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El mundo y su prosa: «Te regalaré el mundo» de Marta Fernández

Por Anna María Iglesia , 1 septiembre, 2014

Por Anna Maria Iglesia

@AnnaMIglesia

“So-metimes I think there must be a sort of pollen of ideas floating in the air, which fertilizes similarly minds here and there which have not had direct contact”

William Faulkner

Cuando en 1932, una periodista le preguntó a William Faulkner sobre la influencia que había ejercido James Joyce sobre él, el autor de El ruido y la furia formuló una de las ideas más poéticas acerca de la influencia literaria: Faulkner le comentó a la periodista su creencia en que debía haber un tipo de polen de las ideas “flotando en el aire y que fertiliza mentes similares aquí y allá que no tienen contacto directo”. Siempre me gustó la idea de Faulkner, seguramente porque libera la literatura de los encorsetamientos a los que la teoría la circunscribe; siempre he creído que hay algo de indecible, de indescifrable en la creación literaria, algo que sobrepasa todo intento de teorización porque, al fin y al cabo, como decía Maurice Blanchot, la literatura comienza con el misterio de la pérdida, con la mirada de Orfeo que, al girarse para mirar a Eurídice, quiebra su destino: “no se escribe si no se alcanza ese instante hacia el cual, sin embargo, sólo se puede dirigir en el espacio abierto por el movimiento de escribir”.

mundo 1Dicen que el polen es aleatorio, que cae donde no se le espera, inesperadamente, pero las historias no, los relatos nos pertenecen, nada parece haber de aleatorio en ellos: “Siempre he creído que los libros nos eligen, como nos eligen los amigos”, reflexiona Leo, el protagonista de Te regalaré el mundo (Espasa), la primera novela de Marta Fernández; los libros, prosigue el protagonista, perdido entre las estanterías de la librería londinense Henry Sotheran’s, “se hacen visibles en las estanterías para que nos los llevemos en el momento adecuado”. En aquellas estanterías, el protagonista creado por la periodista y escritora –y con todas las letras de la palabra-, encuentra su historia, un relato duplicado del que él es autor y protagonista, lector y escritor a la vez. Frente a las estanterías de la librería londinense, Leo se desprende del hábito de periodista y se abandona al entusiasmo libresco propio de los coleccionistas, de los letraheridos, quienes encuentran una privada emoción al “encontrar un ejemplar de Peter Pan en Charning Cross”, por “tener en las manos una primera edición firmada por DeLillo” o “por la sorpresa de un Viaje a las Hébridas en un papel que amenazaba con desintegrarse”. Del mismo modo que Walter Benjamin al desembalar su biblioteca, Leo parece redescubrir entre las paredes de la librería que en cada uno de los volúmenes, adquiridos, ojeados y leídos se encierra, como bien dijo el filósofo alemán, “lo individual”; los libros y la escritura son para Leo el “ámbito en que queda petrificado» él mismo, «mientras lo recorre todavía el último escalofrío de la adquisición”. Te regalaré el mundo es, ante todo, una novela acerca de la escritura y del relato entendido, postmodernamente, no sólo como trazo escritural sino como el sustrato múltiple, tantas veces indescifrable, sobre el que inscribimos nuestra existencia individual y colectiva, el sustrato sobre el que tratamos de erigir un siempre vacilante e incompleto yo en relación con los otros. Te regalaré un mundo es el relato de la búsqueda de una identidad perdida, nunca hallada, una búsqueda que el protagonista ensaya a través de la literatura, a través de su propia creación literaria, pero también a través de su experiencia lectora ante un manuscrito –Fernández se apropia del liet motiv con ejemplar habilidad- encontrado de forma, aparentemente, aleatoria y casual entre los estantes de la librería.

