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El Salon du Livre, en busca de nuevos y futuros lectores

Por Anna María Iglesia , 26 marzo, 2014

salon du livreAl final, y contra pronóstico, fui al Salon du Livre de Paris. Ante una ciudad, sin duda de geográfico relato literario, que nunca ha sido indiferente a la cultura libresca, el Salón se presentaba como una gran y única celebración de la literatura. Y con tales prolegómenos, el viernes por la mañana, abría definitivamente sus puertas a los habitantes de París, a quienes invitaba a transcurrir entre libros un fin de semana, cuyas primaverales temperaturas invitaban, como en las semanas anteriores, a evitar el recinto cerrado de Porte de Versailles –lugar escogido para albergar el Salón- y a transcurrir las horas en los distintos parques de la ciudad: de Luxemburgo a Marceau, pasando por jardín-museo de Albert Kahn.

Tras la inauguración oficial el jueves por la noche, con la protocolaria presencia de las autoridades, entre las cuales se encontraba la presidenta de Argentina, cuyo país era el invitado de honor, el viernes el salón se llenó de estudiantes: “el viernes fue el día dedicado a las escuelas”, me comenta una de las editoras presentes en el Salón, “las principales escuelas, tanto de primaria como de secundaria se acercaron hasta aquí para despertar el interés por la lectura a sus estudiantes”. El libro es parte integrante de la cultura francesa y, especialmente, parisina: el elevado número de librerías y, sobre todo los innumerables puestos de compra y venta de libros de segunda mano o de primeras ediciones son la más clara evidencia de que la literatura conforma el mapa cultural de París. “La cultura humanística forma parte de todo curriculum académico”, me confirma una profesora, que desde algunos años imparte clases en un colegio público de París y que está preparando la “agregation”, el examen oficial para obtener una plaza fija en el sistema educativo francés: “incluso los profesores de ámbito científico deben tener conocimientos de lengua y de literatura”, pues, añade la joven profesora, “en el examen de la agregation, independientemente de la rama profesional de cada uno, se evalúa el conocimiento de la lengua francesa y su cultura”. El elevado coste de las entradas –diez euros por un solo día- no dejaron indiferente a una sociedad que, día tras día, está más sensibilizada ante una crisis económica de la que se saben no ser ajenos; la posición geográfica poco céntrica tampoco favorecía, a priori, una gran afluencia de personas, sobre todo para aquella todavía privilegiada clase social encerrada en los tradicionales e influyentes arrondissement del centro.

Desconfiada ante pretendidas celebraciones literarias que siempre terminan en un simple espectáculo mercantil en el que la calidad literaria es inversamente proporcional a su valor comercial y consciente de las críticas realizadas por el precio de los billetes, teñían mi interés por el Salón de apriorístico escepticismo. Días antes de la inauguración y sobre todo, cuando mi convencimiento de no acudir estaba fuera de toda posible discusión, el escritor FernandoJ. López me comunicaba que participaría en el Salón du Livre, presentando la traducción al francés de su novela, La edad de la Ira; no podía faltar, pensé al conocer la noticia, debía ir a saludarlo, a darle la enhorabuena por haber desembarcado en el cerrado mercado literario francés con una obra cuyo valor reside, principal y exclusivamente, en lo literario.

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El abarrotado tranvía que desde Boulevard Jourdan conduce hasta Porte de Versailles fue el primer indicador de que, a pesar de los pesares, el Salón no había dejado indiferente a los parisinos y, pocos metros después, este indicador dio paso a la más fiel comprobación empírica: las largas colas ante el puesto de entrada y el continuo entrar y salir de personas y, especialmente, de familias enteras, por las distintas puertas que se habían habilitado demostraban cuán pocos se habían resistido a participar en la celebración. Al entrar, la inmensidad del Pabilón 1 lo hacía inabarcable, y el incalculable número de stands que ocupaban la explanada convertían el Pabellón en una auténtica biblioteca borgesiana. Comencé a caminar hacia el fondo, allí en el ala oeste, estaba Solyluna, la editorial independiente que había traducido la novela de Fernando J. López; estaba reunida junto a otras editoriales de la zona de Limoges, según una distribución al cuanto curiosa que mezclaba criterios genéricos y geográficos. Me dirigí hacia allí sin detenerme en ninguna parada, ya habría tiempo luego de perderse geográfica y literariamente; Fernando estaba entusiasmado, la edición francesa de La edad de la ira era un elegante libro, proyecto personal de su editora Esther. Hablamos de la gran afluencia de personas, “y esto a pesar de que entrar no es barato”, le comenté a Fernando: “este es el único defecto del Salón”, matizó él, “sin embargo la gente no se ha quedado en sus casas y ha venido”; con entusiasmo, me explica que antes ha firmado su novela a un niño, uno de los tantos que corretean por los pasillos del Pabellón y que, de pronto, se detienen frente a un libro que ha llamado su atención: lo cogen y, haciéndolo ondear cuan bandera, lo muestran a sus padres con la esperanza de que puedan regresar a casa llevándolo bajo el brazo. “Actualmente, el sector más potente es el dedicado a los libros para niños y a la literatura juvenil”, me explica Esther, la editora de Solyluna, mientras me señala los numeroso espacios dedicados a este público lector, cuya influencia sobrepasa los límites que, hasta hace relativamente poco tiempo, separaba el mundo editorial “adulto” del “infantil”, subestimado, en no pocas ocasiones, por una crítica que niega el adjetivo “literario” a las obras destinadas a quienes, sin embargo, serán los lectores del mañana. Así, en el circular espacio dedicado a los libros artísticos –desde los catálogos de las exposiciones hasta ensayos críticos, pasando por auténticas joyas editoriales que hacen del libro una pieza artística- los libros dirigidos a un público juvenil no están ausentes: en el stand del Museo Pompideau así como en el del Palais de Tokio, Bill Viola, Edward Much,Cartier Bresson comparten estantes con elaboradas ediciones dirigidas a los más jóvenes.

