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La fugacidad de las emociones: el fútbol, un estado de ánimo

Por Jordi Junca , 11 abril, 2014

Cuando se trata de fútbol, apelar a la razón es algo que se antoja imposible. En este mundo donde pasión y locura van siempre de la mano, el consenso es una utopía. Lo cierto es que cualquier intento de llegar a un acuerdo sobre aquel penalti a última hora va a ser en balde y, casi con toda seguridad, terminará por convertirse en una batalla verbal que a veces, hay que admitirlo, desemboca en un alarde de elocuencia bastante meritorio.

A pesar de todo, todavía quedan personas que pretenden alcanzar la verdad, discernir entre la mirada del aficionado y la del espectador neutral. Ignoran, no obstante, que no se puede huir completamente de la subjetividad. En cualquier caso, la acción discurre en un bar céntrico de Barcelona, una tarde al azar, un cielo sereno que pretende dejar atrás el invierno. La temporada entra en su recta final y los vaticinios son cada vez menos vaticinios, todo empieza a quedar mucho más claro y la conjetura ya no es tan arriesgada. Alejandro es del Real Madrid, Luis del Barça y Javier, por supuesto, del Atlético. No es la primera vez que se reúnen, el fútbol los ha unido desde siempre. De hecho los ha unido y los ha separado a partes iguales, siempre en función del momento y de los resultados de su equipo. Son amigos y enemigos al mismo tiempo, todo depende del fútbol. En efecto, dicen que el fútbol es un estado de ánimo, pero si uno se fijara en los frecuentes encuentros en el bar, semana tras semana, domingo tras domingo, se convencería de que en realidad el estado de ánimo es el fútbol. La felicidad es fugaz, la tristeza efímera hasta que llega el gol, la indiferencia estable cuando su equipo no juega.

La temporada empezó hace ya tiempo y, debía admitirlo, a finales de agosto Luis no las tenía todas consigo. Habían pasado tal vez demasiadas cosas durante el verano y, para colmo, Tito Vilanova resultaba estar fuera de juego. Fue entonces cuando apareció de la nada un tipo que presentaba señas de un buen carácter, atesoraba un discurso conciliador y se llamaba Gerardo Tata Martino, pero a decir verdad nunca antes había oído ese nombre. Pero oye, llegó el primer partido de la temporada contra el Levante y el Barça fue totalmente reconocible, los jugadores acariciaban la pelota en cada acción y corrían como aviones. Y eso que, cuál fue su sorpresa, el nuevo entrenador había sentado a Neymar. A su lado, Alejandro ya no sabía que pensar. Como siempre el Real Madrid había fichado bien, se había solucionado lo de Bale y había llegado Ancelotti, mucho más adecuado, desde su punto de vista, que el portugués José Mourinho. Un técnico contrastado y una buena plantilla, se rumoreaba que tal vez este año sí fuera el de la décima. Alejandro no quería ni hablar de ello, tenía la sensación de que ésta llegaría cuando por fin se olvidaran de ella. Reconocía, sin embargo, que la elegancia del entrenador y la compañía de un mito como Zinedine Zidane le daban motivos para ser optimista. Luego estaba Javier, como siempre fiel a su Atlético, enamorado del Cholo, confiando que este año todavía les quedaría cuerda a los jugadores. Además habían traído a Villa, el Guaje, el siete de España. Sin embargo, fue Diego Costa quien se hartó de marcar goles durante las primeras jornadas. Partido a partido, decía el Cholo, y Javier por supuesto le hacía caso.

