con papá y mamá. A pesar de ello, para él no había un lugar mejor donde vivir. No concebía un lugar que estuviese alejado de su laguna. De su náyade. Con el pasar de los años y su aprendizaje vicario había comprendido que se trataba de una criatura perteneciente a ese estanque, su vida no era compatible con la que llevaban las personas de a pie. Su espíritu se encontraba ligado de alguna manera que desconocía a la laguna, y ahora el suyo se encontraba ligado al de ella sin remisión. Ella podía comunicarse con las criaturas del bosque, con el agua, con los árboles, sus ojos transmitían una extraña sabiduría ancestral. Él  podía sentir su presencia en el murmullo del arroyo y ver sus azules ojos reflejados en las cristalinas aguas de la laguna durante el día. Bajo el yugo de la fascinación que sentía por aquel ser escribió poemas y narraciones sobre su amada del agua, estudió incluso la posibilidad de que todo fuera producto de algún tipo de demencia que él padeciese, pero concluyó que si así fuera era feliz siendo un demente. Mantuvo su existencia siempre en secreto. Mantuvo en secreto sus visitas, sus caricias, sus abrazos, sus besos… atesorando en cada visita aquel salvaje aroma en su memoria.

El avance inmobiliario de la región amenazó con acabar con aquel remanso de paz. Una empresa constructora pretendía edificar más villas veraniegas en el lugar donde se encontraba emplazada la laguna. Altamente alarmado por la situación, acudió a las asociaciones en defensa del medio ambiente, dialogó con los responsables políticos del lugar y finalmente logró detener el avance inmobiliario. Era la única manera posible de protegerla. A ojos de su familia su comportamiento rozaba la manía ya que nunca se caracterizó por ser un ferviente ecologista. Era extraña la devoción que le dedicaba a aquel lugar. Los años transcurrieron, dirigió todas sus esfuerzos en comprar el terreno donde tenían lugar los encuentros con la náyade. No conoció mujer alguna, solo a ella. Circulaban rumores sobre sus inclinaciones. No parecía afectarle el hecho de tener descendencia y sus padres desistieron ilusionados con la llegada de sus nuevos nietos provenientes de otras ramas familiares.

Las canas comenzaron a ocupar gran parte de su cabello y las arrugas poblaban el lateral de sus ojos. Las visitas a su amada comenzaban a traducirse en monótonas conversaciones sobre el deseo de llevar una relación normal, de lo maravilloso que sería tener descendencia. El llanto de la náyade comenzaba a deprimirle, sus piernas que cada vez perdían más fuerza subían la tortuosa montaña a duras penas y cada vez le costaba más distinguir en la oscuridad la grácil figura de la muchacha que no parecía envejecer en absoluto. La muerte de sus padres le convirtieron en el heredero directo de Villa Dulce, ya que sus hermanos sabían de la importancia que representaba para él. Frustrado y mortificado por la gran diferencia que existía entre ellos, con lágrimas en los ojos advirtió a su amada del fin de aquel idilio. Llegaría el momento en el que él sería un viejo decrépito y ella seguiría siendo una hermosa joven, tan hermosa como la primera vez que la conoció. Incapaz de aceptar tal diferencia, no volvió a visitarla. Se recluyó en su escritorio y en sus estudios.

La provincia fue asolada por una temporada de terribles lluvias que mantenían a las gentes en sus casas temerosas de la inundación. Muchas personas estaban refugiadas en colegios y otros centros de ayuda humanitaria. Los riachuelos que provenían de la montaña se habían convertido en fuertes torrentes que arrastraban árboles a su paso. Los ríos de las proximidades se habían desbordado, jamás se había vivido un temporal de tal magnitud en el lugar. Él continuó encerrado en sus proyectos e investigaciones. Ya no recordaba su aroma, ese suave aroma que representaba la naturaleza en su máxima expresión. Consiguió renombre en su carrera, consiguió ser reconocido y reputado a pesar del temor al público que había desarrollado tras su reclusión. Sin embargo, aún la encontraba en sus sueños. Aún podía contemplar su blanca sonrisa en sus recuerdos, sus dedos largos y finos, su estilizada figura, sus cabellos siempre mojados…Incluso había noches en las que le parecía volver a identificar ese olor, ese suave olor que le volvió loco desde el primer momento en el que lo percibió.

