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Jueves Santo. Es hora de Los Empalaos de Valverde de La Vera

Por Víctor F Correas , 16 abril, 2014

Dicen los valverdanos, pues así se llaman los vecinos de Valverde de la Vera, que en las noches de Jueves Santo, tras el bullicio, el silencio les trae amargos tintineos de vilortas. Pasa El Empalao. Silencio. Y dicen también que los acompañan los lamentos de El Empalao, que cumple su penitencia de esta guisa. Quizás lo que oigan, en verdad, sea el cantar de las aguas que baja por las regueras saltando de piedra en piedra. Aún así, por si las moscas, lo recuerdan. ¡Cómo no recordarlo!

Puede que lo oigan. Porqué no. Seguramente también haya quedado impreso en sus oídos el peculiar sonido que advierte de la llegada del empalao la noche del Jueves Santo, cuando las calles de Valverde de la Vera -norte de Extremadura, provincia de Cáceres, en las faldas de la Sierra de Gresos- se llenan de penitentes dispuestos a cumplir su manda. Con el cuerpo asfixiado por una cuerda que cubre su torso y brazos, sobre los que descansa un timón de arado al que se han adherido las famosas vilortas -una suerte de gruesas cadenas-, El Empalao sortea regueras y empedrados con la mente puesta en cada cruz que encuentre a su paso. En cada una de ellas, una genuflexión; más de una decena de agradecimientos, pues el valverdano sabe ser agradecido con quien le ayuda.

Dicen que el rito se pierde en la noche de los tiempos. Y que hubo un rey, Carlos III, que llegó a prohibirlo por exceder el castigo en sí, pues a El Empalao, con no tener bastante con su penitencia, también lo azotaban con un látigo. Sin embargo la prohibición no atenuó la clandestinidad, en la que se refugió El Empalao durante años hasta que pudo volver a cumplir con su manda libremente. Para su fortuna, el látigo quedó en el olvido.

El Empalao sabe que su camino es duro e incomodo; tiene que sortear numerosas dificultades para devolver el favor recibido. Cada cuesta es un suplicio, un trozo de su alma queda impreso en las piedras que pisa sin saber cómo, pues ese es el misterio del rito. Dicen los que lo han visto, y así se lo cuentan a los que aún no lo conocen, que El Empalao no camina, se deja llevar. El empalao nunca lo reconocerá en público, pero en privado, en la soledad de sus pensamientos, siempre se preguntará por el cómo. En su viaje no existen ni el qué ni el cuándo, y la meta es decir que está en paz consigo mismo y con lo que crea. Si es que cree en algo, pues algunos ni eso. Creencia o tradición. Quién lo sabe. Será la mano que le guía en su recorrido, una mano invisible que casi todos creen sentir y que les empuja en las duras ascensiones hasta el castillo o la iglesia. Será. O también un invisible aliento, que le insufla fuerzas cuando el ánimo decae. Que tales mano y el aliento existan o  no puede que sea tan cierto como producto de su imaginación. Lo único que El Empalao sabe, tras haber concluido el rito, ya despojado de las cuerdas que han detenido la sangre que circula por sus venas durante algunos minutos, es que está en paz. Esa paz blanca que ha visto a través del velo con el que oculta su identidad ante miles de ojos anónimos. Una paz serena, que es la que envuelve a El Empalao tras quitarse las enaguas, su única vestimenta, y arrodillarse por última vez. En paz consigo mismo y con su promesa. Hasta el año que viene. O hasta cuando quiera, porque El Empalao lo es para siempre. Ha dado su palabra a Dios, y esa palabra es eterna, inmutable.


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