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Emperador, de Peter Webber

Por José Luis Muñoz , 7 marzo, 2014

EMPERADORHubo una época en el cine de Hollywood, imagino que por la moda del exotismo o porque algunos yanquis, con la invasión de Japón, se enamorarían de unas cuantas orientales, que causaban furor las películas en las que un occidental cortejaba a una oriental y el idilio no llegaba nunca a buen fin. ¿Racismo o infranqueables cuestiones culturales? A William Holden le debían ir ese tipo de papeles porque se enamoraba de Nancy Kwan en un Hong Kong de ensueño en El mundo de Suzie Wong, y reincidió con una improbable oriental que era Jennifer Jones —la actriz de Duelo al sol tenía rasgos de todo menos de china, pero en aquella época hasta Marlon Brando o Mickey Rooney hacían de japonés— en La colina del adiós, aunque en ninguna de las dos películas el chico acabara con la chica. Algo de esto hay, y además la época es la misma, en la última película de Peter Webber que tiene un conseguido aire retro y se rodó en Japón, incluso dentro del palacio imperial, y en Nueva Zelanda.

Con Emperador, el eficiente realizador de La chica de la perla, Peter Webber, construye dos narraciones, una histórica y la otra sentimental, que se entrecruzan hábilmente sin torpedearse. El general Bonner Felles (Matthew Fox) recibe un delicado encargo por parte del general MacArhur (Tommy Lee Jones) en el devastado y rendido Japón de la postguerra: averiguar en qué grado el emperador de Japón, el intocable Hiro Hito (Takataro Kataokâ), es responsable de la guerra del Pacífico, informe del que dependerá que sea juzgado y, presumiblemente, ejecutado; paralelamente Felles, ayudado por su chofer particular e intérprete, trata de encontrar en el país en ruinas a la joven estudiante Aya Shimada (Eriko Atsune), de la que se enamoró perdidamente antes de que estallara la guerra, la verdadera razón por la que pidió como destino Japón.

Las dos tramas encajan a la perfección y se complementan sin que chirríen en ningún momento. Inspirándose en un hecho real —cabe imaginar lo que hubiera pasado si Hiro Hito hubiera sido ejecutado junto a sus generales—, Peter Webber construye una película rigurosa en su vertiente histórica —magnífica la reconstrucción digital de ese Tokio devastado por los bombardeos en contraposición a los idílicos paisajes del interior en donde el horror de la guerra no es tan palpable y allí Felles sigue conservando una buena amistad con el general Kajima (Toshiyuki Nishida), el padre de su amada Aya — y emotiva en su vertiente sentimental. El film cuenta, además, con la baza de un secundario de lujo como es Tommy Lee Jones que compone un campechano, sarcástico y pragmático general MacArthur—Gregory Peck lo había sido en MacArthur, el general rebelde, y Laurence Olivier en la poco conocida Inchon— que anula, cuando aparece en pantalla, al discreto Matthew Fox.

La tercera película de Peter Webber, tras Hannibal: el origen del mal, es comercial, sin ninguna duda, pero redonda y deja buen sabor de boca al espectador una vez que abandona la sala; es decir, muy por encima de los bodrios que habitualmente nos llegan de Hollywood, tan bien rodada y ambientada que parece una serie para televisión, lo que lejos de ser un descrédito es una virtud en los tiempos que corren.

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