La edad comenzaba a hacer mella en aquel erudito. La ausencia de la náyade se tradujo en un aumento en el consumo de cigarrillos de los que había sido aficionado desde su adolescencia. Los paquetes vacíos  y bolas de papel con escritos desechados se distribuían en abundancia por la villa que vivió tiempos mejores y que ahora denotaba un claro ambiente de decadencia y dejadez. Los vecinos lo apodaron «el ermitaño» pues de todos era sabido que seguía viviendo allí por la luz de su verde lámpara durante la noche, sin embargo, no entablaba conversación con nadie que no fuese él mismo. A veces se le escuchaba discutir acaloradamente con interlocutores imaginarios mientras dormía.

La dura temporada de humedades que vivían en la región propició que el estudioso desarrollara una enfermedad. Sin síntomas importantes, decidió permanecer en casa hasta que se encontrara mejor, no consideró necesaria asistencia médica. Las fuertes toses fueron seguidas de lacerantes dolores en el pecho. Siempre guardando cama, su actividad como erudito prácticamente cayó en el olvido. Esputos sanguinolentos y altas fiebres le alertaron de que no se trataba de un resfriado común. Asustado y temeroso por aquel mal que deterioraba su salud y ponía en peligro sus interminables estudios, concluyó por pedir ayuda.

Tras su visita a un médico local fue diagnosticado de una enfermedad incurable. Algo relacionado con sus pulmones, el médico afirmo que se trataba de un «carcinoma». Asustado asimiló enseguida de lo que se trataba, tenía conocimientos suficientes como para aceptar que le quedaban escasos meses de vida. Desorientado y dubitativo regresó a Villa Dulce. Notificó a sus hermanos del estado en el que se encontraba y no tardaron en acudir a su casa para acompañarle en aquel amargo viaje. No había tratamiento posible pues la enfermedad se encontraba demasiado avanzada. Su vida había trascurrido rápida y la idea de que había llegado a su fin le convirtió en un humano temeroso de la muerte como cualquier otra persona.

Su estado empeoró por meses. Las fiebres recurrentes acompañadas de un dolor que no le permitía dormir impedían que pudiera llevar una vida normal. Su actividad diaria se redujo a la que se podía hacer desde una cama. Al ver a sus sobrinos mayores se preguntó si algo de lo que hizo en su vida había tenido sentido. Si verdaderamente la había desperdiciado viviendo una ilusión imposible. Había olvidado por completo su olor. Ya casi no podía visualizar en su mente aquellos azules ojos brillantes. Su recuerdo acudió a él como un sablazo. «¿Seguiría en su laguna?».

El sonido de las llaves de la puerta principal le hicieron despertar de su sopor. El ladrido de un perro le advirtió de que seguramente se tratara de su sobrino menor, acudía cada fin de semana a echarle una mano con su aseo y como pago, al ser estudiante de psicología, él le clarificaba algunas ideas sobre el condicionamiento, materia que lo traía de cabeza y por la cual había traído a su perro para poner en práctica varios experimentos conductuales. El perro correteaba por la villa en búsqueda de los ratones que habían hecho de la casa su cuartel general. Cada mañana cuando trataba de ponerse en pie se sentía mareado. Deseaba caminar con normalidad, sin tener la sensación de llevar toneladas de peso en sus gemelos. Aquella noche había vuelto a soñar con ella. Se preguntaba si seguiría allí, si le reconocería, deseaba verla pero no quería ni imaginar su reacción al ver el rostro de un anciano enfermizo. Cada vez sentía con más fuerza que su tiempo estaba terminando y estaba seguro de que le gustaría verla de nuevo antes de marchar. Pero no podía hacerlo solo. Sus delgadas piernas no podrían subir la pendiente de la montaña y de seguro le faltaría el aire en cuanto comenzara a caminar.

Su sobrino se encontraba hojeando sus antiguos cuadernos. Creyendo al anciano dormido  se sobresaltó al escuchar la voz susurrante de su tío abuelo que le hacía una extraña petición.

