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La caída de los ángeles y los demonios

Por Antonio Rodríguez Jiménez , 1 febrero, 2014

Los ángeles están cayendo estos días sin remedio: No sabía que eran tan peligrosos los poetas. Se desmoronan o los derriban. Unos caen seguramente por la edad, otros, por la enfermedad, pero es cierto que en muy poco tiempo se están muriendo muchos poetas. En estos días han desaparecido cuatro: un argentino, un mexicano y dos españoles. Todo ha sido tan repentino que parece que les pusieran veneno en la sopa. Se fue Juan Gelman a los 83 años. Falleció –dijeron los periódicos– de síndrome mielodisplásico y se quedaron huérfanos argentinos y mexicanos, pues Gelman vivía en DF, exilado desde la época de la Dictadura, aquella que hizo desaparecer a tantas personas, entre ellas a su hijo y a su nuera. Afortunadamente Gelman vivió la gloria de los reconocimientos –si es que eso sirve para algo–, entre ellos el Premio Cervantes. Fue un poeta del amor y de la muerte, pero también de la justicia social y de la fraternidad. Pues sí, se marchó de repente. Y dos semanas después, su vecino de la colonia de la Condesa, en la gigantesca ciudad de 20 millones de habitantes. José Emilio Pacheco estaba muy activo en noviembre. Hay una imagen que lo corrobora. Estábamos tranquilamente conversando en Aguascalientes y nos hicimos una foto en la que aparece el poeta junto al argentino Daniel Freidemberg y al colombiano Horacio Benavides. Allí estábamos celebrando la XIV edición del Encuentro de Poetas del Mundo Latino, que organiza Marco Antonio Campos impecablemente y donde se le dio un homenaje a Pacheco, que hacía un arte de su sencillez y se trataba con todos los poetas a pesar de que algunos intentaban acapararlo. Pero de repente se ha marchado a los 74 años, demasiado joven para esfumarse y eso molesta, nos molesta a los que lo conocíamos y lo admirábamos.

También ha sido molesto que se vaya Félix Grande, al que conocí siendo muy joven junto a Luis Rosales. Recuerdo en los años setenta que hablaba y pensabas: «Cuando sea mayor me gustaría hablar como él». Era seductor con sus palabras y sus versos encandilaban, como aquellas Rubaiyatas de Horacio Martín tan conmovedoras y atractivas. Cuando se refería a su infancia en Tomelloso o a Eladio Cabañero o a César Vallejo inundaba el espacio de pasión y de poesía. Asimismo le gustaba acariciar la guitarra y amaba el flamenco tanto o más que la poesía. Hizo mucho por la lírica en Cuadernos Hispanoamericanos, hasta que entraron los bárbaros azules y lo jubilaron. Luego siguió trabajando, escribiendo durante algunos años. Pero de repente, dejé de oírlo, fueron meses de silencio y de enfermedad cruel y vengativa. Lo vi a él y a Paca Aguirre, su esposa, muy activos y simpáticos, por última vez en 2009, en un almuerzo en el Palacio Real. Luego ya nunca coincidimos, aunque sí hablamos por teléfono y me dijo que se encontraba mal.

Y por último, me llega la noticia de la muerte de Fernando Ortiz, poeta sevillano de 67 años, que ha muerto de un paro cardíaco. También lo conocía desde hace muchos años. Todos ellos estuvieron escribiendo hasta el último instante. El propio Pacheco dijo en uno de sus versos de un poema titulado Fin de siglo: «Mientras escribo llega el crepúsculo», y se resiste a morir, como todos los hombres, y escucha en el último momento su propia voz recordada: «Cerca de mí los gritos que no han cesado / no me dejan cerrar los ojos».

Esto, la partida de los poetas, es lo verdaderamente importante: la palabra del hombre. Pero las portadas de los periódicos están llenas de sucesos, de corruptelas políticas, de crisis económicas. Mientras los poetas se mueren, los rotativos, las televisiones y las radios lloran la salida de un periodista, Pedro J. Ramírez, cesado tras haber sido durante 33 años director de El Mundo, a cambio seguramente de 20 millones de euros. Buen trato para comprar silencios, pero se olvidan de los cientos de periodistas que quedaron sin trabajo en los últimos años, de los que matan en las guerras y de los que malviven trabajando de sol a sol por un mísero puñado de billetes, porque los señores propietarios de esos medios de comunicación, su avaricia, les pide más ganancias. Las portadas deberían ser de los ángeles poetas y no de los avaros obsesionados por ganar lo más posible en nombre de una crisis extraña y demoníaca.

Sólo quedan las palabras: «Sobre un espacio del segundo el tiempo / deja caer la luz sobre las cosas: / fiel llanura de objetos / que me contemplan, mudos / –pero con algo en ellos / que es una voz eterna». Sólo permanecerá la poesía de esos ángeles celestes que ya gozan del cielo de su inexistencia.

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