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El habla del mexicano, enemigo de la realidad

Por Eduardo Zeind Palafox , 28 noviembre, 2016

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Por Eduardo Zeind Palafox

La política, enseñó Ortega y Gasset, es la superficie de la cultura, y no declara verdades al empirista ni al filósofo pragmático, pero sí al curioso impertinente, al que ha aprendido que gran parte del mundo social está basado en imaginarios fortísimos, tanto, que parecen visiones merced al lenguaje que los encarna.

De día, en pláticas laborales y de compadres, y de noche, en diálogos amatorios y confabuladores, se oyen palabras agresivas, tantas, que el sistema de significados que las sostiene está transformándolo todo en peligrosa cueva demócrata. La idea del mal, cuando es fragmentada, puesta en todas las palabras, se racionaliza, se injerta en todos los conceptos, instrumentos intelectuales con los que emitimos juicios. Conceptos malos sobre objetos inanimados producen no instrumentos o útiles, sino armas.

La realidad, según los estudios existencialistas, no es algo variado sobre el espacio, un martillo sobre la mesa que puede quebrar cabezas o sepultar clavos, sino un grupo de ideas que después de ser usadas, como la de “martillar” o “matar”, se diluyen en el espacio, donde cabe todo, hasta la moral. Los mexicanos, a fuerza de hablar agresivamente, de concebir maldad, que siempre es abominable, digna de ser ignorada, se hacen sordos que sólo oyen murmullos, soberbios capaces de desdeñar el decir y la ayuda de los organismos políticos internacionales que han dictaminado que México es incapaz de gobernarse a sí mismo.

Ciegos, maldecidos por el prójimo, enseñoreados por la ira, urden símbolos bélicos que jamás se hacen armas materiales, y afirman que guerrearán contra el país de Trump no con ideas, dinero y fuego, sino con alegorías. Pero es imposible que un país que vende sus votos, su opinión política, el resumen de sus esperanzas, teja alegorías ideológicas, hirientes, símbolos o palabras capaces, a decir de Althusser, de apropiarse ideas generales.

Quien como el mexicano vende su vida social no ve en la política el grosero accidente o asidero de lo histórico, sino mero chismorreo primordial. El mexicano no entiende qué significa la palabra “historia” porque ésta es noción lejana para todo pueblo enemigo de la filosofía, esto es, no avezado a rastrear desaforadamente la substancia de las cosas, lo imperativo, lo moral, que no debe atenerse a las circunstancias.

La única substancia útil del mexicano, parece, está en el mito que más o menos dice así: “México, por ser país riquísimo en recursos naturales, progresará cuando quiera”. Sin filosofía, sin pensamiento substancial que halle lo substancial, no hay definición para la palabra “naturaleza”. Oro, petróleo, animales, mares, etcétera, sin filosofía se transforman en males, en peso, en posibilidad mágica para el haragán y en tesoro oculto para el frívolo.

El hablar quejumbroso del mexicano, como todo hablar similar, es más ruido, onomatopeya, interjección, griterío, gemido, que articulación de términos. Signar cosas con sonidos y no con palabras es balbucear, barbarizar, volver a la ingenuidad política del primitivo, que parlotea sin poder clasificar lo circundante. La espontaneidad política es la madre del desorden histórico, si tal existe.

El lenguaje es en los pueblos cultos, políticos, teóricos, puente entre las personas y las ideas. En los pueblos incultos, al contrario, es ruido, barrera, deformación de la vista y del oído. El mexicano vive entre ruidosos trenes y aviones modernos, pero no “en” la modernidad ni cual moderno. Es moderno quien anda “mirando en torno”, citando a Heidegger, según una teoría política científica, totalizadora, de la que se desprenden programas, estrategias y tácticas para el vivir racional.

La clase media mexicana, la única que puede leer los libros adecuados para teorizar, para caminar sobre la ruindad, pues ha sufrido los dolores de la clase baja sin que el espíritu se le muera, proviene de la proliferación de la economía de los servicios y de las pequeñas fábricas, elementos insuficientes para modernizar a las personas. Ayer, mirando a un campesino tecnificado que vendía dulces en las calles mientras escribía mensajes en su teléfono, pensé que no basta ser vendedor, obrero o profesionista para ser moderno. No es moderno quien campesinamente cree que el sudor es el combustible del triunfo.

 Sólo la razón alimentada por la historia, conciente, y forjada por la economía y la filosofía, que la ponen en la tierra sin quitarle dignidad, puede modernizar a un hombre. La razón sin historia es escéptica, hermética, y la historia sin razón es dogmática, demasiado maleable. El mexicano cree que conoce la historia de México, pero sólo conoce la historia de las aristocracias mexicanas.

La clase media que describimos desprecia a la clase baja, a la que ningunea, y odia a la alta, a la que mucho estima y aborrece porque le muestra y le cierra las puertas del poder. En México el poder, que es accidental, gobierna al saber, que hemos dicho es substancial.

Recorramos los males que acarrea el parlotear maligna, accidentalmente, el hablar enderezado a escamotear del paraje nacional a los pobres o proletarios, que son la única fuerza bastante para cambiar el rumbo político del país.

En primer lugar está el funesto hábito de denostar, o enjuiciar, aquello que carece de identidad. Encarecer recuerdos ajenos, vituperar rostros del presente que nos parecen traidores y aplaudir proyectos importados, es cualificar abigarrados imaginarios, no realidades nítidas. Recuérdese que todo lenguaje agresivo, iracundo, está obnubilado por las pasiones.

En segundo lugar está el cualificar según el movimiento dialéctico del tribal, que dice “mal” siempre que no percibe lo bueno. Raro que el que no posee teoría política pueda observar los objetos imparcialmente, como simples medios para realizar fines. El trabajo, el ahorro, la austeridad, no son para el mexicano medios, sino castigos que merecen escarnios y groserías, ser descalificados, descualificados, es decir, que merecen ser invisibles, no parte de la realidad.

En tercer lugar está el gusto por la contradicción. Ser al mismo tiempo gran señor español y pobre indígena, hospitalario y ninguneante, sabio refranero sin lecturas y crítico social corrupto, causa un hablar barroco, abogadesco para el ignorante y tabernario para el intelectual, un desorden gravísimo en la mente.

En cuarto lugar está el vicio milenarista, consistente en temporizar lo que es menester hacer. El milenarista espera que las mudanzas políticas sean iniciadas por fuerzas divinas o profetas o reformistas, que sólo escuchan, como santos, al mísero que ora ensartando reclamos e insultos para el poderoso. Y finalmente está la ceguera mundana provocada por el constante machacar lo viejo con palabras altisonantes, machacar que pulverizando ensucia cada cosa cercana.

Las groserías, al encender la fantasía de quien las profiere, no iluminan, sino queman semánticamente cuanto tocan. Sólo la ciencia filosófica puede darnos un lenguaje ordenado y apto para contemplar el tiempo que corre no sobre símbolos religiosos o nacionalistas, como mártires o caballos, como antaño, sino sobre las ciencias.–


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