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Gamonal: el poder y la violencia

Por Ignacio González Barbero , 23 enero, 2014

Por Ignacio G. Barbero.

MANIFESTACIÓN CONTRA LA TRANSFORMACIÓN EN BULEVAR DE UNA CALLE DE BURGOS, EN EL BARRIO DE GAMONALLas protestas en Gamonal, barrio de Burgos, prendieron en el resto de España con una presteza fácil de entender, pues el gran malestar social que nos aqueja es común y compartido por muchos de los habitantes de este país. Y el efecto que han tenido estas revueltas ciudadanas en el distrito burgalés no se ha hecho esperar: las obras para construir un proyectado bulevar han sido detenidas por completo. Un éxito de la lucha obrera, sin duda. Ahora bien, no debemos quedarnos sólo con el favorable resultado; hemos de centrar nuestra atención en la forma de ejecutar la rotunda contestación a unos poderosos carentes de vergüenza y justicia. La violencia ha constituido una parte activa y destacada en toda manifestación de apoyo a los vecinos/as de Gamonal que se ha realizado fuera (y dentro) de Burgos; la contundente y muy virulenta manera de controlar esas acciones -y, concretamente, los arrebatos violentos- por parte de la Policía es también un hecho relevante y significativo.

Muchos considerarán que la respuesta social se ha desmadrado, desquiciado y, con ello, se ha traicionado la democrática y pacífica meta original de los vecinos de Gamonal; otros tantos opinarán que es inevitable (y necesario) que sean destrozados bancos, quemados contenedores y levantadas “barricadas”, que la rabia acumulada es excesiva y que, quizá, esos actos vandálicos sean demasiado leves e inocuos, considerando la miseria en la que vivimos.

En cualquier caso, nos enfrentamos a un tema radical que nos lleva a varias preguntas de peso y hondura: ¿es legítimo en toda protesta obrera el uso de la violencia contra el mobiliario público y la maquinaria represora del Estado? ¿Es el Estado, en esencia, un mero instrumento opresor al servicio de la clase dominante o su realidad nace fruto de un consenso democrático que erige al pueblo como soberano? ¿Poder gubernamental y violencia van de la mano o son dos entidades no vinculadas causalmente?

Ante estas fundamentales cuestiones, nada mejor que inaugurar humildemente el Tribunal de la Razón, lugar en el que, a partir de hoy, vamos a meditar sobre temas de plena actualidad en compañía de filósofos y filósofas; sus reflexiones entrarán a juzgar un hecho, noticia o declaración que esté muy presente en los medios de comunicación. Lo importante, ante todo, es pensar cuidadosamente en las ideas y los argumentos que nos presentarán estos grandes sabios y sabias y extraer conclusiones propias gracias a un análisis ponderado y crítico. Este proceso redundará en un enriquecimiento intelectual y nos hará más conscientes de las dimensiones reales de los problemas que nos afectan día a día.

Para hablar del poder y la violencia en las protestas por Gamonal nos visitan Errico Malatesta (1853-1932), profundo teórico y activista libertario, y Hannah Arendt (1906-1975), la pensadora política más importante, probablemente, del siglo XX (con el permiso de Carl Schmitt). Ambos discursos son muy dispares en su raíz -aunque complementarios en alguna medida- pero su intensidad filosófica es similar. Leamos, pues, y meditemos con ellos.

