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Honestidad y cambio político

Por Carlos Almira , 6 julio, 2014

Los sistemas parlamentarios regidos por minorías se basan, en mayor medida que otros regímenes políticos, en la persuasión. La necesidad de convencer a través de la argumentación forma parte, en ellos, de la necesidad de imponer las propias opciones por parte de los actores políticos. Cumple, a su vez, con la urgencia de legitimación de que adolece Examentodo sistema de poder que no se apoya exclusivamente en la autoridad.
Ahora bien: persuadir no implica razonar bien, ni siquiera razonar correctamente, ni por lo tanto, poseer los mejores argumentos (aunque no sea contradictorio con ello). La capacidad de convencer a una audiencia cualquiera, siempre que no sea universal, es independiente de la posesión de la verdad o, al menos, de la mejor explicación disponible sobre un asunto, en un momento dado.
Sin embargo, razonar es siempre un acto ético. En los Estados no basados en Partidos Políticos, donde las justificaciones del poder no precisaban tanto de la argumentación “racional” como de sistemas tradicionales de creencias (por ejemplo, religiosas), la dimensión ética del acto de razonar podía quedar oscurecida, en un segundo plano. La necesidad de falacias de un soberano absoluto como Luis XIV no puede equipararse a la que acuciaría, siglos después, a un Jefe de Gobierno pendiente del apoyo del Parlamento o de la opinión pública. Si razonar es un acto ético siempre, la posibilidad de corrupción relacionada con el mal uso de este acto debe ser mayor en los sistemas basados en los Partidos Políticos que en los Estados Tradicionales anteriores.
Quien razona sólo para convencer e imponerse dialécticamente a los otros convierte a estos otros en objetos, en instrumentos de sus fines (con independencia de lo elevados o mezquinos que estos fines sean). Por el contrario, quien argumenta sólo para buscar la mejor explicación, lo más razonable, incluso lo verdadero, con independencia de sus deseos, principios, intereses, tiene en cuenta a los otros como sujetos racionales: es decir, razona pensando en una audiencia universal. Así, si el presidente del gobierno de España de pronto admitiese que puede ser injusto cobrar proporcionalmente más impuestos a los trabajadores y a las clases medias que a las grandes empresas y fortunas, si estuviese dispuesto a considerar esta posibilidad como verdadera o al menos, a discutirla, y a actuar en consecuencia, aun contra sus propios intereses y creencias, estaría usando éticamente su capacidad de razonar. Una secuela inmediata de esto sería que dejaría de necesitar, en la misma media que hasta ahora, de un uso sistemáticamente falaz de la argumentación. Otra consecuencia, no menos importante acaso para él, consistiría en que se estaría dando la opción, que ahora se niega, de cambiar sus creencias por otras quizás “mejores”, esto es, más próximas a las que una audiencia racional, universal, adoptaría como razonables.
Si el señor Rajoy, a pesar de los malos resultados de su partido en las últimas elecciones europeas (y de la proyección que estos pudieran tener en las próximas elecciones municipales), estuviera dispuesto a admitir que, al menos, es discutible que sea más razonable la elección automática de un alcalde, por haber obtenido un único voto más que el resto de sus oponentes, tomados por separado, que su elección por el apoyo de una mayoría que refleje la pluralidad real de los votantes, aun a riesgo de perder para su Partido las alcaldías de las grandes ciudades, estaría optando por un uso ético y no oportunista de su capacidad de razonar y convencer. Una tercera consecuencia de esto sería el incremento exponencial de su capacidad para dialogar con el conjunto de la sociedad, para contribuir al debate libre y abierto y, por ende, a la Democracia en España.
