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Jesús, no tienen vino

Por Oscar M. Prieto , 29 diciembre, 2015

Nada mejor que un versículo eficazmente sacado de contexto para zanjar una discusión o, como es el caso ahora, para comenzarla. Afortunadamente para polemistas y tahúres, frecuentadores de los argumentos de autoridad, en la Biblia se pueden encontrar versículos para defender casi todas las posturas, hasta las más insospechadas. Valga como ejemplo extremo –que no deporte– este ‘Cometerás adulterio’ (Éxodo 20:14). Vale, es cierto que se trata de un error de imprenta –ignoro si intencionado o no–, que aparece en la edición de la Biblia que publicaron Lucas Martin y Robert Baker en 1631 y que debido a la omisión del ‘no’ que debía preceder al mandamiento bíblico es conocida como la Biblia de los pecadores. Como la ocasión lo merece, en lugar de uno, para cubrirme bien las espaldas ante posibles demandas judiciales, voy a utilizar dos versículos sobre los que sustentar mi tesis –si es que la tuviera- y no dos cualesquiera: «No sólo de pan vive el hombre» (Mateo 4:4) y «Jesús, no tienen vino» (Juan 2:3).

Detengámonos unos instantes en ellos. No tenemos prisa. El primero es la respuesta del mismísimo Jesús nada menos que al propio Satanás, cuando éste, torpemente, pretendía tentarle con bienes terrenales y prosaicos. El segundo recoge las palabras de María, cuando se les terminó el vino en las bodas de Caná. Ambos se encuentran al inicio de su vida pública y, con todo mi respeto, me permito la licencia literaria de interpretarlos como una auténtica declaración de principios, una especie de discurso de investidura en el que se expresan las líneas programáticas. El ser humano necesita no sólo de pan para su cuerpo, también ha de alimentar su espíritu. Vaya marchando una de cultura al punto. ¿Debe sacrificarse la cultura, el ocio en momentos de crisis? ¿Se deben satisfacer antes otras necesidades? ¿cultura y ocio son imprescindibles o son superfluos? ¿tiene sentido unir en la misma frase cultura y ocio como realidades pertenecientes a una misma categoría?

Olvidemos al demonio y hablemos del hombre. De los tres millones de hombres encerrados en la ciudad de Leningrado, cercada por el ejército alemán entre el año 1941 y 1944. Tres millones de personas encerradas. Sí, creo que lo podemos considerar como escenario válido de crisis. Racionamiento. Canibalismo. Sopas con agujas de pinos, con tripas secas de corderos trituradas, con cinturones de cuero, con serrín. En el primer invierno, diez mil muerto diarios. Temperaturas de cincuenta grados bajo cero. No se taló ni un solo árbol de los parques. Ni uno solo. ¿Por qué? Madera centenaria que hubiera ardido a las mil maravillas y les hubiera calentado. Ni un solo árbol de los parques. Si hubieran cortado uno sólo de ellos no hubieran logrado resistir. Su fuerza nacía precisamente de esta conciencia de que lo humano era más elevado que aquella mísera y terrible humanidad en la que ahora estaban sepultados. Los árboles, los parques, mantenían la fe en el género humano y en su capacidad para soportar las situaciones más insoportables.

No salgamos de esta ciudad. No podemos salir. No olvidemos que estamos cercados. Cercados y hambrientos. Congelados. Los nazis nos rodean. Ya han mandado imprimir las invitaciones para la fiesta que darán cuando tomen la ciudad, será en el Hotel Astoria. Pero la vida, sorprendentemente, seguía en la ciudad. La radio no dejaba de sonar y cuando los locutores no tenían ya fuerzas ni música, dicen que dejaban el sonido del metrónomo. Cualquier sonido antes que el silencio.

La vida seguía y, más que nunca, esa vida acosada necesitaba de las representaciones de teatro. Todos los días. Las funciones eran a las cinco para poder regresar a casa antes del toque de queda. Estoy seguro de que los árboles, la música y el teatro tuvieron mucho que ver para que los nazis no lograran doblegar la resistencia de los ciudadanos de Leningrado. Acaso si ello, aunque hubieran tenido pan y berzas, posiblemente se hubieran rendido. «Pero sin pretender rebajar la ilustre profesión de zapatero, a la que honro tanto como a la profesión de monarca constitucional, confesaré humildemente que yo preferiría tener mi zapato descosido que mi verso mal rimado, y que pasaría muy gustoso sin botas antes que quedarme sin poemas». Théophile Gautier, defensor del Arte por el Arte, sufría por un mundo, una sociedad que no consideraba indispensable la belleza. Prefería renunciar a las patatas antes que a las rosas y nos advertía del peligro utilitarista dominante, pues nada habría más pernicioso ni perverso para el ser humano si lo útil acaba imponiéndose. «El rincón más útil de una casa son las letrinas». La belleza, más que nunca en tiempos de crisis, es lo único que permite mantener la esperanza, lo único que es capaz de elevar nuestra miradas por encima de todas nuestras miserias. Sí, así lo creo y afirmo, la belleza es necesaria. «¿Me ha oído señor Arcipreste?» La belleza es necesaria y sin ella el hombre está perdido, caerá irremediablemente bajo el poder de Mordor, frente al que ya no tendremos defensa alguna por haber talado los árboles y por no recordar canciones ni poemas. Ahora bien, he aquí el dilema. Cuando no hay recursos para todo –crisis económica– ¿cómo deben repartirlos nuestros representantes políticos –economía política–¿Se deben primar las necesidades básicas, entendiendo por estas lo que comúnmente se entiende: alimenticias, sanitarias…? ¿Sería una aberración destinar aunque fuera un solo euro a fomentar el ocio y la cultura mientras exista aunque sólo sea una persona que no pueda comer? Es jodido el dilema, verdad.

Dilema que no existiría si se hiciera un reparto justo. No tengo ahora las cifras, me aburre consultarlas, pero los excedentes de alimentos a nivel planetario son tan escandalosos que no comprendo cómo no hay más revoluciones y arde todo. No caigamos en su trampa de que no hay para todo, siempre hay para todo si se sabe administrar y si no nos comportamos como cerdos hedonistas y ridículos esnobs (del latín: sine nobilitate, sin nobleza). El propio Epicuro era feliz y consideraba un festín tener un mendrugo de pan para comer y un trocito de queso. Pero claro, Epicuro tenía un jardín y también tenía amigos.

Decía mi querido Aldous Huxley que el poder político, aquellos que nos gobernaban, a quienes habíamos cedido por pacto social parte de nuestra libertad, de nuestros derecho y el monopolio de la violencia (auténtico fundamento del Estado moderno), tenían el imperativo de crear las condiciones necesarias para que los gobernados fueran felices, sólo por esto se les debería consentir y expulsar si no son capaces de lograrlo. Y entre estas condiciones propiciatorias de la felicidad, además del pan, debe estar también el vino, además una casa caliente, deben existir parques con frondosos árboles, además de un trabajo digno, los teatros deben levantar el telón. Me despido citando al apacible y pacífico Bertrand Russell: «La técnica moderna ha hecho posible que el ocio, dentro de ciertos límites, no sea prerrogativa de clases privilegiadas poco numerosas, sino un derecho equitativamente repartido en toda la comunidad. La moral del trabajo es la moral de los esclavos y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud».

Salud

www.oscarmprieto.com

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