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La ira de Bernini se apodera de Madrid

Por Mario S. Arsenal , 7 noviembre, 2014
Las Ánimas de Bernini / Museo del Prado ©

Las Ánimas de Bernini / Museo del Prado ©

Ocasiones como esta no hay muchas en la vida. Con Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) no sólo llega a Madrid la primera exposición individual del artista, sino también el momento justo de paladear y admirar la obra de uno de los más grandes protagonistas de la historia del arte occidental. Aunque no termina aquí. Bernini también disfrutó del eco de una intensa relación con nuestro país. No nos olvidemos de que antaño, con todos sus peros, España fue un país rico y poderoso, también culturalmente. Todo el mundo quería venir y venía, y estos se nutrían de ella y nosotros de ellos. Hoy, sin embargo, que todos queremos irnos y sólo algunos nos vamos, por suerte y desgracia, no nos parecemos a ese antiguo país, acaso a la caricatura del fantasma que somos y no fuimos.

Delfín Rodríguez, Miguel Zugaza y Gabriele Finaldi presentan Las Ánimas de Bernini / Mario S. Arsenal

Rueda de prensa: Delfín Rodríguez, Miguel Zugaza y Gabriele Finaldi / Mario S. Arsenal ©

Vayamos al grano. La exposición estudia las relaciones del artista con España a través del complejo y aventurado aparato de la monarquía hispánica, un relato de sobra conocido por los que nos dedicamos a ello aunque, es cierto, nunca tratado, y mucho menos expuesto, en una dimensión semejante. Es una página escueta de la Historia del Arte pero llena de notas interesantes. El Museo del Prado decidió recoger el proyecto que hace tres años ideó Delfín Rodríguez, casi al mismo tiempo que el Museo Thyssen llevaba a cabo Arquitecturas Pintadas del Renacimiento al siglo XVIII, muestra que él mismo comisariaba junto a Mar Borobia. De hecho, es de recibo señalar que el director Miguel Zugaza agradeció públicamente a Guillermo Solana el hecho de haber cedido amablemente un proyecto que tal vez se gestó en las paredes del Thyssen y por el que luego el Prado apostó gracias, también, a la proximidad de Delfín.

Delfín Rodríguez presenta la exposición / Mario S. Arsenal ©

Delfín Rodríguez presenta la exposición / Mario S. Arsenal ©

Bernini. Roma y la Monarquía Hispánica es, como he dicho más arriba, la primera monográfica del maestro italiano en España. Eso sí, la palabra «monográfica» debe entenderse en su justa medida, pues por tal adjetivo cabría esperar una exposición más ambiciosa, y esta no lo es, no al menos como nosotros la concebiríamos, aunque es singular por otras razones. Empezando por la rueda de prensa, donde se dio buena cuenta del cierto halo de misterio en que está envuelta, enigmas sin desvelar e «intrigas palaciegas», tal y como dijo el propio Zugaza. Lo verdaderamente inocultable fue la indiscreta ausencia de fondos provenientes de Patrimonio Nacional que, hablando con seriedad, parecen ser la misma cosa. Una sombra nacida de una disputa histórica que teóricamente parecía haber quedado zanjada en papel, pero que finalmente se ha alargado sobre las paredes de la pinacoteca. Esperemos que la codicia de los intereses privados (promoción, exhibición, conservación y beneficios de entrada) no empañe estrepitosamente el valor prioritario y sociocultural del arte. Dicho esto, metámonos en materia.

