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El incidente del Equinoccio de otoño

Por Víctor F Correas , 26 septiembre, 2014

00:14 del 26 de septiembre de 1983. Calma chicha en el búnker Serpukhov-15, en las cercanías de Moscú, centro de mando de los satélites soviéticos de alerta temprana. Y eso es lo mejor que se puede decir. Los días anteriores no invitan al optimismo.

Tres semanas antes, un caza soviético derribó por error un avión de pasajeros en Corea del Sur. Esa fue la explicación oficial. Punto. El vuelo 007 de Korean Air iba lleno de norteamericanos, entre ellos Larry McDonald, congresista. Los huevos por corbata. Eso mismo también lo piensa Stanislav Petrov, teniente coronal de las Fuerzas de Defensa Aérea Soviética. A él le toca hacer la guardia esa madrugada. Una rutina más. Al menos confía en ello.

Incidente de equinocio de otoño el cotidiano víctor fernández correasPetrov revisa los sistemas. Las órdenes son claras: si se recibe un aviso de misiles entrantes procedentes de EE.UU, respuesta inmediata. Pepinazo al canto. O pepinazos. Una buena ensalada entre unos y otros. Pero la cosa está tranquila a pesar de los antecedentes. Una taza de café le ayudará a pasar mejor el trago de la guardia. Hasta que salta una alarma: un satélite ruso acaba de detectar el lanzamiento de un misil desde la base de Malmstrom, Montana (EE.UU). «¡La madre que los parió!», se oye en la sala. «¿Están locos o qué?». «¿Por un puto avión?». Los comentarios se suceden en el búnker. Nervios, carreras, gritos, voces. «¡Hay que responder!», escucha Petrov a su espalda. Y es cierto; apenas hay tiempo para reaccionar. En 20 minutos el misil impactará en Moscú. O en San Petersburgo. O en Volgogrado. A saber. Sin embargo, Petrov controla la tensión y escupe una frase que todos encajan con asombro: «¿Un misil nada más? ¡Nadie empieza una guerra termonuclear sólo con un misil». Tranquilo, da un trago a la taza de café. Se lo toma con cautela. No es la primera vez que el sistema da un error de esas características.

Minutos después los ordenadores lanzan una nueva alerta: otros cuatro misiles han sido lanzados. ¡»Hijos de puta!». Los compañeros de Petrov estallan. «¡Cinco misiles, teniente!», vuelve a oír a su espalda. ¿Y si es cierto?, reflexiona por un instante. Nunca se ha fiado de esas máquinas de las que depende la seguridad de la Madre Patria pero siempre existe esa posibilidad. Además tampoco dispone de otra fuente con la que contrastar el lanzamiento de esos misiles. El búnker es un hervidero de voces. Si es cierto que han sido lanzados y los detecta el radar terrestre sólo quedarán unos pocos minutos para responder. Petrov no vacila; sus compañeros le grita, chillan, le piden que actúe. Él permanece impertérrito. Su voz serena y clara resuena en el búnker: «Os repito que una guerra termonuclear no se empieza con cinco misiles». ¡»Los cojones»!, responde otro militar dando muestras de gran nerviosismo.

De pronto, la red de satélites Molniya emite una nueva señal: falsa alarma. No ha habido lanzamiento alguno de misiles por parte de EE.UU. Silencio en el búnker. Suspiros de alivio y caras de angustia contenida. Stanislav Petrov da un último trago a su taza de café. Luego mira al militar que antes le chilló y le espeta con tranquilidad: «Ya le dije que una guerra termonuclear no se inicia con cinco misiles de mierda».

Tiempo después se supo que las falsas alarmas fueron causadas por una rara alineación del sol sobre las nubes de gran altitud y las órbitas de los satélites. «¿Alguien quiere un café?. Invito yo». Stanislav Petrov abandona el búnker y se dirige a la máquina de café. Sólo espera que el resto de la madrugada sea más tranquila. Le apetece leer un poco. Tiene una novela a medias. A ver si con suerte la acaba.

Ese día, 26 de septiembre de 1983, el mundo se libró de un conflicto nuclear. Fue el día del ‘Incidente del Equinoccio de Otoño».

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