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Entre la tierra y el cielo

Por Miguel Angel Montanaro , 26 febrero, 2014

De niño me dormía en la cuna mecido con las soleás que me cantaba bajito mi padrino, Juan Jimenez el Macareno, un cantaor con la garganta de granito y un buen par de riñones –los que no saben piensan que el cante es cosa de pulmones–, para empujar la voz a través de ella, que conseguían que sus coplas sonasen como un quejío de seda.
Pocos como él han ganado dos lámparas mineras, y ninguno como él, le ha arrancado tantas lágrimas a los mineros más bragados de la Unión.

Mi padrino me enseñó a amar los palos del cante y me descubrió también, que el cantaor y el guitarrista lloran una misma lágrima que corre por una sola mejilla.
Juan, el Macareno, mi padrino, hijo del pueblo y mi orgullo, para los que como yo, venimos de familias que nacieron en cunas de plata, me inoculó el veneno del cante jondo que hoy tantos desprecian; porque algunos, son tan pedantes, que prefieren ensalzar músicas de las que ignoran la traducción de sus letras, burlándose de otras que les revelan realmente quienes son.

Mi padrino Juan, ese cantaor con la voz de taranta rota, me invitó a amar el flamenco, que llorado por un hombre o una mujer, siempre se acompaña de un tocaor; y me enseñó, además de la disciplinas del cante, que en esta vida, se nace para volar sobre la tierra que te acogerá al final del vuelo.
Independientemente de que tengas alas o no.
Independientemente de que tengas fuerzas para volar o no.

Con esos dos secretos revelados al oído, una maleta de ropa sucia y dieciséis años, me fui de casa a buscarme la vida sin provocar con mi marcha un solo titular en los periódicos, que es lo que pasa hoy cuando se va a trabajar a la ciudad de al lado, o al país de al lado, un maromo de treinta.
Malviví en muchos pueblos y sobreviví en todas las ciudades, y en cierta localidad de la Bahía de Cádiz tuve el honor de saludar a Paco de Lucía, y allí también, tuve el privilegio de escucharle por primera vez, rasguear una guitarra.
En aquella época conocí a grandes hombres y a grandes mujeres, todos artistas y todos ellos, tocados por la inspiración, que es hermana del talento y madre de la creatividad, ésta última, criatura espiritual que no se deja adoptar, ni se puede comprar en un curso express, por muy caro que sea el curso y por mucho nombre que tenga quien lo imparta.

De aquellas noches gaditanas recuerdo una muy especial.
Rafael Alberti había llegado hasta el local donde yo me ganaba la vida y me escurría de la muerte –que acecha siempre a las inexpertas noches de toda juventud–; le habían comentado que se había mudado allí un chico de Cartagena que escribía poemas y que no lo hacía mal. Y quiso conocerme.
El maestro Alberti, al que desde aquella noche llamé en un verso: «aquellos ojos de agua que tanto lloraron a España», llegó escoltado de unos cargos municipales que se envanecían de acompañarle y cuando nos sentamos en la terraza del garito, Alberti, que observaba a la luna mientras nos oía hablar de más y escuchar de menos, observó que una nube tapaba al satélite, y dijo: «la luna se ha ido».
Todos callamos esperando una parrafada genial que completara aquella observación sideral, pero ninguno teníamos el alma tan blanca como sus canas para entender que el poema había sido recitado ya en aquellas cinco palabras. No recuerdo con qué torpes excusas reanudamos la conversación, pero si recuerdo, que la detuvimos de nuevo, cuando Paco de Lucía comenzó a puntear Entre dos aguas.

Hoy, tantos años después, he entendido el sentido de esa pieza musical , o tema, o como sea que se le deba llamar ahora, en estos tiempos de insípida vida ultramoderna, a una obra maestra como esta.
Sí amigos –que aquí somos todos amigos y ninguno es más que nadie, ni el que escribe, ni el que lee lo escrito–. Reconozco que me marcó esa pieza magistral de Paco de Lucía, Entre dos aguas, pico de un iceberg de genialidad, que escucho y rumio de nuevo y que me lleva a echar un brindis de más –esto es un farol porque nunca sobra un trago–, y porque sé que, Entre dos aguas, es una composición imposible creada en el espacio invisible de los trastes de una guitarra.
Una obra que supone el ingenio, el virtuosismo, la audacia. El desafío. El aquí estoy yo. El canto universal a la unicidad que tantos reclaman.
Una lágrima por llorar.
La verdadera Marca España.
Casi nada.

Y sobre todo, porque es una pieza que significa el ejemplo infinitesimal de una obra poética que Paco de Lucía tocaba a la guitarra en lugar de declamarla –la poesía siempre sabe mejor a la guitarra–. Una composición que certifica la partida de bautismo del que nació artista y que cierra la última canción en el último concierto, del que se marchó sin pedir perdón por serlo. Una pequeña y gran anécdota entre toda la obra musical de Paco de Lucía, que nos sabe a abrazo de despedida del hombre que le cantó con las yemas de sus dedos a la vida y a sus intermedios.
Un tema con el que se despidió al presentarse –sin que nos diésemos cuenta–, y con el que nos advirtió de que como buen artista, siempre viviría entre dos aguas; y que su presencia entre nosotros sería, tan solo, un breve viaje entre la tierra y el cielo.

No me pregunten por qué, pero sé que hoy empieza ese viaje y el comienzo de su leyenda.

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