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Junto a la “Plaza del Arte”, algunos incunables, expuestos por editoriales dedicadas a la preservación de manuscritos únicos o exclusivos, reúnen un gran número de curiosos, a la vez que el colorido de los distintos stands dedicados a la novela gráfica, al cómic y, especialmente, al manga llama la atención de un público no necesariamente experto. En efecto, los dibujos del artista Li Kunwu, no sólo trasladan a este público curioso a un género, el del manga o el de la novela gráfica demasiadas veces discriminado por una crítica con anteojeras, sino que también a la China de la primera década del siglo XX y a descubrir los cambios que ha vivido este país tan banalmente topificado desde Occidente. A pocos metros de Li Kunwu se reúnen las antiguas colonias del norte de África así como otros países del mediterráneo africano: Líbano, Marruecos, Congo –cuyos responsables visten sus vestidos típicos de inigualable y bello colorido- Tunez… Por unos instantes las distancias geográficas desvanecen, y junto a estos países, aparecen Rumanía, Israel, China y, pocos metros más adelante, Argentina que, como país invitado, se eleva por encima de todos los demás. Una pequeña Mafalda da la bienvenida a la exposición fotográfica dedicada a Cortázar, emblema en el centenario de su nacimiento: mientras muchos pequeños se divierten jugando con la pequeña gran heroína de Quino, cuyos libros presiden, junto a las obras de Cortázar, el espacio dedicado a la venta, los adultos contemplan las primeras ediciones de las obras del autor de Casa Tomada. Entre aquellas ediciones, descubro la edición de Bestiario de editorial Sudamericana, libro que llegó a mí muchos años más tarde de su primera publicado en la edición de Alfaguara de los Cuentos Completos y reencuentro la verde portada de Rayuela en su edición de Sudamericana que todavía tengo en casa, como herencia prematura de las lecturas juveniles de mi padre.

IMG_1086Salgo de Argentina y me pierdo por el mapa geográfico de Francia, las editoriales son los topónimos improvisados de un recorrido marcado por la errancia: de la emblemática Seuil a la paradójica editions inculte, de la reminiscente Belfond a la rigurosa Gallimard, de la “Press” universitaria a las bibliotecas estatales y así hasta terminar en los principales periódicos, de Le Monde a Le Figaro, pasando por Libération. Han transcurrido casi dos horas desde que me despedí de Fernando, prometiéndole que volvería en apenas una hora a saludarlo, antes de regresar a casa. Son las seis pasadas, según el tradicional horario francés, la tarde empieza a llegar a su fin, en apenas una hora llega la hora de sentarse en torno a la mesa para cenar; sin embargo, el Salon du Livre parece haber suprimido el canónico escandir del tiempo: la gente sigue recorriendo los distintos stands, los niños siguen correteando por los pasillos en busca de un libro para leer esta noche. Nada parece haber cambiado, el frenético deambular del mediodía no ha cesado, “todavía nos queda hasta las ocho”, me dice Fernando al verme llegar, exhausta por un recorrido que, sin duda, se ha quedado incompleto: “me quedan cosas por ver”, le confieso, “pero ya no sé cuáles, el Salón es inmenso, imposible agotar todas las posibilidades que te ofrece”. El cansancio no ha conseguido vencer el entusiasmo de Fernando, patente en cada uno de sus comentarios: “he conseguido explicar en francés la trama de mi novela a un lector a quien el título le había llamado la atención”, me explica justo antes de despedirnos. A él todavía le quedan algunas horas, yo comienzo mi camino hacia la salida, un lento trayecto que nuevos libros, olvidados o ignorados, detendrán en más de una ocasión. Cruzo, una vez más, por la “plaza del arte”, a lo lejos observo el rostro de Cortázar, mientras el colorido del Congo vuelve a llamar mi atención. Recorro el Pabellón, reconvertido en un relato polifónico donde las voces se confunden; desaparecidas las jerarquías críticas y los márgenes geográficos y culturales, el Salon du Livre es un lugar de encuentro y de recuentro de la(s) literatura(s). El escepticismo inicial ha cedido su lugar a la sorpresa y a una cierta admiración: la literatura no son stands de editoriales o de grandes instituciones tratando de vender sus libros-productos, la literatura no es una curiosa contemplación hacia un exotismo cultural que, sin embargo, seguimos ignorando; la literatura no es una firma de un autor, ni tampoco un libro comprado a un niño si después no vienen otros. Si bien la literatura no es esto, son todos estos detalles los que conforman el marco entorno al cual gravitan lectores, más o menos potenciales, que un día decidirán abandonar la frontera trazada por el marco y abandonarse a la literatura en su más vasta y plural definición.


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