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Educar contra el terror

Por Carlos Almira , 26 junio, 2015

El atentado contra Charlie Hebdo del pasado enero, desencadenó en Francia un debate sobre la educación y la cohesión de los jóvenes en los valores republicanos de ese país. Se habló y se habla, de la escuela, la familia, los grupos de iguales, como centros donde la sociedad plural se juega su ser o no ser en los años que vienen. Es difícil justificar y sostener la legitimidad de un régimen político contra los centros de difusión de los valores de la comunidad, cuando estos se desenvuelven en universos cerrados, y un adolescente de un suburbio de París o Marsella se siente más y antes, miembro de una confesión religiosa que de la sociedad política del país donde vive. A menudo esto puede tener relación con la falta de futuro, la marginación, ingredientes inesperados en la construcción de la identidad. Pues igual que el destino de los objetos, el de las personas está sujeto a la contingencia y, en la medida en que esa sociedad política se aleja del ideal democrático, el propio devenir acaba por no tener nada que ver con lo que uno es.
Hoy ha tenido lugar otro atentado en Francia, en una fábrica de Lyon. El terrorismo, el terror a secas, puede acabar siendo más atractivo, especialmente para los sujetos psicológicamente más vulnerables, que la convivencia pacífica, en especial cuando contra ésta se vuelve la identidad comunitaria y religiosa, irracionalmente construida. ¿Cómo enseñar a los niños, a los muchachos, el valor de la vida y la sinrazón de la muerte resultado de la violencia política? ¿Cómo explicarles que, aunque sean rechazados por una parte de la sociedad donde viven, colocados en una permanente y sutil cuarentena como “emigrantes”, como “árabes” (sales arabes), gentes sin futuro, son, a pesar de todo, franceses y ciudadanos valiosos? ¿Cuántos diputados y senadores musulmanes hay en Francia? ¿Qué valor puede tener un mundo para quien es considerado radicalmente extraño, sutilmente extranjero, desde la cuna?

Educación

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Y sin embargo, el terror no queda por eso justificado. Explicar, tratar de comprender, no es justificar. Además, la marginación económica no lo explica todo. Puede que ni siquiera explique lo más importante. Los mujiks rusos de la época de los zares vivían miserablemente, sujetos al látigo del amo, víctimas del frío, el hambre, el trato inhumano, etcétera. Y sin embargo se sentían de alguna forma, miembros de una comunidad política, incluso religiosa, que trascendía la familia y la aldea. Napoleón y Hitler tuvieron ocasión de comprobarlo amargamente. Algo que no ocurre con muchos niños y jóvenes de cultura musulmana que viven hoy en Francia y en otros países de Europa, en circunstancias materiales mucho mejores que los antiguos campesinos rusos.
Hay dos aspectos del sistema educativo no ya de Francia, sino acaso del mundo actual en occidente, que quizás atan las manos de padres y maestros también en lo que se refiere a la prevención de la socialización de la violencia política en edades tempranas: me refiero a la desvinculación progresiva entre enseñanza y promoción social (fuera de las élites científico-técnicas), y a la incapacidad flagrante, ¿cultural?, de fomentar el valor y el ideal vital de la aventura.
Respecto a lo primero, creo que hemos pasado hace años de sistemas educativos que primaban el esfuerzo y que inculcaban en los jóvenes la idea, el sentimiento, de que aprender en la escuela era una forma de abrirse camino en la vida, lo que equivalía a decir, encontrar un sitio mejor en la sociedad donde vivían, integrarse, a modelos educativos asistenciales. Quizás esto tenga algo que ver con el paso de unas sociedades industriales o en vías de industrialización, donde la escuela era formadora de la fuerza de trabajo especializada, a sociedades postindustriales donde se trata de reproducir una masa dócil de consumidores y trabajadores fuertemente intercambiables y prescindibles en todo momento, en el conjunto del sistema productivo.
El segundo problema es acaso, más antiguo y radical. Occidente dejó de ser hace mucho tiempo, un lugar y una civilización de la aventura. La vida, el valor de la vida como aventura (la diferencia entre vivir y estar vivo), dejó de movilizar la imaginación colectiva de nuestros antepasados europeos hace muchos siglos. Y sin embargo en el liceo elitista del siglo XIX y buena parte del XX, donde leer era una forma de salir del cubículo propio al mundo, la aventura, siquiera fuese imaginaria, formaba parte de la vida (o al menos de una época temprana de ésta, la adolescencia y la juventud, con todos sus sueños), no desdeñable. La aventura era la otra vía de integración del joven en el imaginario colectivo, que lo emplazaba a un futuro y un hacer que rara vez se cumpliría, pero que lo impulsaba más allá de las puertas de su casa, de los límites de su barrio. Los héroes de la Iliada y la Odisea no fomentaban tanto el gusto por la guerra como el anhelo de aventura; el carácter y el valor único e irrepetible de vivir.
Hoy muchos jóvenes sólo encuentran sentido en una u otra forma de destrucción. Prosperan la soledad y el gregarismo. Quizás debiéramos replantearnos y reflexionar sobre todo esto, siquiera sea al hilo del terror cada vez más cotidiano y mediático. Un mundo que sólo produce rebaños corre el riesgo de dar sentido a los lobos.


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