-Si me ayudas, te los puedes quedar todos- la respiración le era cada vez más dificultosa. El mero intento de hablar desencadenaba una pesadilla para su intercambio gaseoso. Era consciente de que su sobrino deseaba sobremanera sus antiguos escritos. A pesar de que durante toda su vida atesoró sus estudios como oro en paño, en aquellos momentos eran otras motivaciones las que perseguía y no le importaba en absoluto que aquella joven mente heredara su trabajo.

El rostro de su sobrino se iluminó en el acto. Sentía una gran admiración por su tío al que consideraba una eminencia en su campo. Siempre le había animado a acudir a la universidad como profesor asociado pero el corazón de aquel anciano pertenecía a Villa Dulce, a la montaña, era como si no quisiese nunca separarse de ella.

-Lo que necesites, tío- el sobrino dedicó una sonrisa despreocupada al anciano que reposaba en la cama junto a sus libros. La curiosidad le devoraba por dentro, «¿De qué se trataba aquella extraña petición que ofrecía a cambio su trabajo de años y años de duermevela?».

-Necesito que me lleves a un sitio, podríamos usar la silla de ruedas- el anciano esbozó una sonrisa la cual fue correspondida. Sus labios estaban secos y algunas costras en las comisuras daban testigo de su deterioro.

-¿A dónde quieres ir tío?- aguardaba impaciente las órdenes de aquel anciano, quizá había comenzado a presentar un cuadro de demencia senil.

-Quisiera ir a la laguna, la que está en la  falda de la montaña, la laguna a la que te llevé a ti y a tus hermanos cuando erais aún unos críos que mudaban los dientes- el anciano carraspeó en lo que parecía un intento por reír que terminó con una tos fuerte y seca.

El joven cerró uno de los amarillentos cuadernos y se situó junto al anciano.

-Podría pasarte algo tío, y sería mi culpa…no puedo hacerlo, te encuentras muy débil- los ojos castaños del muchacho no escondían segundas intenciones, decía la verdad a pesar de que deseaba aquellos cuadernos los cuales miraba de reojo.

-Joven, no creo que un poco de aire fresco vaya a dañarme, no volveré a pedirte nada más, te lo prometo- jamás había visto una mirada tan melancólica en una persona. Sus ojos vidriosos imploraban su ayuda, estaba desesperado y trataba de incorporarse de la cama haciendo muestra de las pocas fuerzas que le quedaban. Iba a negarle ese deseo, le daba miedo que le ocurriera algo, sin embargo, su alma atormentada hizo que se apiadara de él, podría ser su último deseo y no podría perdonarse a sí mismo si no le ayudaba.

-Vale, pero si te encuentras mal volveremos a casa- el rostro del anciano cambio por completo, se iluminó, mirando a su muñeca se percató de que su reloj ya no estaba allí. Buscó entre las sábanas sin éxito.

-¿Buscabas esto?- Su sobrino señaló el plateado reloj cuyo cristal necesitaba claramente una limpieza urgente – Estaba en la mesita de noche. – El anciano se colocó el reloj no sin antes mirar que la tarde llegaba a su fin, una sonrisa casi pícara se dibujó en su rostro.

Con ayuda de su sobrino se vistió lo más elegante que pudo, entre risas ambos llegaron a la conclusión de que parecía que se preparaba para una cita. Emperifollado subió a la silla de ruedas y con sus fuertes brazos su sobrino comenzó a empujar colina arriba.

-Debemos  regresar antes de que oscurezca, me daré prisa- con fuerza empujó la silla de ruedas y algo cansado llegó al final de la urbanización cuando el sol todavía seguía ocultándose.

Como un niño travieso, escondía debajo de la chaqueta de tela que antaño llevaba menos holgada, la linterna de su padre.

-¿No es suficiente con quedarnos en este claro tío?- su sobrino estaba cansado de cargar con él colina arriba, algo suficientemente comprensible.

-Solo un poco más, hasta la laguna y no te pediré nunca nada más- el joven miró sudoroso a su tío abuelo pensando que esos caprichos eran sintomáticos de la edad.

