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Huyendo de las etiquetas (A mí con sacarina)

Por Anabel Sáiz , 8 abril, 2014
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Cup… By Alpha du centaure.

Ante un niño o un joven que aprende hay que dejar los prejuicios a un lado y centrarse en la persona. Nuestro alumnado debe tener muy claro que pertenece a una sociedad en la que todos y cada uno de sus miembros son valorados y necesarios. En ese sentido, me escaman mucho las etiquetas con las que, alegremente, se puede marcar a los estudiantes: “No estudia”, “Está distraído”, “No entiende nada”, “Hace lo mínimo”, “Su hermano trabajaba más”… y algunas por el estilo. ¿Quién soy yo para decidir el futuro académico de nadie y decirle qué debe y qué no debe estudiar?

La escuela inclusiva, a la que, en teoría se tiende, es aquella de todos y para todos. En la escuela inclusiva se debe garantizar la no discriminación desde ningún punto de vista y la atención individualizada. Se me podrá decir que en unas aulas tan masificadas como las que actualmente se tienen, eso es difícil de conseguir. Quizás no tanto. Sí es difícil atender a todo el alumnado a la vez, pero no es imposible establecer grupos de trabajo con distintos ritmos y, sobre todo, no es imposible, que cada alumno, emocionalmente, se sienta bien tratado.

Cada niño o niña tiene unos ritmos de aprendizaje y cada niño o niña necesita unas herramientas para alcanzar los grandes o pequeños logros que plantea el sistema. Me refiero a los niveles educativos obligatorios, los que son comunes para todos. Por ejemplo, si yo quiero enseñar a analizar sintácticamente a mis alumnos, primero tendré que asegurarme las bases. Es obvio. Si les pido que comenten un texto de manera literaria, se impone la necesidad de explicarles qué es un comentario y cuál es su utilidad. Después tendré que practicar mucho hasta que ellos cojan confianza. Aún así, tengo alumnos que al final de curso realizan unos comentarios muy mediocres, aunque eso no les impide aprobar. ¿Qué ha pasado para que yo, su profesora de literatura, les apruebe? ¿Ha sido un regalo o un milagro? Nada de eso. Simplemente he valorado el esfuerzo de ese alumno que comenzó sin saber qué era el dichoso comentario y que ha acabado sabiendo algo, aunque no sea todo. ¿Y quién dice qué es todo? Con eso quiero llegar a la conclusión de que cada persona tiene su propio proceso de aprendizaje y, sobre todo, en el caso de los más pequeños, no todos están preparados para realizar lo mismo en el mismo tiempo y con iguales resultados. Es imposible pretenderlo y solo conlleva desánimo y frustración en los niños y adolescentes y en los propios docentes.

¿Qué hacer, pues? ¿Desesperarse? ¿Echar mano de las etiquetas? ¿Mandar a los niños a refuerzo? ¿Obligar a las familias a pagar clases particulares que refuercen lo que no se sabe? Quizá lo más coherente sea ver si esa persona está preparada ya; esto es, si tiene las bases para lograr buenos resultados. Si no tiene esas bases, me puedo dar contra un muro de piedra, que mi alumno ni sabrá comentar, ni analizar, ni resolver problemas ni siquiera escribir. No sabrá porque nos hemos saltado un paso previo, el fundamental: nos ha faltado la observación directa de la persona, hemos sucumbido al plano teórico y general y hemos aplicado eso de “café para todos”. Y no, señor, algunos tomarán té, otros ni sabrán qué es una infusión y algunos pedirán sacarina. Y todos tendrán razón. Observemos la evolución personal de cada uno y tendremos la respuesta.


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