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El dolor

Por Yolanda Larrea Sánchez , 10 noviembre, 2014

 Pensaba en las víctimas del autobús siniestrado en Murcia. Pensaba en el dolor de sus familiares y amigos, que nada esperaban y cuyo llanto inunda hoy los televisores. Quién se lo iba a decir a ellos. Los suyos, su gente. Emociones, sueños y ambiciones destruidos en un instante, en la fugacidad de la tragedia. La muerte jamás entiende de relojes y, nosotros, nunca la entenderemos a ella. Quién nos lo iba a decir a los que nos quedamos aquí, en una carrera de fondo que siempre acaba mal, pero cuyo paisaje no nos queremos perder. Es la vida. Ésta, que tampoco entiende de relojes. Ésta sí que no. De mientras, nosotros, serpenteamos el abismo de pensar en algo que no podemos controlar. Asusta la verdad, que tenemos fecha de caducidad y una historia por escribir. Que nos la puedan quitar cuando llevamos solo unos renglones no entra ni en nuestros planes, ni en nuestra cabeza, aunque en los días de sonrisas y rayos de sol nos sintamos inmortales.

Cuántas veces una se sube a un autobús y cierra los ojos, con la seguridad de quien siempre los ha vuelto a abrir. Entonces, pones tu canción favorita, bostezas y esperas no llegar muy tarde. El final, en esta ocasión, ya lo sabéis. Putadas del destino, supongo. Esto lo asumimos. Pasa muchas veces, pero siempre esperamos que no nos pase a nosotros. Pero qué injusta es la vida. Y por ese maldito instante. Una se pregunta qué ocurre, qué confluye en el universo para que la curva que dan camino de Cieza, sea la última. Y nos congele a todos. Se ha de hablar y tomar medidas, pues cada cierto tiempo nos levantamos con una tragedia similar. Y las  vidas se siguen escapando, pero las heridas nunca se cierran.

Las familias de estas catorce víctimas se han roto por dentro. No hay consuelo para su dolor. El resto lo compartimos. Bullas sufre. Que llore, y que se abracen fuerte, pero que no se olviden de continuar. Los que seguimos aquí no podemos permitirnos olvidar. Nadie lo espera. Nada lo pide. En unos días los medios ya no hablarán de la tragedia. Y creerán llorar solos. Pero no será así. Ahí siempre estarán los vuestros. Los de allá y los de acá. Porque el amor tampoco entiende de relojes, pero éste se abraza al tiempo. Éste sí se queda. Reposado, sutil, pero nunca efímero. Como quien dibuja su nombre en el vaho del cristal de un día de lluvia. Cuando vuelva el frío, seguirá ahí, Pero quédense con el nombre, no con la lluvia. Y, recuerden: un  ‘te quiero’ nunca fue más importante.

Para qué tanta vida, señor, para qué tanta vida, decía la Pizanik. Pues para vivirla, señores, para vivirla.


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