Un orden político o social global donde la persuasión desplaza al razonamiento honesto y limpio (basado en la búsqueda de la verdad o, al menos, de la mejor explicación y de la opción más razonable y justa, que tiene sistemáticamente en mente la exigencia de convencer a una audiencia universal), es un orden profundamente inmoral. En los Estados tradicionales, anteriores a la aparición de los Partidos Políticos, la corrupción y la inmoralidad podía producir a un Calígula. Por el contrario en los regímenes Parlamentarios, posteriores (con la salvedad de Inglaterra) a la Revolución Industrial, cabe una corrupción generalizada por el mal uso sistemático, difundido y aceptado por amplios estratos de la sociedad, del acto de razonar de tal modo que el interés “universal” coincide siempre, invariablemente, con las creencias y deseos del que razona. Rajoy, como cualquiera de nuestros políticos, sindicalistas, empresarios…, no puede permitirse el lujo de ser Calígula porque necesita sistemáticamente, convencer. Del mismo modo que en el capitalismo industrial y post-industrial se necesita publicitar las mercancías. La Razón al servicio de la verdad y del bien, al menos del acercamiento razonable a los otros (todos), debe retroceder sistemáticamente ante esta necesidad.
Sean cuales sean los hechos sobre los que se debate, las declaraciones de nuestros políticos y empresarios, como las de prácticamente el común de los españoles, serán previsibles al menos, en un punto: no antepondrán nunca, o lo harán muy rara vez, la búsqueda honesta de la verdad, de la mejor explicación, de la opción más justa y razonable, al interés, la creencia y el deseo particular de cada momento, siempre un a priori del que razona. Resultado de ello será el recurso sistemático y casi natural, a la falacia (similar al recurso a la fuerza física de otras épocas, como la Edad Media). Extrapolando esto al sistema educativo en un sentido amplio (esto es, a la socialización de las nuevas generaciones en la familia, la escuela, el trabajo, etcétera), podemos temernos un declive ético imparable, reforzado por el hecho de que el buen razonar no sólo no se enseña (como en las sociedades anteriores se socializaban los sistemas de creencias tradicionales en los que se apoyaba el poder político), sino que se estigmatiza como algo propio de ociosos, utopistas y “perdedores”. El niño, el hombre, aprenden que es más importante convencer que buscar una verdad cualquiera. ¿Para qué sirve la verdad? Nunca habrá un auditorio universal. La Humanidad es sólo una palabra de circunstancias. Como escribía Mussolini, “las ideas son velas destinadas a recoger el viento”. O Goebels: “cualquier mentira a fuerza de repetirse se convierte en verdad”.
Si razonar es siempre un acto ético; si vivimos en un mundo donde el juego de los partidos y las necesidades de marketing de las empresas han entronizado el arte de la persuasión (que en sí, no es incompatible con el buen razonar); si este clima “moral” ha impregnado a la sociedad entera, entonces ¿qué nos cabe esperar a los que, sinceramente, y acaso somos muchos, quizás cada vez más, queremos un cambio a mejor de nuestra vida y nuestras instituciones?
Ni la bondad de nuestras intenciones y deseos, ni la firmeza de nuestras creencias, nuestros principios, nos garantiza per se un buen uso, un uso ético, del acto de razonar. Cabe incluso, el peligro contrario: pues quien cree actuar en bien de la Humanidad tiene poderosos motivos particulares para anteponer falazmente la persuasión al razonamiento ético. Por ejemplo: quienes quieren (queremos) un cambio profundo de las cosas podrían concluir que la mayoría silenciosa nunca va a respaldarlo, por una suerte de pesimismo antropológico, y que por lo tanto habrá que disuadirla de algún modo o, incluso, llegado el caso, imponérselo por la fuerza. De esta forma, aun cuando se consiguiesen mejorar algunas cosas, se perdería de raíz el derecho a disfrutar de un mundo mejor. Acaso tan importante o más que alcanzar ese mundo, sea merecerlo.
Sucumbir a la tentación de la “eficacia” es equipararse a quienes anteponen la persuasión a la verdad; lo particular a lo universal; la jaula de sus creencias a la intemperie de la Razón. Un presente y un futuro mejor sólo pueden ganarse desde la honestidad intelectual y práctica. Para quienes optamos por un cambio a mejor, pensar y actuar en consecuencia, no es sólo una exigencia intelectual sino una urgencia moral.


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