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Gregorio Morales presente en una Granada sin Lorca

Por José Luis Muñoz , 5 octubre, 2015

IMG-20151001-WA0016Granada es una plaza escurridiza a la que hay que ir con mucho tiento e ilusiones cero. El toro, allí, da cornadas a ciegas, con mala follá que tanto se parece a la mala folla catalana. Si en Lisle Sur Tarn el escritor es un absoluto desconocido de los lectores que se acercan a comprar sus libros y hasta a charlar animadamente con él, aunque éste tenga dificultades idiomáticas en la comunicación (se compromete a mejorar su francés con alguna profesora nativa), en Granada, tras cuatro años de vivir en la ciudad de los dos ríos, tiene amigos, conocidos y, creía, lectores. Pero sabe que no se debe extrapolar lo que suceda en Lisle Sur Tarn a la ciudad con más poesía y embrujo de España. Granada es una capital de provincia con bagaje cultural pero calles retorcidas como los colmillos de una fiera que muerde en una pierna. Lisle Sur Tarn, a su lado, entre Toulouse y Albi, es poco más que una hermosa aldea, pero que ama la cultura. Y el escritor desencantado empieza a dudar de los amigos, de los conocidos y de los lectores, no de los dos ríos de la ciudad de Lorca, aunque uno lo escondan desde el Albaicín al paseo del Violón.

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La Librería Picasso es céntrica. El día, bueno, entre semana, jueves. Luce el sol en un cielo de pureza cromática. Ha comido con su amigo Miguel Arnas Coronado, compañero de fatigas literarias, que generosamente le presenta el libro Marero, en un restaurante de la plaza del Aguador, en una terraza, porque a Granada no ha llegado el otoño, una estupenda lasaña de espinacas, un bacalao a la muselina de ajo, unas natillas. Todo bien. Hasta ese café cargado, luego, en casa del amigo escritor, después de admirar los grabados que cuelgan de sus paredes y que compró en una de sus visitas a Galicia.

La asistencia a la librería es buena. Se ocupan casi todas las sillas cuando pasa un cuarto de hora de las siete y media. Salvo tres caballeros, las demás son damas. A casi todas las conoce el escritor. Empieza Miguel Arnas Coronado el homenaje a su común amigo Gregorio Morales. Resalta su coraje, sus principios, su incomodidad, sus afirmaciones, que, a veces, dejaban atónito, como la de que José María Aznar, ese Fernando VII, fuese el mejor presidente de España. Por el camino, en el coche, los dos escritores han hablado de eso que ya es un lugar común, que en España se entierra muy bien a la gente, pero que a los vivos a veces les dan de palos. Quizá por eso Bigas Luna dispuso que los homenajes se los metieran por donde les cupieran.

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No sabe lo que habría dicho Gregorio Morales de esa tarde. Ni de los asistentes. No sabe si estaba acechando entre los libros, atento a lo que decían esos dos amigos golpeados por su muerte repentina. Tomó entonces la palabra el autor de paso por Granada. Dijo algo que siempre admiró del ausente. Era un tipo de principios, a veces radicales; era árido en sus discursos, porque no se casaba con nadie; era, sobre todo, extraordinariamente generoso, tanto como incómodo.  Con él fue generoso. Quisiera ser incómodo como él. Y leyó su último artículo, aquel que se publicaba cuando él yacía muerto después de que le robaran el ordenador, su ego, del que, por fin, se liberaba, como de todas esas intimidades que estaban ahora en poder de ese ladrón misterioso que entró en su casa y se llevó lo más preciado y vital de un escritor.

En sus peores pesadillas, el escritor visitante sueña que intentan robarle el ordenador. En sus pesadillas, sueña que mata o muere por él. En mis escritos se puede rastrear mi alma, piensa en voz alta.

Luego entró Marero en escena. Esos diecinueve relatos perturbadores que ha ido rescatando de revistas, antologías, servilletas de bares, momentos vitales de una vida pasada y presente. Lo ha glosado Miguel Arnas Coronado con enjundia, como él sabe, con ese tono patafísico y ese sentido del humor, que, cuando nos falte,  estaremos perdidos. Y ha tomado la palabra el autor visitante, para hablar del making off de cada uno de esas historias, algunas de una página escasa, otras de hasta 40, que integran el volumen. Y ha revivido momentos, ha dado explicaciones del porqué de unos relatos, de su tiempo, de dónde salieron, de cómo se procesaron en su mente antes de pasar al ordenador.

