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«La forma del agua»: cine para soñar sin miedo.

Por Emilio Calle , 23 febrero, 2018

Es fantástico comprobar que, por obra y milagro de esta extraña película, Guillermo del Toro se esté ganando unos reconocimientos que hace mucho tiempo ya eran suyos sin tenerlo que proclamar como si de una novedad se tratase. Porque “La forma del agua” no se aleja ni un ápice de ese territorio que el director mexicano demostró como únicamente suyo desde su primera película, en la que ya eclosionaba un universo que sigue evolucionando sin caer en el auto plagio (como le ocurre a Tim Burton), ni permitir que en su filmografía se cuele algún título ajeno a esa cosmogonía cada vez más ambiciosa y certera, ya sea como director, guionista o productor.
Como su anterior película (“La Cumbre Escarlata”), “La forma del agua” se nos presenta como un cuento, o como una fábula si se prefiere. Pero no al modo ingenuamente idílico de “Amelie”, ni encerrándonos en una atmósfera hermética y grotesca como “Delicatessen”, ni tampoco erigiendo una arquitectura metafórica tan exuberante como la diseñada por Peter Weir para “El Show de Truman”. Del Toro sigue fiel a su modo de narrar, y le bastan los créditos para dejar abiertas las puertas a la entrada de lo singular, y puede pasar de unas hipnóticas imágenes de una habitación sumergida en el agua, al ritual que lleva a cabo cada mañana la protagonista nada más levantarse, incluyendo masturbarse en una bañera, misma que terminará siendo otra protagonista más. Lo transgresor, lo poético, lo bizarro, lo misterioso o lo cotidiano se aúnan así en un prólogo que solo es el aperitivo de la magia que estamos a punto de degustar.
La película narra la historia de Elisa, una joven muda de oscuro pasado que trabaja como limpiadora en unas inquietantes instalaciones militares donde se desarrollan (cómo no) aterradores proyectos científicos, entre los cuales está el estudio de una desconcertante criatura anfibia de apariencia casi humana (bajo la cual se esconde el siempre sorprendente Doug Jones), y con la que ella terminará entablando una extraordinaria relación mucho más allá de lo sentimental. ¿Una revisión del mito de la no extraordinariamente bella y la no muy bestia? ¿Una historia de amor imposible? Todo lo contrario. No solo es posible (y hay que aplaudir la osadía y la exquisitez del modo en que son mostrados sus encuentros sexuales), sino que ambos se convierten en los dos únicos seres que son capaces de amar, en un mundo donde nadie más parece poder hacerlo, sin importar su condición de heterosexuales, homosexuales o haberse pasado la vida mimando un matrimonio para descubrir que has terminado casándote con la persona menos indicada. Y todo narrado con la soberbia retórica de un director al que se nota fascinado por la historia. Puro del Toro. Cada detalle vale la pena (algunos puede que incluso valgan una lluvia de Oscars). Te puede llevar de lo triste a lo hilarante, o viceversa, cuando menos te lo esperas. Quizás alguna de sus decisiones resulten demasiado alejadas de la propuesta, puede que hasta parezcan incongruentes. Pero todas ellas son piezas inseparables, y es más que probable que quitar alguna equivaldría a demoler una estructura tan equilibrada y cuidadosa fotograma a fotograma.
Muy consciente de que el material nacido de un relato suyo (y convertido a guion por él mismo y por Vanessa Taylor) podía estar repleto de tesoros, del Toro logró convocar al reparto ideal (casi quimérico en su acierto) que llevase la historia justo hasta donde cualquiera de nosotros puede encontrarlos: Michael Shannon, Octavia Spencer, Michael Stuhlbar, Richard Jenkins… Cada uno superándose en cada plano, llenando la película de momentos perfectos por separado, y magistrales en su conjunto. Aunque el trabajo de la protagonista, Sally Hawkins (nominada como mejor actriz, en una de las contiendas más injustas de los últimos años porque, por una vez, no debería haber perdedoras) es tan sobrecogedor que logra que sea imposible apartar la vista de ella cada vez que aparece en pantalla, no importa lo que ocurra en la secuencia, alguna de ellas (como su desesperado intento por explicarle a su compañero de piso la gravedad de cierta situación) que merecen pasar a lo mejor de la historia del cine por la generosidad, la entrega y el derroche de su talento.
“La forma del agua” es tan rica en matices que probablemente (y puede que con razones bien fundadas) conduzcan a sorprendentes relecturas de la película si, por ejemplo, uno atiende a las continuas alertas sobre lo desolador de intentar sobrevivir una sociedad regida por la intolerancia, y que condena a la impiedad a los que no pueden hablar. Pero eso sería restar perturbación a una obra sobrecogedora que más parece señalar, sin amargura pero sin miedo, que, cual se puede leer en un calendario de la protagonista, “la vida es tan solo el naufragio de nuestros planes”.
Personalmente, no soy capaz de afirmar que esta sea la mejor película de Guillermo del Toro (no podría decirlo de ningún título suyo).
Pero sí que está llena de lo mejor de este genial narrador.
Y sumergirse en su imaginación es siempre un viaje lleno de recompensas.

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