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Discordancia filosófica, gramática y lógica de la invención

Por Eduardo Zeind Palafox , 17 marzo, 2017

 

 

Por Eduardo Zeind Palafox

Investigador de mercados en BILD SMC

 

 

Deja las palabras,
la música y el ritmo;
apaga tus discursos;
túmbate conmigo en la hierba.

Walt Whitman

 

Algunos científicos, sean sociólogos o físicos, llevan en la cabeza filosofías discordantes con los objetos que diariamente estudian. Un físico, por ejemplo, puede ser amigo de la filosofía de Spinoza, quien razonó una naturaleza que naturaliza. Tal físico, al imaginar los átomos, todo lo atomizará con ellos y todo lo tendrá por objeto compuesto. Un lingüista, por ejemplo, puede ser amigo de la filosofía de Ockham, quien creía que los nombres de las cosas eran bastante para conocerlas. Tal lingüista, al imaginar morfemas, deducirá de ellos las posibles formas del pensamiento. Un político moderno, esto es, habitante de un mundo pluralizado, por ejemplo, puede ser amigo de la filosofía de Hegel, quien creía que existía una razón universal que todo lo configuraba. Tal político, al estudiar la historia de los pueblos, querrá desbrozarlos con silogismos, con abstracciones. Cuando filosofía y objeto científico no coinciden se padece la incoherencia epistemológica, la discrepancia entre la teoría, el método y la técnica.

Un artículo de la revista “Letras Libres” (febrero de 2017), exponiendo un análisis de la opinión pública internacional enderezado a describir la imagen que México proyecta al mundo, dice que el país de Octavio Paz es “dependiente”, “emergente”, “exótico” y “bárbaro”. La palabra “dependiente” nos hace pensar que los países son objetos. La palabra “emergente” nos hace pensar que los países se mueven. La palabra “exótico”, del jaez del léxico de Verne, nos hace pensar en selvas, bosques y laberintos. La palabra “bárbaro”, de la cepa de la jerga de Sarmiento, nos hace pensar en cuestiones etnológicas. Tres palabras del mundo físico, nótese, pretenden describir algo del mundo sociológico y una del mundo sociológico es anacrónica. Las palabras, cuando se usan mal, cuando son fragmentos de filosofías ingenuas, distorsionan la lógica. El científico consciente dice “al águila ¡Vuela!, ¡Boga! al marino y ¡Trabaja! al robusto trabajador”, como se lee en un poema que Rubén Darío hizo para Whitman.

Abraham Kaplan, en su texto “The Conduct of Inquiry, Methodology for Behavioral Science”, afirma que existen dos lógicas: la lógica del método y la lógica de la invención. La lógica del método, escribe, nos muestra constantemente el posible “desenlace” de los experimentos, nos enseña imágenes que debemos buscar. La lógica de la invención, en cambio, nos muestra frecuentemente la posible “intriga” de los experimentos y no nos enseña imágenes que debemos buscar, sino a buscar sin imaginar. El lenguaje teatral de Kaplan, de cierto, no ayuda a comprender sus tesis.

La lógica del método, por crear imágenes, destinos, nos obliga al experimentar a construir “in situ” lo buscado, y al hacerlo usamos lenguaje poético, creador. La lógica de la invención, más heurística que silogística, por no mostrarnos imágenes nos obliga a recoger datos con mucha atención y a reconstruir lo percibido, después del experimento, fenomenológicamente con lengua prosaica. Ésta “alienta soplo divino”, según el poema.

La lengua poética parte de la sensación, del dolor o del placer, para registrar percepciones, como olores o sabores. Sentimentaliza notas. La lengua prosaica parte de la percepción, del sonido o del color, para registrar sensaciones, dolores o placeres. Notifica sensaciones. La lengua poética va de lo determinado, de lo lírico, a lo indeterminado, a lo exterior, que adorna. La lengua prosaica va de lo indeterminado, de lo exterior, a lo interior, que moldea.

La lengua poética no capta las cosas, sino deseos sobre las cosas. Heidegger, en “El ser y el tiempo”, lo explica: “una cosa es contar cuentos de los `entes´ y otra apresar el `ser´ de los entes. Para esta última tarea faltan no sólo en los más de los casos las palabras, sino ante todo la `gramática´”. Los sentidos, decía Goethe, fabulan. No fabulan ellos, sino la imaginación, que crea axiomas de la intuición, en palabras kantianas. Entre el mundo físico y el mundo psicológico está la gramática, que complace a nuestros menesteres lógicos y también a los hechos físicos. Es, así, conciliadora, pero inútil para crear conocimiento totalmente objetivo o para crear poesía.

