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El científico, el intelectual

Por Eduardo Zeind Palafox , 4 julio, 2018

Por Eduardo Zeind Palafox

Una cosa es ser científico y otra ser intelectual. El científico trabaja la realidad y el intelectual la realidad y la idealidad. El instrumento del científico es, sobre todo, la lógica, y el del intelectual es la lógica también, pero además la dialéctica. El científico, con la lógica, busca la verdad, y el intelectual, con lógica y dialéctica busca la verdad y la libertad.

La realidad que escruta el científico es la relación meramente material entre nuestra razón, nuestra vitalidad, la naturaleza y la “gente”, ese conglomerado de desconocidos que componen la vida meramente pública, relación que se expresa con jerga instrumental que fomenta el utilitarismo. Tal relación, para ser aprehendida, exige el uso de la lógica, que definimos del modo siguiente: proceso de intelección que con informaciones científicas, no imaginarias o procedentes de la opinión pública, recuerda, reconoce y prevé objetos, situaciones y conceptos, crea categorías espacio-temporales y ordena lo pasado, lo presente y lo futuro. En suma, merced a la lógica, que para serlo es científica, distinguimos la realidad de la idealidad.

¿Pero qué es la idealidad? Es la relación formal de ideas, sentimientos y cultura que se expresa en lengua poética, creadora, de la que emergen mitos necesarios para vivir humanamente y no sólo animalmente. La idealidad sólo es captada por los intelectuales. ¿Por qué? Porque la dialéctica es, según pensamos, arte de urdir proposiciones basadas en lo necesariamente ideal o real, de refutar las posibles antítesis de ellas, de declarar la pugna con lenguaje cultural o nuevo y de adjetivar, de aclarar, ideas mal usadas, conceptos vacuos, imágenes ilusorias y sentimientos abigarrados.

El científico es incapaz de ejecutar lo dicho porque sólo le importan algunas parcelas del mundo, porque no cuestiona los fundamentos de su quehacer, porque no inventa, sino pulimenta palabras eficientes, añejas, y porque las ideas, lo filosófico, le parece entretenimiento ocioso.

Max Weber («Essais sur la thérorie de la science») ha dicho que los sociólogos, que son científicos, en las universidades no deben pronunciar “discursos”, sino dispensar “cursos”. Pero es imposible que quien escruta sociedades, es decir, idealidades, no saque a la luz cosmovisiones propias. Todo intelectual, al “cosmovislumbrar” (sea tolerado el término), debe hablar sobre asuntos que ignora, por lo que muchas veces parecerá charlatán. Y la sospecha no es novedad, sino añeja cuestión, pues Platón la ha impreso en su “Gorgias”, donde afirma que aquellos que creen ser sabios, conocedores de todas las cosas, esgrimen la retórica, que persuadiendo esclaviza, que en ciencia es aclaración, mas en el terreno de las creencias es fundamentación. En malas manos sirve, dice, no para enunciar verdades, sino para adular, para simular.

Julián Marías («El intelectual y su mundo») asevera que el intelectual, para decir verdades, trabaja “cuestiones delicadas”, tales como la política, la economía, la psicología, la teología, asuntos todos que sin ciencia acaban falsificados o acallados. Del falsificar verdades nace, dice, el “politicismo” y la “clandestinidad”, el transformar lo biológico en nacionalismo, por ejemplo, o el transformar el arte en propaganda de arrabal.

El intelectual, en síntesis, para liberar pueblos, clases sociales, etcétera, debe fundamentarse en la ciencia, mas no quedar atrapado en ella. Todo intelectual destruye lo que ha sido maliciosa o inocentemente hipostasiado, dirime cosas que parecen eternas, desmiente orígenes pérfidos, critica teleologías, distingue lo que ha sido estandarizado y junta lo que ha sido separado por capricho. Así, y después de largas meditaciones, logra andar sobre la realidad, sobre la idealidad, y sintetiza acontecimientos de fuste histórico para humanizar.

¿Qué es eso de “sintetizar para humanizar”? Es hacer lo realizado, por ejemplo, por Miguel Ángel, que adunando pintura y escultura mejoró la percepción humana, o por Marx, que acercando la metafísica a la economía desenmascaró a los capitalistas, o por Leibniz, que concilió matemáticas y teología para acrecer la fe moderna. Tales síntesis, por ser perfeccionamientos de las notaciones humanas, mejoran percepciones, entendimiento y sensaciones sin tornarse creencias, ideologías.

¿Qué impide que actualmente sea casi infernal la vida intelectual? Miguel Vedda ha escrito («Esplendores y miserias de los intelectuales críticos») que los intelectuales de la modernidad viven “desgarrados”, es decir, indecisos entre el gastar la vida en erudiciones o en lo cotidiano. La erudición, lógicamente, no regala saberes universales, sino particulares, ni nítidos, sino indefinidos, pero sí sustanciales, no accidentales, y causales, no sólo efectuales. Lo cotidiano regala sólo vivencias singulares, indefinidas, accidentales y efectuales.

La erudición, pensamos, nos muestra tradiciones, lo épico, y la vida cotidiana invita a ser espontáneos, líricos. El académico, dice Vedda, es obligado por las universidades a escribir al modo periodístico, y el intelectual independiente es obligado por las masas a escribir al modo político. La laxitud periodística y la “vaguedad teórica” imposibilitan la armonización de la universalidad con la especialización, y el politicismo impide la lucidez mental y la libertad individual.

El intelectual, digamos para acabar, mejor se alimenta de la erudición, que es plural, indefinida, sustancial y causal, que de la vida cotidiana, que es singular, también indefinida, accidental y efectual. Aquello que ostenta tales características anda más cerca de la realidad que de la idealidad. Luego, la erudición sigue siendo la vía mejor hacia la libertad.-


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