Meses más tarde – antes de que acabara el año – el Madrid era tercero, el Atlético y el Barcelona se mantenían conjuntamente en el liderato. Luis estaba exultante, el Barça seguía ganando como siempre y el polo pistacho del Tata le parecía maravilloso. Aceptaba que sentar a Xavi podía llegar a ser una decisión acertada, incluso veía con buenos ojos que cambiara a Messi con tal de reservarlo. Alejandro, por su parte, creía que Bale había costado demasiado, que la ausencia de Xabi Alonso se notaba en exceso y que Ancelotti no sabía a qué jugaba. Había probado varios sistemas y jamás daba en la tecla, solo Ronaldo, quién sino, mostraba esa fortaleza necesaria. Javier se mantenía al margen de las discusiones y dejaba que Madrid y Barcelona se liaran a guantazos, sabiendo que eso le beneficiaba a su Atlético. La verdad es que, refugiado en su silencio, empezaba a creer.

En febrero el Madrid ya era líder y Atlético y Barcelona le seguían de cerca. Para entonces, Luis hacía tiempo que decía que Martino no valía para nada, que ese vestuario plagado de estrellas se le hacía demasiado grande. Se preguntaba además qué diablos pasaba con Messi, caminaba la mayoría del tiempo, y más de lo mismo en el caso de Fàbregas. El mundo se le vino encima aquella tarde a las 6, el Barça había perdido en Valladolid y se podía decir que la liga ya se había escurrido entre sus dedos. Alejandro, evidentemente, había celebrado esa derrota con demasiada efusividad, puede que incluso alzara el puño con vehemencia muy cerca del rostro de Luis. Había soñado durante mucho tiempo en un fin de ciclo que parecía estar a punto de caramelo. Ajeno a aquella batalla, el Atlético seguía ahí arriba, en silencio, sin perder ni un solo punto, ganando incluso plácidamente. Javier ya no solo creía, sino que estaba convencido de que este año iba a pasar algo importante y que se recordaría pasados los años.

Entonces vino el clásico. Luis no quería ni mirar, Alejandro estaba ansioso por ver una goleada que parecía inevitable. Sin embargo aquel día volvió a cambiar el rumbo de las cosas, de nuevo la felicidad y la tristeza de unos y otros fue pasajera, fugaz como los segundos. Después de una fatídica semana, Alejandro veía como el Real Madrid se ponía tercero, detrás de los que probablemente eran sus enemigos más acérrimos. El Barça volvía a estar en su sitio, pensaba Luis, y los buenos partidos frente al City parecían presagiar un futuro esplendoroso. La verdad es que Javier se mantenía en sus trece, de los tres era el único que no se permitía dejar de ser feliz. Era sencillo, ocurriera lo que ocurriera el Atlético había demostrado ser un grande. Y eso, por cierto, teniendo en cuenta que todavía desconocía lo que estaba por venir.

Después, ya en abril, el Madrid pasó a semifinales de Champions con más pena que gloria, pidiendo la hora en el feudo del Borussia Dortmund, mordiéndose las uñas, temiendo un tercer gol de los organizados jugadores de Klopp. Alejandro, a pesar de todo, se limitó a hacer una lectura positiva: había vuelto san Iker, y eso no podía ser más que una buena señal. Tal vez hubiera luz al final del túnel, aquel túnel oscuro en el que habían entrado tras el trágico clásico en el Bernabéu. A regañadientes, Luis felicitó a Javier, aunque aprovechó la ocasión para asegurar que jamás había visto un césped tan seco. Admitió sin embargo que el Atlético había sido muy superior, sobre todo al principio, donde la defensa del Barça había echado demasiado de menos la altura de Piqué. Habría que cambiar muchas cosas, porque este año, amigo mío, no iban a ganar nada.

El sol ya declina, los vasos están vacíos; ya solo quedan las semifinales de Champions, la final de la Copa del Rey, el crepúsculo de una liga trepidante. Casi nada. Una sola tarde ha sido suficiente para inspirar infinitas emociones, como si los tres se hubieran montado en una montaña rusa especialmente exigente, con subidas y bajadas que se suceden sin previo aviso. A decir verdad, solo dos de ellos se han sentido como un torbellino suspendido en el aire. En realidad, el estado de ánimo de Javier no ha variado un ápice, situándose continuamente entre la euforia y el orgullo. El fútbol se define por la fugacidad de las emociones, es cierto, pero siempre hay un lugar para la excepción.


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