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«El caso Fischer». Paranoia, ajedrez y destrucción.

Por Emilio Calle , 12 agosto, 2016

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A pesar de contar con la esquiva ventaja de estar basadas en historias reales, las biografías (en este caso fílmica) de grandes personajes de la historia corren el riesgo de quedar varadas (e incluso fagocitadas) por la leyenda de aquel de quien pretenden erigir un retrato preciso. Si la obra se orienta hacia el profano, puede que éste no entienda la mítica atendiendo únicamente a un cúmulo de obviedades. Si, por el contrario, todo está dispuesto para contentar a los que son expertos en el mito, es muy sencillo quedarse corto y agitar descontentos. Y cuanto más esquiva es la figura a la hora de poder fijarla, más complicado resulta cualquier aproximación que no abarque hasta los prismas más incómodos. De lo contrario, defraudará incluso a los que ni siquiera sepan que esa persona existió.

Bobby Fischer fue alguien demasiado oscuro como para reducirlo a una biografía estrictamente lineal. Con muchas más sombras que luces, su vida ha sido casi tan estudiada como sus partidas, que a día de hoy, y a pesar de que los entendidos saben que las ha habido mejores, se siguen considerando como lo más geniales que se han conocido en el mundo del Ajedrez. «El caso Fischer» (insólita traducción de «Pawn Sacrifice», o «sacrificio de peón») quiere adentrarse donde hasta ahora sólo se habían atrevido a entrar los documentalistas, y centra casi toda su atención en el legendario duelo que mantuvieron Fischer y Spassky en 1972, una batalla fundamental en la por aquel entonces más que vigente «guerra fría», y que tuvo como resultado que se acabase la supremacía rusa en el mundo del ajedrez. Pero su director, Edward Zwick (muchas películas famosas, pero muy poco cine en su obra), no es capaz de solventar la ingente cantidad problemas que conlleva presentar al gran público las interioridades de alguien tan huidizo y polémico como Fischer. Tobey Maguire (quien también produce, y es obvio el intento por hacerse con un papel que conduzca hasta las nominaciones) se hace con las riendas del protagonista, aunque en ningún momento tenga el suficiente margen de maniobra para salir de la encerrona en la que Zwick lo encajona desde el primer momento. Es un dato bien sabido que Fischer iba mucho más allá de la excentricidad, y que sus paranoias lo iban anegando todo con sus miedos y sus furias. Y ahí se centra el director, en esa paranoia, a la que atribuye cualquier salida de tono (pasa de puntillas por temas tan espinosos como el conocido antisemitismo de Fischer, que era judío, sus escandalosos comportamientos, sus alucinadas denuncias, sus muchos e infantiles berrinches y llantinas cada vez que perdía, y otras tantas muestras de su extraña locura), y que tienen su origen en el irrespirable clima que se vivía a causa de las tensiones entre rusos y estadounidenses. Es obvio que la «guerra fría» se llevó por delante la poca cordura que tuviera Fischer. Pero la genial demencia del ajedrecista escapa a una reducción tan simplista. Y de ahí que la biografía vaya perdiendo interés hasta hacer soporífera su primera parte.

Esa languidez recupera algo de brío cuando llega la hora de filmar el mítico duelo. Pero Zwick no logra en momento alguno que el espectador sienta la increíble tensión de aquel decisivo encuentro, y menos aún se atreve a rodar y mostrar las partidas de un modo que cualquier pueda vivirlas. Y no porque sea imposible. En 1993, Steve Zaillian estrenó «En busca de Bobby Fischer» (la historia, también real, de la infancia de Joshua Waitzkin, niño prodigio del ajedrez), y no había ni una sola partida que cualquiera no pudiera disfrutar por muy lego que fuese en el tema, usando cuanto tono se le antojaba, hasta derivar en la desbordante calidad humana en el electrizante combate final, y siempre con las piezas en la pantalla, algo que Zwick apenas tiene el coraje de hacer. De hecho, la película se detiene justo en la partida más brillante de aquel encuentro, ni la nombra, y eso que muchos la consideran como la mejor de la historia del ajedrez (no solo por la implacable brillantez de su ejecución y estrategia, también por su convulsiva relevancia), aquella en la que Fischer demostró que su paranoia podía ser el motor creativo para hacer pedazos (y aquí ni se menciona la impiedad y la despiadada violencia de este juego, que tantos consideran un arte) a un oponente al que todo el mundo consideraba invencible, la misma que terminó por sepultarle en uno de los ejercicios de soledad más sobrecogedores de nuestro tiempo.

Una vez más, Fischer queda relegado a su propio misterio.

Seguro que él lo preferiría así.


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