Por fin llegaron  a la planicie donde escondida tras una selva de árboles se encontraba la protegida laguna. Con suerte volvería a sentir aquel aroma inundando sus sentidos, podría sentirla a ella y recordar aquellas noches de verano enseñándole algunas palabras.

-Está anocheciendo, tío- su sobrino comenzaba a impacientarse, no entendía que finalidad perseguía aquel anciano aguardando tras unos matorrales.

-Tranquilo, solo quiero contemplar la luna una vez más- el anciano cerró los ojos e inspiró, inspiró pero aquella fragancia no volvía.

-Podemos matarnos colina abajo, permíteme que te ayude a bajar- su sobrino cogió los mangos de la silla de ruedas y se dispuso a movilizar al anciano que comenzó a proferir gritos a diestro y siniestro.

-¡Déjame! ¡No sé cuánto me queda de vida! ¡Déjame ver el anochecer en paz!- amargas lágrimas corrieron por sus mejillas, el comportamiento hostil del anciano provocó en el joven el mismo mecanismo que el chantaje emocional, derrotado accedió a permanecer en aquella laguna, se cruzó de brazos resignado.

La oscuridad tiñó la cristalina laguna de negro y los grillos comenzaron con su tonadilla. Las aguas permanecían en calma y no había rastro de su náyade. Cabizbajo miró de nuevo su plateado reloj, no acudía a la cita. Pero qué podía él reprochar, la abandonó años atrás sin importarle lo más mínimo. Trató de buscar en sus estudios lo que no encontraría jamás y ahora que se había reencontrado con lo que verdaderamente daba sentido a su vida, se había esfumado.

-Vamos tío, empieza a hacer fresco, será un descenso lento y peligroso. No demoremos más- pasaba la media noche y finalmente el anciano accedió a obedecer al pobre joven al cual le tocaba cargar con él colina abajo. Se había ganado sus cuadernos a pesar de todo. No podía terminar de creer que aquella historia hubiera acabado así, «¿Qué había sido de ella?» «¿Seguiría viva?». Con nostalgia contempló de nuevo la oscura laguna y volvió su cabeza derrotado, dejándose llevar por aquella silla de ruedas que ahora se había convertido en sus piernas.

Bajaron la pendiente que les conducía de nuevo a la urbanización, despacio, entre bache y bache la silla de ruedas brincaba y las ruedas amenazaban con salirse de su lugar. El sonido metálico se mezclaba con las bocanadas de aire que tomaba el joven que a cada minuto trataba de evitar que su tío abuelo rodara por la pendiente. Solo era necesario mirarlo de reojo para comprobar que misteriosamente había perdido todo interés en ninguna conversación, generalmente siempre parloteaban sobre pensadores y escuelas de psicología, aquella noche sus ojeras rodeaban sus ojos como marcando las cuencas de su calavera. Sus ojos castaño oscuro habían perdido su brillo, sus manos usualmente acomodadas  sobre su vientre lucían laxas, casi caían desde los posabrazos del vehículo. Las arrugas y manchas de la edad que surcaban su rostro parecían haberse acentuado, su mandíbula caía desganada como la de un muñeco de trapo.

Tras lo que para el joven fue una vuelta llena de tensión y fatigas, llegaron a Villa Dulce, sanos y salvos. La quietud de la residencia solo era alterada por los ladridos del perro que inquieto meneaba su cola recibiendo a sus dueños.

-¿Quieres que te ayude con el pijama?- el joven, tratando de retirar las gotas de sudor que bañaban su rostro con el dorso de la mano, se situó frente al anciano cuya mente parecía haber emigrado a otro lugar. No obtuvo ninguna respuesta.

