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¿Estados o Multinacionales? El nuevo orden mundial.

Por Carlos Almira , 28 julio, 2015

Puede que la forma de Estado que hemos conocido en Europa, como en buena parte del mundo occidental, durante la Edad Moderna, esté viviendo sus últimos años. La fórmula política surgida al final de la Edad Media, de la confluencia de valores e intereses entre la ciudad mercantil, la monarquía feudal y el sector más mercantilizado del campesinado, frente al dominio de los señores feudales, ha marcado toda la Edad Moderna y, hasta las dos grandes guerras mundiales del pasado siglo, toda la Historia Política de occidente. Esta fórmula suponía, frente a los Imperios y a las Ciudades Estado antiguos y medievales, algunas innovaciones políticas de importancia: a) el establecimiento de una base territorial relativamente estable y definida (sistema de Estados y fronteras relativamente fijo); b) un nuevo Derecho Internacional y una nueva forma de relaciones exteriores, que oscilaban entre el Derecho y el oportunismo Bodino y Maquiavelo); y c) consecuencia de lo anterior, la fijación de un sistema de sociedades estatales, donde se desarrollaban las luchas políticas, entre lo antiguo y lo nuevo, la emergencia de identidades culturales, de formas de desarrollo económico, en una palabra, la vida amplia y diversa de la sociedad civil.
El sistema de estados y el propio Estado Moderno ha sido crucial en nuestra Historia desde el Renacimiento, para lo bueno y para lo malo: el Estado Moderno, en un principio mal definido frente a la otra gran institución política surgida en la Antigüedad, la Iglesia Católica (y posteriormente, las Iglesias Reformadas), ha permitido la concreción territorial de la vida diaria de las sociedades europeas; ha fomentado las guerras, el comercio, las artes, las alianzas, la innovación. Ha coexistido, en una dialéctica de colaboración y conflicto, con los poderes en ascenso del capitalismo mercantil y luego, industrial, cuyas organizaciones y grupos a menudo, adoptaban sus propias fórmulas políticas, pero con una orientación antigua, como las famosas Compañías de Indias Orientales y Occidentales, con sus ejércitos privados, sus funcionarios, sus normas y su monopolio delegado de la violencia legítima, en vastos e imprecisos espacios de expansión colonial.
Contrariamente a lo que muchas veces se piensa, el sistema capitalista actual no hubiera podido desarrollarse ni sobrevivir sin el Estado Moderno; éste, además de garantizarle un territorio relativamente seguro, con unas normas y un orden jurídica y culturalmente previsible y estable, ha constituido su “cabeza de puente” en la expansión de sus intereses, más allá de toda frontera política. A diferencia del Estado Moderno, la Compañía Mercantil primero y la gran Empresa Multinacional después, aún identificándose (como sus agentes comerciales, o los pabellones de sus barcos, sus trenes, las matrículas de sus flotas, etcétera), con su país de origen, se ha constituido según la lógica imperial premoderna. Aun si se aceptara que lo que es bueno para la Generals Motors es bueno para los Estados Unidos, hay que reconocer que el horizonte de realización de la primera es mucho más indefinido y abierto, en términos territoriales, que el área a disposición de la administración norteamericana. Por poner un ejemplo chocante: aunque los EE.UU. son una potencia imperial, su capacidad de injerencia política directa es mucho más reducida que la capacidad de “sus” grandes empresas a la hora de expandir y consolidar sus actividades en cualquier lugar del mundo. Sin embargo, los instrumentos y la legitimación para esta expansión, el sistema monetario y legal, la seguridad jurídica interna e internacional de las empresas, la sombra de la coacción legítima del aparato civil y militar estatal propio, dentro y fuera de las propias fronteras, ha sido crucial en mi opinión para la empresa privada capitalista.
Llegados a un punto, sin embargo, parece que la lógica antigua, imperial, propia de la actividad empresarial privada, y la lógica del Estado Moderno, concertada en un sistema más definido y cerrado, limitado y autocentrado, han entrado en competencia y colisión. Primero, por la propia expansión mundial de aquélla (mundialización de la economía y la información); en segundo lugar, porque dentro del Estado Moderno, como ocurría tras los muros de la ciudad mercantil medieval, “el aire aún puede hacer libre a quien ingresa”. En efecto: al definirse como el espacio de la soberanía, el Estado Moderno ofrece un espacio (físico y político, histórico) a los individuos donde estos pueden, hasta cierto punto, escapar a las necesidades y la coacción ilimitadas del capitalismo y su lógica imperial. Sólo dentro de este espacio cabe fomentar derechos y libertades ciudadanos, e incluso intentar controlar y regular la lógica espansiva, imperialista, de la gran empresa privada. De ahí que, a la larga, uno de los dos deba prevalecer sobre el otro. Pues el Estado Moderno admite como posibilidad política, desde al menos la revolución e independencia norteamericana, la emergencia de una ciudadanía; mientras que la empresa capitalista sólo tolera el vínculo contractual que separa jefe/empleados. No hay la más mínima posibilidad de desarrollo de relaciones democráticas dentro de la lógica premoderna de la empresa capitalista privada.
En nombre del progreso y del libre mercado que se asocia interesadamente a él, instituciones que van más allá del Estado Moderno (de Francia, Alemania, España, Grecia, etc), cuya orientación imperial las hace afines a la empresa privada, como la Unión Europea, presionan y obtienen crecientes parcelas de soberanía de los Estados Modernos, en política monetaria, militar (OTAN) o aun social, que poco a poco o rápidamente, pasan a las manos de personal técnico no estatal.
Pero esto es insuficiente. Para cerrar el capítulo político de la modernidad que conllevó la aparición del Estado Moderno no son suficientes las nuevas instituciones imperiales, ni el vampirismo que sobre la soberanía política estatal se ejerce desde una parte del Derecho Internacional (la validez supra constitucional de los Convenios, Tratados, etcétera): es necesario fragilizar primero, y destruir después, el sistema de relaciones internacionales que giraba, hasta las dos grandes guerras mundiales del siglo XX, en torno a los sitemas de Estados surgidos en la modernidad. Es necesario, en una palabra, fomentar y extender la guerra y el terrorismo internacional, acompasadamente con la mundialización y la expansión imperialista de la “economía”, de los grandes intereses privados. En primer lugar y especialmente, en Europa, que es donde surgió y alcanzó su máxima expresión política, la democracia, el estado Moderno: véase Ucrania y, ahora, Turquía.
La guerra es necesaria y está a nuestras puertas.


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