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En la mitad del planeta

Por Rocío Álvarez Albizuri , 23 enero, 2014

La palabra ¨constraste¨ podría estar inventada por y para Ecuador. Un país que en tan sólo 285.000 kilómetros cuadrados se divide en cuatro grandes universos: Costa, Andes, Amazonía y Galápagos.

Conocí Ecuador hace un par de años y aún no he podido plasmar en palabras la experiencia. Los colores, la gente, los animales salvajes, las sonrisas, los olores y las horas en la camioneta han debido haber quedado grabadas en algún lugar perdido de mi hipotálamo, que ahora no puedo recuperar fácilmente. Afortunadamente viajé cámara en mano, como suelo hacer, aunque esto me prive de vivir más a fondo la ruta como muchos opinan. Ahora tengo imágenes que comienzan a mover en mis recuerdos sensaciones e ideas que tuve al conocer este pequeño gran país.

El plan estaba claro, amigos, mochila y una furgoneta para cruzar Ecuador de punta a punta y de lado a lado. Y así lo hicimos.

Todo comenzó en Quito, una gran ciudad, repleta de niños y de edificios en una hermosa decadencia. La comida es un puro espectáculo, un grandioso espectáculo diríamos, en el que las verduras y las mejores materias primas protagonizan cada uno de los platos estrella.

Probamos el ceviche, la fritada, las allullas y el encebollado y lo hicimos una y otra vez, embaucados por esos sabores fuertes (y de difícil digestión) que nos daría fuerzas y energías para emprender camino.

Primera parada:

El Cotopaxi, un capricho de los dioses.

Qué rabia no tener fotografías de este momento mágico. Llegar a vislumbrar de cerca esa inmensa colina nevada fue uno de las experiencias más emocionantes en mi vida.

El cielo se acercaba hasta la cima, se veía claro entre las nubes. En medio de la planicie brotaba este gigante de tierra como un homenaje a esta gran cultura milenaria.

Al caminar por la zona podías darte cuenta de cómo las gentes adoran esta montaña, que les vigila desde las alturas.

Otavalo:

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En Imbabura. Nunca vi nada igual. Brotaban vendedores de las aceras, con sus artesanías maravillosas, de mil colores y con trabajosas labores manuales.

El ambiente era alegre y animado. Hiladas de puestos unidos regentados por los vecinos de la zona, dedicados en su gran mayoría a la venta de sus creaciones, alegraban a turistas, compradores, paseantes y mochileros.

Todos queríamos hablar con estos artistas, queríamos conocer sus costumbres heredadas generación tras generación y formar parte, por unas horas al menos, de su grandiosa cultura.

Todo ello enmarcados por una grandes montañas y por un paisaje andino de impresión.

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La Laguna de Limoncocha:

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Pienso en esto y veo los ojos de unos cocodrilos que giraban alrededor de mi barca, … y no es broma.

Convivimos en Limoncocha durante días con una gran familia de siete hijos que tenían por mascota a un tucán, de los que aquí solo vemos en el zoo o en la televisión.

Vivían felices con muy poco, en una casa de colores reconstruida una y otra vez por ellos mismos.

Caminamos durante horas por selva cerrada, abriendo el camino con una gran faca y escuchando ruidos de animales salvajes.

Una naturaleza abrupta emocionante. Después, ese paseo en barca por la laguna. Nos decían «Ojos amarillos caimanes, blancos cocodrilos» En una barca de un palmo de alto en medio de la noche cerrada.

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La isla de la Plata:

Increíble, hablan de ella como de «El Galápagos de los pobres», así que no quiero imaginar cómo será Galápagos realmente.

Esta isla, situada frente a las costas de Manabí, se abrió ante nosotros como un auténtico oasis de naturaleza y fertilidad. Animales y plantas salían por cualquier lado, dando margen a unas playas de ensueño.

Delfines y alcatraces nos dieron la bienvenida. ¿Un lugar para volver? Sin duda.

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Mil sitios quedaron pendientes y mil no he podido recordar en este breve viaje mental que he conseguido revivir.

24 provincias, 221 cantones y 1.500 parroquias plagadas de belleza natural y humana. Ecosistemas culturales y paisajísiticos que enamorarán a cualquier viajero para siempre.

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