Delfín Rodríguez / Museo del Prado ©

Delfín Rodríguez / Museo del Prado ©

Apuesto a que la Sala C de la ampliación de Jerónimos está pasando por lo mismo por lo que pasa todos los días, a pocos metros de distancia, el Pablito de Valladolid de Velázquez: que espacialmente hablando no se puede sacar tanto de tan poco. Las paredes, de un rojo intenso, cárdeno, enmarcan un teatro que es la exposición. Y los protagonistas, un busto y dos cabezas, son tres piezas de mármol de Carrara. Son las obras estrella, tanto, que el Alma Beata y el Alma Condenada -manía de los medios que italianizamos sistemáticamente por postura o ignorancia- hablan por sí solas después de 400 años. Ambas son piezas primerizas, un auténtico prodigio técnico y mental para admirar con el debido sosiego. Concebidas como la reacción, una por un lado, de la unión mística del alma con Dios (beata) y, otra por otro, de la llegada a las puertas de una versión cruenta y pavorosa del Infierno (condenada), estas pequeñas obras son el auténtico leit motiv de la muestra y las que se piensa -no se sabe con certeza- que pudieran ser el primer encargo privado de Pedro de Foix Montoya (1559-1630), prelado hispalense de gran poder, afincado en Roma y en estrecho contacto con la cerchia Barberini. El azar, la historia o las casualidades son caprichosas, pero no siempre. Lo que en inicio parecía tener que vincularse al túmulo funerario de Monseñor en la Ciudad Eterna, al final terminó en la Embajada de España ante la Santa Sede, donde sendas tallas se exponen en una sala de juntas con muchísimo celo: apenas han salido de allí y el acceso, como pueden imaginar, está fuertemente restringido.

Las dos Almas de Bernini / Mario S. Arsenal ©

Las dos Almas de Bernini y su autorretrato al fondo / Mario S. Arsenal ©

Continúa, o incluso da comienzo, según el orden que queramos, el busto soberbio del cardenal Scipione Borghese, rotundo, pétreo, pero a la vez suave, pulido con satén, como tejido en mármol, cuya pericia y maestría todavía hoy, a una distancia respecto de sus almas vecinas de casi tres lustros, siguen siendo casi insuperables. La leyenda es múltiple pero bien conocida; la recoge en 1713 el hijo Domenico Bernini, quien a su vez tomó prestada la de Baldinucci (1682), ésta más árida y verosímil, para continuarla aquel a su modo: cuando Bernini dio por terminado el busto, el cardenal lo vio y le gustó tanto que tuvo a bien invitarle a Villa Borghese para que su tío, entonces papa Pablo V, también lo viera. El cardenal, según pompa y boato, quedó satisfecho y agradecido. Pero al poco tiempo, de la superficie de la piedra brotó un pelo, una fina grieta que amenazaba con resquebrajar el mármol desde la frente. Entonces Bernini, desconcertado enemigo ante tal imperfección, talló una réplica que logró terminar tan sólo (siempre según su hijo) en «tres días», justo a tiempo para reemplazarla. Sin embargo al día siguiente, Scipione Borghese, que era hombre atento y observador, volvió a verla y sin mucha dificultad logró percatarse del ardid tramado por Bernini. Pues bien, ambas obras se conservan y la Galería Borghese (propietaria de las dos) ha prestado, en un alarde de generosidad, la segunda versión. Más adelante volveremos sobre esta historia pero ahora debemos retomar la nuestra: si la forma de las Almas supuso un revulsivo en la tipología figurativa de la escultura, el formato de busto no lo fue tanto. En el arte nada surge estrictamente ex nihilo, pero este caso muestra un síntoma de la sagacidad que Bernini adoptó frente al legado que le precedía. No podríamos ignorar la obra de Francesco Mochi (1580-1654), el también precoz Giuliano Finelli (1602-1653) o, el más importante de todos, Alessandro Algardi (1595-1654). A la sazón todos ellos, aún con sus torpezas y rudeces si los comparamos con esta apisonadora artística que fue Bernini -trasunto de enfant terrible-, fueron los primeros codificadores del retrato de busto romano en pleno siglo XVII. Basta cotejar algunos ejemplos para avistar la rebosante genialidad de este muchacho en la flor de la vida (de apenas 35 años cuando esculpió el busto del cardenal) y comprender aquella «invención pronta y feliz» de la que hablaba Giulio Carlo Argan para referirse a él.

