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¿Fue Borges lector judío o griego?

Por Eduardo Zeind Palafox , 28 agosto, 2017

 

Por Eduardo Zeind Palafox

Hace unos días la servil prensa recordóme el nacimiento de Jorge Luis Borges, escritor argentino que con prólogos, artículos breves, nebulosos sonetos y cuentos nunca bien apreciados por mi filosófica visión, me enseñó, creo, qué es la crítica literaria.

Borges leía, imagino, no sólo como europeo y como sudamericano, es decir, con ojos eruditos y lógicos, sino también como judío. Los judíos, según los tomos hebraicos que he fatigado, no leen, «abren» los versículos de la Torá.

Para conmemorar la aparición de Borges en esta funesta, árida tierra, comentaré artículo suyo llamado «Israel», publicado en la revista «Sur» (número 254), de Buenos Aires, en 1958. En él Borges afirma que «toda persona occidental es griega o judía». Si griega, filosófica, creedora de ideas, de formas celestes, de elementos de fuego, tierra, etc. Si judía, monoteísta, esperanzada.

Hablo medianamente para citar más del artículo, donde se lee: «El orbe occidental es cristiano: el sentido de esta afirmación es que somos una rama del judaísmo, interpretada por sus teólogos a través de Aristóteles y por sus místicos a través de Platón». Extractamos de tal párrafo dos verdades: que los occidentales echamos mano de los predicamentos aristotélicos, que son diez y gramaticales, y del afán de purificar y vivificar la idea de Dios, labores principales de la teología, recordando a Scholem y a Santo Tomás de Aquino.

Pensar para purificar sin matar, para avivar sin vulgarizar, sin mitologizar, fue la tarea de la filosofía medieval. Borges refiere que en la obra de Milton andaban ya reconciliadas Grecia e Israel, y que para «esta reconciliación trabajó toda la escolástica». La filosofía escolástica, recuérdese, es un modo de pensar sencillo, puesto sobre supuestos metafísicos, silogístico, esto es, que teje conceptos, verdades, en las que embute objetos, objetos que envueltos en palabras producen deducciones. En la Edad Media palabras y cosas andaban fuertemente unidas. «El nombre es arquetipo de la cosa», dice un verso de Borges que nunca dejaré de recitar.

Tamaños conceptos, se aprende leyendo la Biblia, vienen de Israel, que es, a decir de Borges, un «haber dialogado con Dios». Dialogar con Dios es interpretar la palabra de Dios. Sintetizaré mis opiniones sobre los hábitos lectores de judíos y griegos, que luego parangonaré con mi modo kantiano de leer libros. Aventuro, pues, vanas hipótesis.

La lectura judía, pienso, es sociológica e histórica, se realiza sobre todo para discutir y para cuidar tradiciones. La lectura griega, creo, es lógica y poética, se ejecuta para comprender y para mejorar la percepción. La lectura kantiana, conjeturo, combina hábitos griegos y judíos, pues no es dogmática como la religiosa ni escéptica como la helenística, sino crítica, es decir, no se entrega a la idea de Dios, pero tampoco a los «elementos del mundo» («elementa mundi», dice San Pablo en Colosenses 2: 8, donde critica a la filosofía).

Gusto de estudiar cotidianamente la Biblia de Jerusalén, estudio que combino con la lectura deleitosa de la Biblia Reina-Valera 1960, colmada de rusticidad, giros lingüísticos graciosos y ambigüedades.

¿Qué leo con ojos judíos, o con lo que imagino son judíos ojos, en el capítulo 11, versículo 1, de la Epístola a los Hebreos? Leamos la Reina-Valera: «Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve». Judaizar me obliga a atender, sobre todo, la palabra «certeza», que representa un como «fundamentum inconcussum».

Borges gozó leyendo a los cabalistas, que bajo tres principios leían la Torá, que son: el nombre de Dios es divino (la Torá fue tejida con el nombre divino), la Torá es un organismo (nada en ella sobrante es), la Torá es infinita (admite interpretaciones sin fin). Cuenta Scholem en «La cábala y su simbolismo», cap. II, que la Torá era para algunos cabalistas fuego negro, habla, oralidad, sobre fuego blanco, la verdadera Torá.

¿Entonces la certeza es blancura, luz, día, amanecer con «gritos de júbilo» («ad matutinum laetitia», dice el Salmo 30: 6)? También cuenta que la Torá, según la tradición «pardes» («paraíso»), podía leerse literal («Pshat»), alegórica («Rémez»), talmúdica («Drash») o místicamente («Sod»). ¿Es la certeza un concepto indubitable, ceguera que apacigua? ¿Es la certeza mera anfibología que abre el espíritu, que nos obliga a siempre estar atentos a lo circundante? ¿Es la certeza una tradición, un sentimiento procedente de las comunidades rabínicas? ¿Es la certeza una invitación a desdeñar lo sensorial, a morir porque no morimos?

Leamos ahora simulando ser griegos. Atendemos, así, sobre todo la palabra «convicción», y nos acordamos de Peitho, espíritu del convencimiento, de la persuasión, que era amiga de Afrodita. ¿Es la convicción un dialogar interno? ¿O es, como decía San Agustín en sus «Confessiones», libro VII, cap. 21, donde describe su modo de leer la Santa Escritura, «exultare cum tremore», un alegrarse temeroso, un afirmar dudando?

Léase ahora con kantiana visión, es decir, atiéndase sobre todo la palabra «espera». Una de las preguntas que fundamenta la «Crítica de la razón pura» es: «Was darf ich hoffen?» («¿Qué cabe esperar?», cuestión de cepa teórica y práctica), puesta en la «Sección dos del canon de la razón pura», donde se dice también que las ideas de moralidad, sin Dios y sin Paraíso, son admirables, mas no fuentes de propósito y de acción («aber nicht Triebfedern des Vorsatzes und der Ausübung»).

La griega razón, para acatar con firmeza moralidades, exige que haya un creador y premios, un porvenir certero, convincente, porque sin ellos pierde credulidad. ¿Y no son las obras de Borges certeras, convincentes y esperanzadoras, esto es, un estilo vivo (una «respiración», diría él), un disfrazado sistema de creencias, o de filosofía (su filósofo dilecto fue Schopenhauer, gran kantiano), pero también un objeto que nos hace poner los ojos en el aire, en lo invisible, que se «abre» como versículo?–

 

 

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