           ERRICO MALATESTA

220px-Malatesta1- El gobierno hace la ley. Así que éste ha de poseer una fuerza material (ejército y policía) para imponer la ley, ya que, de no ser así, solo obedecería quién quisiera, y eso no sería ley, sino más bien una simple propuesta que cada uno sería libre de respetar o rechazar. Y esta fuerza los gobiernos la tienen, y se sirven de ella para poder fortalecer su dominio con sus leyes y servir a los intereses de las clases privilegiadas, oprimiendo y explotando a los trabajadores. El límite de la opresión del gobierno es la fuerza que el pueblo pueda oponer. Puede existir un conflicto abierto o latente, pero conflicto lo hay siempre, visto que el gobierno no se detiene ante el descontento y la resistencia popular más que cuando huele el peligro de la insurrección. Cuando el pueblo se somete dócilmente a la ley o la protesta es débil y platónica, el gobierno hace lo que se le antoja sin preocuparse de las necesidades populares; cuando la protesta toma vida, se hace insistente y amenazadora, el gobierno, dependiendo de si está más o menos iluminado, cederá o reprimirá. Pero siempre se llega a la insurrección, porque si el gobierno no cede, el pueblo acaba por rebelarse; y si el gobierno cede, el pueblo adquiere confianza en sí y pretende cada vez más, hasta que la incompatibilidad entre la libertad y la autoridad se hace evidente y estalla el conflicto violento. Es necesario pues prepararse moral y materialmente para que, al estallar la revuelta violenta, la victoria sea del pueblo.

2- Pero entonces surge la pregunta, ¿por qué en la lucha actual contra las instituciones político-sociales, que se consideran opresivas, los anarquistas han predicado y practicado, y predican y practican, cuando pueden, el uso de medidas violentas aún estando éstas en evidente contradicción con sus fines? ¿Y esto hasta el punto que, en ciertos momentos, muchos adversarios de buena fe han pensado, y todos aquellos que de mala fe han fingido creer que el carácter especifico del anarquista es la violencia? La pregunta puede parecer embarazosa, pero se puede contestar con pocas palabras. Y es que para que dos vivan en paz, es necesario que los dos quieran la paz; si uno de los dos se obstina en querer obligar por la fuerza a que el otro trabaje para él y que le sirva, el otro si quiere conservar la dignidad como persona y no ser reducido a la más abyecta esclavitud, a pesar de todo su amor por la paz y la armonía, se sentirá obligado a resistir mediante la fuerza con los medios adecuados.

3- Nosotros, por principios, estamos en contra de la violencia, y por este motivo queremos que la lucha social, mientras la haya, se humanice lo máximo posible. Pero de ninguna manera esto significa que la lucha tenga que ser menos enérgica y menos radical, es más, creemos que las medias medidas tienden a prolongar indefinidamente la lucha, a hacerla estéril y a producir, en fin, una cantidad todavía más grande de esa violencia que se quiere evitar. Tampoco significa que nosotros limitemos el derecho de defensa a la resistencia contra la agresión material e inminente. Para nosotros el oprimido se encuentra siempre en un estado de legítima defensa y tiene siempre pleno derecho a rebelarse sin tener que esperar a que se le fusile, y sabemos muy bien que muy a menudo el ataque es el mejor método de defensa. Y aquí entran en cuestión los sentimientos, y para mí los sentimientos cuentan más que cualquier razonamiento.

4- Nosotros también tenemos los ánimos amargados por esta necesidad de lucha violenta. Nosotros, que predicamos el amor y que combatimos para alcanzar un estado social donde la concordia y el amor entre las personas sean posibles, sufrimos más que nadie ante la necesidad de tener que defendernos con violencia de la violencia de las clases dominantes. Pero renunciar a la violencia liberadora, cuando ésta es la única manera de poner fin al sufrimiento diario de las masas y a las crueles tragedias que azotan la humanidad, sería responsabilizarse de los odios que se lamentan y de los males que del odio surgen.

           HANNAH ARENDT

hannah_arendt_portrait_3001- Equiparar el poder político con “la organización de la violencia” sólo tiene sentido si uno acepta la idea marxista del Estado como instrumento de opresión de la clase dominante. (…)