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Caras conocidas frente al Scipione Borghese / Museo del Prado ©

Caras conocidas frente al Scipione Borghese / Museo del Prado ©

Conato de artista total, prefigurador dramatúrgico o inventor de la Roma barroca, la existencia de Bernini es el ejemplo perfecto del artífice tocado por un don, una maestría y una habilidad sobrenaturales. Es aquí donde volvemos sobre la hagiografía de su hijo. Según cuenta éste en el acontecimiento del busto de Scipione, Pablo V se dirigió a Maffeo Barberini (futuro papa Urbano VIII) para decirle que aquel muchacho estaba llamado a ser el «Michel’ Angelo del suo tempo». Y es que posteriormente, pero también en su tiempo, temprano como vemos, Bernini ha venido siendo considerado endémicamente como el Miguel Ángel del siglo XVII, aunque puntualizaré que -y disculpen que tome partido- nunca llegó a su hondura. El motivo es sencillo y complejo a la vez. Sintetizo: mientras el Buonarroti literalmente se desgarró en cuerpo y alma entre sueños lógicamente inalcanzables para un hombre, surcados estos por apariciones demoníacas o figuras monstruosas, recordemos los dibujos preparatorios para el Juicio Final o la Capilla Paolina (seres henchidos de horror y tenebrismo), pero también en su obra primeriza, en el espinazo de la Sixtina, es decir, mientras esto fue así en Miguel Ángel, como digo, el cavalier Bernini danzaba a sus anchas con querubines prepúber, sonrientes y mullidos, por los confines del Paraíso. Así que, como el concepto de fama y gloria contemporáneas daría para una vida entera, mejor dejemos a un lado la cuestión para otro momento o tal vez para un libro. Quién sabe.

Retrato del cardenal Scipione Borghese, detalle, 1632 / Mario S. Arsenal ©

Retrato del cardenal Scipione Borghese, detalle, 1632 / Mario S. Arsenal ©

Ahora hablemos de la ira. El ascenso de Inocencio X Pamphili acabó ya no sólo con dos décadas de primacía Barberini sino con la preponderancia y sobrepresencia de Bernini en la Curia Vaticana y en Roma misma, donde lo acaparó todo de manera tan voraz, febril e insaciable que se convirtió -por decirlo como lo hubiera dicho Goethe- en centro artístico del universo romano durante más de veinte años. Casi nada. Ahora, como no hay mal que por bien no venga, después le llegó el turno a Velázquez y el consiguiente protectorado Pamphili (breve pero luminoso), de cuya época han traído a la exposición el retrato a lápiz que el pintor sevillano hizo del Cardenal Borja conservado en la Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Filippo Baldinucci, Vita del cavaliere Gio. Lorenzo Bernino, scultore, architetto e pittore, imprenta de Vincenzo Vangelisti, Florencia, 1682 / Museo del Prado ©

Filippo Baldinucci, Vita del cavaliere Gio. Lorenzo Bernino, scultore, architetto e pittore, imprenta de Vincenzo Vangelisti, Florencia, 1682 / Museo del Prado ©

Después de entrar en contexto con ese tremendo óleo del Exterior de San Pedro del Vaticano de Codazzi, pasamos al dilema del campanario de la basílica, envés y revés en la vida y obra de Bernini. Éste había proyectado en 1637 dos torres campanario que con el tiempo -Carlo Maderno ya había hecho notar las dificultades de cimentación- se agrietaron, lo que precipitó el desmontaje definitivo en 1646. Se le acusó de incompetencia y la maledicencia se apoderó de Roma con el único objetivo de aniquilarle. Bernini entonces se retiró. Pero nos ha quedado un testimonio de incalculable valor sobre el sentir del artista. El dibujo de la Verdad desvelada por el Tiempo, conservado en el Prado, muestra cómo reaccionó ante la adversidad creando un dibujo en el que el Tiempo, hombre alado y poderoso, como de barro, levanta el velo de una figura dormida, la Verdad, que está desnuda, sin ornamento, nacida y yacente sobre la tierra, donde apoya su pie izquierdo desprovista de todo artificio. No es otra cosa que la ira apaciguada del genio que confía en las virtudes del arte para templar sus dificultades. Eran otros tiempos. O no.