Sin ostentación banal ni manierismo, Marta Fernández entra por la puerta grande en el panorama literario, poniendo en cuestión las recurrentes etiquetas impuestas por apocalípticos que prefieren prejuzgar antes que leer, los mismos que se olvidan que el magistral Italo Svevo era un empleado de banca, mientras que el indiscutible Franz Kafka trabajaba en una agencia de seguros. Sí, Marta Fernández se revela como una gran escritora, no sólo conocedora de la tradición literaria –cosa que queda patente en las constantes menciones y referencias literarias presentes en todo el texto-, sino como una escritora que, como diría Harold Bloom, es capaz de reapropiarse de la tradición para reescribirla. La novela tiene una estructura dual, dos relatos, uno ambientado en el presente y el otro en la corte de Felipe VI –cabe destacar la habilidad de Fernández en cambiar de registro lingüístico en el momento de narrar y construir los diálogos de la corte- se presentan de forma paralela hasta que, en la página 213, confluyen en un movimiento muy borgesiano, en el que la autoría de ambos textos se entremezcla, y las figuras de lector, autor y personaje se confunden en la indefinición. La novela prosigue sin desprenderse en ningún momento del sustrato literario, algo ensayístico, y sin desprenderse de las constantes reflexiones acerca de la escritura como medio para buscar -una búsqueda que nunca tiene final- el yo -¿habrá leído la autor a Montaigne?-, incorporando un matiz de intriga y una reflexión acerca de los límites de la ciencia –extraordinariamente amplia, es la documentación que sin duda ha consultado la autora-, y, en concreto, acerca del individuo, del ser humano, indudablemente imperfecto, ante la posible perfección artificial de la maquinaria robótica.

marta

Si bien, siempre he confesado mi afiliación estructuralista al concepto de muerte del autor, si bien siempre he defendido la necesidad de olvidarse del autor para hacer hablar al libro, permítanme que, al menos en esta ocasión, haga una excepción. Te regalaré el mundo es ante todo la novela de una lectora. Como en su día dijo Enrique Vila-Matas, el escritor es ante todo un lector y Marta Fernández es una gran lectora, se percibe en cada página de su novela, aunque su pasión lectora –y no sólo por Pynchon– era de sobras conocido por el indefinible espacio que algunos llaman –llamamos- “mundo literario”. Carcomida por la rabia por no haber podido acudir a la Feria del Libro de Madrid del pasado año, desde Barcelona recibía cotidianas narraciones de amigos y compañeros de andanzas que pasaban sus horas tras las casetas de las distintas editoriales; “se ha leído la mitad del catálogo de Alpha Decay”, escribió un amigo, cuyo anonimato comprenderán, el pasado mes de junio en Facebook. El comentario, seguido por varios puntos exclamativos, estaba presidido por una foto de Marta Fernández, colgada con indudable admiración por mi amigo, quien comentaba extasiado la visita de la periodista a su caseta de la Feria: “Ayer compró un libro en la caseta Marta Fernández”, comentaba junto a la foto, “a mí se me frieron las meninges y me temblaron las rodillas. Me puse nervioso. Era así como muy impresionante, extremadamente simpática y hablaba de los clásicos penguin con su amiga”. Los compañeros y amigos no tardamos en hacerle irónicos comentarios –“¿Se llevó el de Jim Dodge?, comentaba uno sin obtener resupues-, mientras él recalcaba su admiración por el conocimiento literario de Fernández, su dominio de los clásicos Penguin y su profunda admiración de la que sin duda es una de las editoriales contemporáneas más interesantes.

La anécdota, sin duda intrascendente, al menos para todos menos para mi emocionado amigo, no es excusa para alabar una novela, pero Te regalaré el mundo no necesita excusas ni motivos extra-textuales, se defiende solo por su valor literario. Sin embargo, la anécodta es, creo yo, el corolario perfecto para enmarcar a la autora, a la escritora, Marta Fernández, y para, a lo mejor, observar con más claridad que la riqueza literaria, estilística y genérica de Te regalaré el mundo sólo es posible porque detrás de él se esconde un escritor que, antes que nada, es un magistral lector. Mañana sale a la venta la novela, mañana será deber de la crítica aplaudir más allá de los nombres, etiquetas y prejuicios; a partir de mañana el lector podrá adentrarse en este viaje literario y existencial y acompañar a su protagonista, Leo, en busca del yo a través de sus relatos y de los ajenos. Si bien nunca he creído en las fajas promocionales que adornan los libros, puede que en esta ocasión tenga razón Máxim Huerta cuando allí afirma que tú lector no “podrás evitar sentirte aludido”, pues en la búsqueda de ese yo literario, el lector inevitablemente inscribirá su nombre y su rostro. Al fin y al cabo, como dijo Montaigne, la existencia es la constante búsqueda –el constante ensayo- de un yo siempre fugaz, nunca aprensible, vacilante, condenado –puede que afortunadamente- a esa incompletud que la escritura busca solventar.

 

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