La noche se convirtió en día, y el día volvió a convertirse en noche. El peso de su cuerpo ya moldeaba el colchón, sus facciones hundidas parecían derramarse como un fluido espeso sobre las blancas sábanas. Sus piernas y brazos siempre habían sido delgados, sin embargo, ahora solo poseía una fina capa de piel que como una media elástica cubría los huesos de su anatomía. Sin apetito, su sobrino comenzó a alimentarle. Sin movilidad, su sobrino le vestía, le cambiaba y aseaba cada día. Con lágrimas en los ojos su familia comenzaba a aceptar que su alma ya había comenzado a viajar hacia otro mundo, se había rendido. Una enfermera proveniente de un centro de salud cercano acudió en ayuda de la familia, le proporcionó sedación dados los espasmos de dolor que recorrían su cuerpo. Respiraba a bocanadas, como respira un pez moribundo dentro de una pecera. Se le conectó un monitor, cada segundo sonaba un pitido que en el silencio de su dormitorio parecía el martillo de un juicio que aún quedaba por celebrarse. Dibujados en la pantalla y al ritmo del pitido intermitente aparecían las verdes líneas que representaban ya su débil y ausente pulso.

La cancioncilla de los grillos acompañaba la fresca noche veraniega. Las lucecillas de las villas brillaban, las voces de los vecinos resonaban e incluso el sonido de algún que otro chapuzón tardío en la piscina. Los ecos de las risas de los hijos de uno de sus sobrinos inundaban de nuevo aquel frío patio de calidez.

-¡Mamá! ¡¿Has visto lo grande que es aquella planta que trepa por la ventana?!- la chiquilla rondaba los siete años de edad, con entusiasmo señalaba con uno de sus deditos hacia la pared donde se encontraba la ventana del tío abuelo. La madre de la criatura, que cruzada de brazos esperaba a que su marido terminara de visitar a su pariente, observó la larga enredadera frondosa que como una cuerda parecía llegar hasta la habitación. Alumbrada por una lamparita que iluminaba el porche, presentaba racimos de pequeñas florecillas que parecían campanitas estrelladas de color blanco.

-¡Mamá! ¡Mamá! ¡Te prometo que esas florecillas estaban cerradas cuando estábamos bañándonos en la piscina!- la chica incrédula acudió hasta donde se encontraba la vigorosa planta de grandes hojas verdes y brillantes.

-Este olor, es diferente…- la mujer se acercó a las pequeñas florecillas, un escalofrío recorrió su cuerpo – ¡Es increíble cariño!¡Qué bien huele!- la mujer acarició los rubios cabellos rizados de su hija. Madre e hija se sentaron en aquel porche y se dejaron llevar, disfrutando de aquel aroma salvaje, un aroma que provenía de la mismísima naturaleza.

Los pitidos del monitor mantenían despiertos a los familiares congregados alrededor de un cuerpo casi inerte que muy de vez en cuando abría los ojos. El joven sobrino del anciano que se encontraba apoyado en el alféizar de la ventana respiró profundamente, sus pupilas se dilataron y dejó que la fresca brisa de la noche acariciara su rostro, aquella brisa arrastraba con ella un suave olor, un agradable olor fresco e hipnotizador.

La árida boca del anciano comenzó a balbucear palabras inteligibles. Apretó sus ojos cerrados y una tímida lágrima cayó recorriendo sus huesudas mejillas. Extendiendo su brazo derecho casi parecía emular el gesto de mirar su viejo reloj. Su sobrino corrió a la mesilla a colocarle el plateado reloj alrededor de la huesuda muñeca en la cual se dibujaban finas venas purpúreas. Como tratando de incorporarse, su mano trataba de alcanzar la ventana, pero no la alcanzó. Un espasmo súbito desencadenó una última bocanada de aire, un espasmo súbito detuvo el monótono pitido intermitente. Un nuevo pitido mantenido anunciaba el declive final de aquel anciano que yacía en su cama, aquel anciano cuyos secos labios ahora dibujaban una sonrisa.

 

«Allí en el final donde todos llegan

yo te dibujé una sonrisa.

Inocente, brillante y tierna,

como la fresca liviana brisa.

Sin saberlo tú me esperabas

entre las aguas de la laguna eterna,

las aguas que envolvían

tu delicado cuerpo de sirena.

Cuando tímidamente me besaste

como atado a mis entrañas sentí

ese aroma que es tu alma

ese aroma que vive en ti

¡Oh Dama de Noche dame!

 de tu flor tu tierna fragancia

la cual solo se conoce

cuando del día se pierde constancia.»

 

 

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