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La grandeza y el fin de la Historia.

Por Carlos Almira , 27 junio, 2014

Supongamos por un momento que estamos viviendo un cambio histórico, mundial. El fin de la era industrial, iniciada con la máquina de vapor. Nunca antes en la historia, se había concentrado tanto poder y tanta riqueza en tan pocas manos. Nunca se desencadenaron guerras ni revoluciones tan violentas y destructivas. Tampoco se alcanzaron tantos logros técnicos, W. Churchillcientíficos, y acaso incluso humanos, como en estos tres últimos siglos. Si esto es así, ¿cómo se explica que los poderosos estén perdiendo el control del curso de la historia, de un mundo tan sólidamente anclado, construido, cimentado como nunca antes lo había estado ninguna civilización del pasado?
Pensemos en el caso de España: un rey que, hasta hace poco, era una figura intachable, popular, abdica días antes de que una de sus hijas y su yerno sean imputados por delitos económicos; un ex vicepresidente del Gobierno se despide de sus cargos, como Secretario General y diputado, tras haberlo sido casi todo en la política española desde la Transición; una ex ministra hace lo propio de su sillón en un banco Europeo, tras aparecer imputada, también por delitos económicos. Y tantos otros. Todos ellos gentes próximas al poder, como en su día lo fueron los miembros de la clase senatorial romana, o los reyezuelos feudales, se van, no por propia voluntad sino por la fuerza de las circunstancias. Las circunstancias que ellos mismos impulsaron en su beneficio, aunque lo mismo daría si lo hubiesen hecho por las causas y los principios más nobles, han acabado con ellos. Luego, la realidad que el poder constituye es más fuerte que sus propios constructores. Es más fuerte porque está viva. Tal es la Historia.
La historia que iba a enterrar a la aristocracia y luego a la burguesía; la misma historia que nos dijeron, tras la caída del Muro (el de Berlín), que había acabado, resulta que está más viva que nunca; plena de contradicciones, lista para enterrar todas o casi todas las instituciones salidas de la Primera Revolución Industrial, y más recientemente del fin de la Segunda Guerra Mundial. Quienes ahora ascienden al compás del desmoronamiento no deben olvidar que también ellos están cavando ya su propia fosa, que todo éxito humano lo es de sepulturero, que acaso lo importante es la grandeza con que se administra el fracaso, inevitable a la larga.
Nuestro ex Rey podía haber impulsado de verdad, una transición a la Democracia en España tras la muerte de Franco; podía haber hecho frente con valentía y franqueza a los poderes políticos y económicos, propios y foráneos, en cuyo subconsciente este país siempre fue, cuando menos, un botín de guerra (¡ay, Botín, Botín!); podía haber favorecido un sistema de partidos en vez de un bipartidismo (con perdón de los nacionalistas), con empresarios atentos, en todos los aledaños de todos los ayuntamientos, consejerías, ministerios. Podía haberlo intentado al menos, siquiera porque la historia es para todos una causa perdida, de la que sólo cabe esperar la grandeza del fracaso (la grandeza de Wiston Churchill proclamando por la BBC la invencibilidad de Inglaterra frente a las hordas nazis y de sus entonces compinches soviéticos). La Historia, como la Grandeza, es una causa perdida, pero a diferencia de la Historia, la Grandeza sí es una opción.
Cada uno de los que ahora caen, en algún momento, acaso pudo optar por lo mejor, en el sentido de la virtud: el alcalde del pueblo, por no recalificar aquellos terrenos; el consejero, por no permitir que las subvenciones fuesen donde no debían; el ministro, etcétera, etcétera. En ese caso, y si ese hubiese sido el clima general, la caída se hubiese producido igualmente, pero ahora sería vivida de un modo muy distinto, como una tragedia.
Churchill resistió bien no porque su causa fuera la mejor, sino porque aún no era el momento. Ahora que el sistema capitalista es mundial, que se ha mundializado; que es capaz de producir mucho más de lo que las generaciones futuras podrían comprar y pagar, aún al coste de los esclavos de la antigua Roma, parece llegado ese fin de ciclo histórico.
Lástima que llegue sin grandeza. Cuando las fuerzas del sultán estaban a punto de asaltar las murallas de Constantinopla, en 1453, unos comerciantes genoveses le ofrecieron al último emperador de Bizancio escapar disfrazado, en sus barcos, por El Cuerno de Oro. Pero Constantino IX lo rechazó. Pocas horas después encontraron su cuerpo entre los soldados que habían defendido las murallas, ya indefendibles.
Quienes ahora ascienden, lo hacen sobre escombros. Tal es el material de la Historia. Ellos aún pueden elegir ser grandes.


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