La Verdad desvelada por el Tiempo (aquí atribuido), ca. 1646-47 / Mario S. Arsenal ©

La Verdad desvelada por el Tiempo (aquí atribuido), ca. 1646-47 / Mario S. Arsenal ©

Todo lo demás es un largo trayecto en el tiempo (y no tanto en la vida) del artista. Se ha puesto énfasis en los bocetos de algunas partes de la Capilla Cornaro de Santa María de la Victoria; en su famoso Éxtasis de santa Teresa, para el cual han conseguido el boceto en terracota -fantástico- del Hermitage de San Petersburgo; en piezas menores como el modelo en bronce del león de la Fuente de los Cuatro Ríos que, gracias a la gentileza de los propietarios, tal es el caso de Dario del Bufalo, podemos admirar en la muestra. También, siempre del Hermitage, otra terracota de la estatua ecuestre del Constantino de la Escala Regia vaticana, que conecta directamente la etapa francesa de glorificación al servicio de Luis XIV, cuya ambición fue la de perpetuar su biografía a través de plumas como, por ejemplo, la más valiosa de todas ellas, la de Chantelou (1609-1694), que entre junio y octubre de 1665 redacta un diario de estancia en el que recoge todo tipo de anécdotas, frases, ironías y desaires del gran maestro, que a la vez, entre la monarquía francesa, es capaz de sentirse como un hombre divinizado en vida. Bernini ha conquistado la gloria.

Boceto en terracota para el Éxtasis de Santa Teresa, ca. 1647 / Museo del Prado ©

Boceto en terracota para el Éxtasis de Santa Teresa, ca. 1647 / Museo del Prado ©

Por último, a nivel general, decir que la exposición me parece magnífica. Creo que la combinación entre el enigma espacial de la primera sala en la que se congregan esas tres maravillas indescriptibles y la optimización de recursos -que no son pocos, pero sí acotados-, es el signo señero de esta muestra. Es posible, como dicen las voces más optimistas, que se haya conseguido abrir un filón en la obra de Bernini. Porque las exposiciones no sólo sirven para enseñar, sino también para conservar, y, ya lo sabemos, conservar es revisar, y también estudiar. Gracias al catálogo, por ejemplo, se han desatado algunos interrogantes nuevos bajo ópticas bien distintas. La primera, la de Delfín Rodríguez al repasar la obra de este artista que si no fue total, poco le faltó; y la de Marcello Fagiolo (véase su capítulo fundamental y sugerentísimo dentro del catálogo: «La España secreta de Bernini: debate político, fiestas y apoteosis»), que aborda cuestiones hasta ahora impensables. A título personal he de confesar que la elección de Delfín Rodríguez para llevar a cabo este proyecto, aún sabiendo que es la persona adecuada -yo también tuve la suerte de ser alumno suyo- no deja de sorprenderme que, de tan seguidor y amante de Borromini -auténtico príncipe de las tinieblas de la arquitectura y de Roma en el siglo XVII- haya sido capaz de salir tan airoso al ocuparse de una figura tan solar, tan alegre, tan jovial. En este sentido, recuerdo muchos lugares de Italia por los que he pasado donde antaño los soldados de guerra testimoniaban su presencia en las paredes de palacios e iglesias como muestra de orgullo y prestigio. La calidad de este acto vandálico deliberado era un índice que siempre se medía en base al lugar o monumento escogidos. Pues bien, para resumirlo rápido, y también para conseguir la clemencia del lector que ha llegado hasta aquí soportando esta homilía franca y sincera mía, decir que, si de traicionar amores y vanidades se trata, yo, en vez de poner mi nombre en las paredes de algún templo dedicado a la sabiduría, lo que haría es entrar en la Sala C del Museo del Prado y firmar: «Bernini estuvo aquí».

 

Mario S. Arsenal

Twitter: @Mario_Colleoni

www.arsenaldeletras.com


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