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No ha confesado una cosa que cree: que, en realidad, los escritores no son nada; que los escritores no son más que unos tipos que captan ondas dispersas por el universo que han dejado los que nos precedieron, como aparatos de radio; que sintonizan esas extrañas historias, y, mal que bien, intentan plasmarlas para recuperarlas, para que no se pierdan. Somos los mensajeros de los muertos, se dice a sí mismo, de pronto. El alma de Gregorio Morales en ese momento. Lo que dejó por escribir y que quizá él, o Miguel Arnas Coronado, o un escritor maliense, o uno chino, capte y se ponga a escribir cuando reciba ese fogonazo en el cerebro que se conoce con el nombre de inspiración. Inspiramos y espiramos hasta que expiramos. Los escritores tienen un don. Como los zahorís. Sí. Pero no es mérito de ellos. Así es que el escritor visitante habla de ese relato escrito a los 18 años, en la facultad de Filosofía y Letras, el de la mosca testigo de un asesinato, que sobrevivió a todas las mudanzas; de Marero y las terribles bandas latinas; de ese relato largo, casi una novela corta, que cierra el libro y se llama El último inquilino, con fantasmas, casas misteriosas, vampiros y amores románticos que van más allá de la muerte.

La presentación ha estado bien, se dice. Amena, sobre todo, por Miguel Arnas Coronado. El autor firma libros, pero no se seca la tinta de su bolígrafo ni le duele la muñeca. Las presentaciones se hacen para concitar el interés de los posibles lectores. Quizá fracasó. Lo que dedujo que era interés no era otra cosa que los asistentes estaban cómodamente sentados. Ni siquiera le compran el libro los amigos del sur, a los que va dedicado, y no se enteraran de ello. El ego del escritor visitante se resiente. Ese ego del que hablaba Gregorio Morales que se había librado gracias al ladrón de ordenadores.

Somos prescindibles. Nos creemos valerosos, pero muy pocos son los que nos valoran. Prescinden de nosotros nada más desaparecer. De una ciudad. De una relación. De la vida. Insoportablemente leves. Muerte encadenada sobre muerte encadenada hasta que llega la definitiva y el emisor enmudece.

El visitante se toma luego una cerveza en una plaza, no muy lejos de la librería. Esa cerveza difiere de todas esas cervezas tomadas anteriormente con los mismos que están sentados en esa mesa que no son los mismos de años atrás sino otros. La misma envoltura y nombre. Quizá más canas, menos pelo, más barriga, más arrugas. Pero otros por dentro. Ahora todos prescinden de todos los que hasta hace poco tiempo creían imprescindibles. Una tapa infame con kétchup, como castigo. Unas patatas congeladas, reblandecidas. Unas tapas a la altura del estado de las relaciones en coma profundo.

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El escritor visitante no quiere hablar. Opta por permanecer mudo. Le sacan palabras con sacacorchos, a desgana. Mira esa ciudad nocturna y árabe. Oye el barullo de los estorninos sobre su cabeza, que esos, sí, son fieles. Ya no se ve por la ciudad de los dos ríos y el poeta asesinado en un futuro. Ya no sabe quién era ese tipo que vagaba en las noches heladas por esas aceras brillantes y resbaladizas, siempre solitario, escuchando sus pasos. Recuerda la luz triste de las farolas. Los pasos que resonaban en la noche. Ya es extraño hasta para sí mismo.

Dos vinos junto al Genil encauzado que es un hilillo de agua que mal puede llamarse río. Ni siquiera bebe Calvente en compañía de esa mujer hermosa que sigue siéndolo aunque se hayan afilado su rostro y su cuerpo. Una charla que le suena a adiós entre dos desconocidos que muy poco tienen ya que contarse. Un último beso en ese portal de las despedidas que eran un hasta luego pero quizá, ahora, sean hasta nunca. Un último abrazo que el autor visitante siente de una manera especial mientras la abrazada cree que es uno más, anodino. Pero es el último. Ya no habrá más. Ya no habrá más Granadas porque el escritor cierra la puerta de la ciudad y tira la llave al Genil.

Y una pregunta que no obtiene respuesta. ¿Llevarás flores a mi tumba?

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