La gramática constituye leyes para usar sustantivos, adjetivos y verbos, elementos que se encajan en ciertos índices intelectuales, tales como “cantidad”, “cualidad”, “relación” y “modalidad”, que sirven para hacer series de objetos, para conocer los contenidos de los objetos, para ordenarlos y para conjuntarlos. Recuerde el lector que somos kantianos y que Kant ha sido usado para asuntos antropológicos y sociológicos y lingüísticos.

La gramática, con sus reglas, constituye imágenes, pero dificulta el hacer definiciones. Una frase hecha, como un refrán o un verso, pueden convertirse, según dice Borges en su poema “Lo nuestro”, en un “hábito”… mental, en una imagen constante. Entiéndase “hábito” mental así: modo particular de conjuntar percepciones, sensaciones, creencias y pensamientos, o por mejor decir, de imaginar. La gramática conforma los hábitos mentales de los hablantes a los que se impone.

La gente sin filosofía, sin capacidad científica, piensa a partir de imágenes inmutables, en su “país de hierro”, como dice el poema, es decir, según la lógica del método. Las definiciones, en cambio, no son puertos de partida, sino de llegada. Dice Marcel Mauss en su texto “La oración” que las definiciones son los productos de la ciencia, no sus utensilios o técnicas. A las definiciones se llega pasando por las opiniones vulgares, siempre medianas, abigarradas, y por los “signos objetivos” de las cosas.

Definamos, ayudados del estilo de Heidegger, prosaico, y de nuestro método filosófico, que intenta explicar las necesidades psicológicas, los tópicos del habla popular, las ilusiones dialécticas, el léxico anfibológico y las mitologías que componen a toda sociedad, qué es una opinión, un signo objetivo y una definición.

Una opinión es un decir fabricado al convivir (necesidad) con el prójimo que señala angustias y utopías (tópicos) heredadas del ir por el mundo forzados (placer dolor, dialéctica vital) y hablando con palabras a la mano (léxico anfibológico) útiles para concordar toda teleología (mitologías). Opinamos, sobre todo, al convivir, al negociar, al persuadir, al comentar la vida ajena. La opinión es arma para sobrevivir. La opinión está hecha de angustias heredadas, como el miedo a la pobreza en México o a la torpeza en Alemania. Vivimos, pues no elegimos nacer, forzados, “echados” en el mundo, improvisando. Improvisando, esgrimiendo léxico conocido de oídas, inestable, obscuro. En tales obscuridades hay teleologías, que al no concordar en el mundo social causan pleitos, guerras, etc. Con opiniones, véase, es imposible la ciencia.

¿Qué es un signo objetivo? Es un vehículo sensorial para comunicar (necesidad) que transmite mensajes cargados de noticias (tópicos) nacidas natural o artificialmente (dialéctica) y que por su eficiencia al hablar a los sentidos (léxico o lenguaje) provoca siempre la comprensión de lo verdadero (no mitológico). Las opiniones no son sensoriales, sino intelectuales, y portan noticias siempre nacidas artificialmente, no de la observación metódica de los objetos. Las opiniones son ineficientes al hablar, pues son polisémicas. Los signos objetivos, en cambio, poseen un solo significado. Las opiniones pueden ser interpretadas ricamente, como lo tornasolado. Los signos objetivos, diferentes, no se interpretan, se comprenden. Con los signos verdaderos, que contradicen a las opiniones, es posible crear definiciones.

Una definición es una distinción intelectual (necesidad) para asir un objeto (describir un nuevo tópico) perteneciente a un orden o sentido representado (dialéctica del orden-desorden) para poder actuar funcionalmente (hablar, digamos), según un fin (mito). Es distinguir, alejarse de lo opinado al convivir y de las semejanzas entre los signos objetivos de cosas parecidas. Tal alejamiento nos pone, por ejemplo, fuera de la cosmogonía popular y dentro de la cosmología científica. En la cosmología científica es necesario cambiar el lenguaje, usar uno no poético, no hecho para diluir lo complejo, sino para señalar relaciones invisibles.

Al mudar el lenguaje común, al abandonar los sistemas metafóricos con los que nos comunicamos con los demás, descubrimos cuál es la filosofía a la que pertenecemos. Y al descubrirla sospechamos de la lógica del método, de todas las imágenes que sobreponemos al mundo. Al quedarnos sin imágenes nos quedamos sin gramática, sin palabras. Y mudos, a decir de Walt Whitman, o sin ritmo, sin música, podemos contemplar, ser científicos.–


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