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El ser humano: animal idólatra

Por Ignacio González Barbero , 16 marzo, 2014

Por Ignacio G. Barbero.

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«Aristóteles contemplando un busto de Homero» (Rembrandt van Rijn)

La fe es una pasión– Kierkegaard

Vivimos de la historia que nos contamos, del relato del mundo que vamos creando a cada momento, a cada paso, con las piezas que el entorno nos da y nos quita. Este cuento no tiene por qué ser tranquilizador, pero sí ha de cumplir con un mínimo de coherencia, una coherencia que dote de sentido la abrumadora mezcolanza de estímulos y emociones propia de la vida. Además, no sólo narra una descripción del mundo, sino, antes que nada, una descripción de nuestro vínculo con el mundo, unión que está en continuo cambio (que no siempre es para bien). Para que salvemos los fenómenos mutables y no nos veamos arrastrados a la pura endeblez existencial hace falta un punto de apoyo desde el que mover el todo que somos, un lugar de referencia constante en nuestra crónica. Éste puede corresponder a una persona cuya pensamiento o actos admiremos, un estado material o anímico que deseemos mantener, un objetivo que pretendamos alcanzar, una ideología que consideremos justa o, incluso, una deidad a la que recemos. No importa si de facto esa entidad es inverosímil más allá de nuestra historia personal, lo relevante es que nos sirve como brújula en la navegación, como justificación de nuestro comportamiento, como autoridad a la que debemos buena parte de nuestra consistencia, buena parte de nuestra identidad.

Construimos, así, por pura naturaleza humana, una jerarquía definida, un ordo amoris intenso y claro, en la que ese dios/sujeto/idea se sitúa en la cúspide y se convierte en objeto de continuo respeto, querencia y callada veneración. Somos animales idólatras; nos va la vida en ello. Nuestra conciencia y nuestra voluntad exigen aspirar a algo, apoyarnos en ello para andar. ¿Cómo vivir sin una razón por la que vivir? No podemos hacerlo y, en consecuencia, desarrollamos una involuntaria servidumbre ante esa «razón», que nos aliena levemente.

Ha de ser aclarado en este punto que no se está analizando la mayor o menor legitimidad de los objetos/las razones de idolatría, sino el acto humano -demasiado humano- de idolatrar. La cuestión relevante aquí no es “en qué se cree”, sino “que se cree”. Y se puede creer que no hay nada que creer, se puede amar la nada, el sinsentido, y convertirla en principio de nuestro itinerario vital, pero el amor y la fe en ella son reales y claros (aunque no siempre evidentes a nivel consciente). Y son nuestros. Nos contamos, nos narramos a partir de eso amado e idolatrado; sea lo que sea y dure lo que dure.

La consideración de numerosas corrientes filosóficas o ideológicas de que es posible la autonomía plena del hombre, esto es, el desarrollo de la capacidad para servirse de, sólo, las leyes que se ha dado a sí mismo, sin alusiones heterónomas, es problemática, pues presupone un yo puro, desvinculado del entramado de afectos, estímulos e ídolos característicos de la vida y, también, de la lógica alienación que éstos suponen; un Yo con mayúsculas: sustancia permanente, estable, sin fisuras, con nombre y apellidos determinados, carácter incólume, y nunca enajenable. Por consiguiente, es fomentada en esas teorías la “sana” idolatría de ese Yo o ego exclusivo e intransferible, a saber, la egolatría. Una fe apasionada y muy aceptada en nuestro tiempo, debido a que se expresa a través de ideas bien parecidas y aparentemente emancipatorias. Sin embargo, desde este punto de vista, contamos la historia que somos con la mirada puesta en una entidad superior, nuestro Yo, que ejerce su ley del interés privado con mano de hierro. En conclusión: permanece nuestra tendencia natural idolátrica, pero la desvirtuamos y violentamos al desprendernos de nuestro entorno y centrar nuestra adoración en una entidad excluyente y aislada, el Yo, a saber: el bien de consumo más sofisticado de nuestra época.

Otro hecho muy común consiste en la aparición en nosotros de fe y esperanza en grandes movimientos liberadores, como ciertos partidos políticos o grupos espirituales/religiosos de fuerte cohesión, que someten nuestros deseos a los designios de una autoridad externa: la palabra del maestro o el líder. El amor exaltado y la devoción irreflexiva e irracional caracterizan esta fe, no comparable al proceso idólatra usual, que mantiene un equilibrio activo entre el centro de referencia de nuestra historia individual y el medio cambiante que nos circunda. En este caso, empero, pasamos a definirnos sólo en función de eso totalmente otro y superior- en este caso una persona-, quedando completamente adocenada y anulada nuestra individualidad.

Los dos casos precedentes exponen la marca de agua de una existencia, la humana, amenazada constantemente por numerosas y poderosas fuerzas alienantes que buscan socavar coercitivamente la acción de cada individuo, la elección de sus ídolos y sus puntos de apoyo. Que no sea pleno dueño de la pequeña parcela que le ha tocado en suerte en este mundo, que la historia que se ha de contar para vivir haya sido prefabricada y procesada por una instancia ajena, hace de él, de nosotros, un sujeto profundamente controlable e inofensivo. ¿Lo somos?


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