2- Sin embargo, existe otra tradición y otro vocabulario, no menos antiguos y no menos acreditados por el tiempo. Cuando la Ciudad-Estado ateniense llamó a su constitución una isonomía o cuando los romanos hablaban de la civitas como de su forma de gobierno, pensaban en un concepto del poder y de la ley cuya esencia no se basaba en la relación mando-obediencia. Hacia estos ejemplos se volvieron los hombres de las revoluciones del siglo XVIII cuando escudriñaron los archivos de la antigüedad y constituyeron una forma de gobierno, una república, en la que el dominio de la ley, basándose en el poder del pueblo, pondría fin al dominio del hombre sobre el hombre, al que consideraron un “gobierno adecuado para esclavos”. También ellos, desgraciadamente, continuaron hablando de obediencia: obediencia a las leyes en vez de a los hombres; pero lo que querían significar realmente era el apoyo a las leyes a las que la ciudadanía había otorgado su consentimiento. Semejante apoyo nunca es indiscutible y por lo que a su formalidad se refiere jamás puede compararse con la “indiscutible obediencia” que puede exigir un acto de violencia —la obediencia con la que puede contar un delincuente cuando me arrebata la cartera con la ayuda de un cuchillo o cuando roba a un banco con la ayuda de una pistola—. Es el apoyo del pueblo el que presta poder a las instituciones de un país y este apoyo no es nada más que la prolongación del asentimiento que, para empezar, determinó la existencia de las leyes.

Se supone que bajo las condiciones de un Gobierno representativo el pueblo domina a quienes le gobiernan. Todas las instituciones políticas son manifestaciones y materializaciones de poder; se petrifican y decaen tan pronto como el poder vivo del pueblo deja de apoyarlas. Esto es lo que Madison quería significar cuando decía que “todos los Gobiernos descansan en la opinión” no menos cierta para las diferentes formas de monarquía como para las democracias (“Suponer que el dominio de la mayoría funciona sólo en la democracia es una fantástica ilusión”, como señala Jouvenel: “El rey, que no es sino un individuo solitario, se halla más necesitado del apoyo general de la Sociedad que cualquier otra forma de Gobierno”. Incluso el tirano, el que manda contra todos, necesita colaboradores en el asunto de la violencia aunque su número pueda ser más bien reducido). Sin embargo, la fuerza de la opinión, esto es, el poder del Gobierno, depende del número; se halla “en proporción con el número de los que con él están asociados” y la tiranía, como descubrió Montesquieu, es por eso la más violenta y menos poderosa de las formas de Gobierno. Una de las distinciones más obvias entre poder y violencia es que el poder siempre precisa el número, mientras que la violencia, hasta cierto punto, puede prescindir del número porque descansa en sus instrumentos. Un dominio mayoritario legalmente restringido, es decir, una democracia sin constitución, puede resultar muy formidable en la supresión de los derechos de las minorías y muy efectiva en el ahogo del disentimiento sin empleo alguno de la violencia. Pero esto no significa que la violencia y el poder sean iguales.

3-El poder no necesita justificación: es inherente a la existencia misma de las comunidades políticas. Lo que requiere es legitimidad […] El poder brota dondequiera que la gente se una y actúe de concierto. Deriva su legitimidad de la reunión inicial más que de cualquier acción que le siga. La violencia puede ser justificable, pero nunca será legítima. Y su justificación pierde plausibilidad cuanto más lejano esté su fin.

4-El poder es efectivamente la esencia de todo gobierno, pero la violencia no lo es. Por naturaleza, la violencia es instrumental: como todos los medios, precisa de la dirección y la justificación que proporciona el fin que prosigue.” (…) La violencia puede destruir el poder: es absolutamente incapaz de crearlo.

5-El resultado del enfrentamiento entre poder y violencia no admite dudas. […] El dominio de la violencia pura aparece cuando el poder se está perdiendo […] “En el enfrentamiento de la violencia contra la violencia, la superioridad del gobierno siempre ha sido absoluta; pero esta superioridad sólo dura mientras se mantiene intacta la estructura de poder del gobierno. Es decir, que dura mientras las órdenes se obedecen y el ejército o la policía están dispuestos a usar sus armas al servicio del gobierno. En cuanto deja de ser así, la situación cambia totalmente”

(Fuentes: textos de Malatesta extraídos del libro “Malatesta y la violencia revolucionaria”, de Alfredo M. Bonnano; los fragmentos seleccionados de Arendt pertenecen a su ensayo “Sobre la violencia”)

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