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¡Dios mío! ¿Qué voto este domingo?

Por Carlos Almira , 16 diciembre, 2015

En mi opinión, la inmensa mayoría de los votantes, en los sistemas parlamentarios, acudimos a las urnas haciéndonos, al menos, dos consideraciones: una de carácter ideológico, y una segunda de tipo más práctico. Votar es manifestar una preferencia política y, por lo tanto, una visión del mundo y de la vida que, dificilmente, puede sufrir un cambio radical (del tipo de una conversión religiosa), como consecuencia de una campaña electoral. Ningún discurso, por elocuente que sea, ningún candidato ni programa, por atractivo que resulte, va a modificar en nada esencial una visión del mundo bien asentada, de la que uno cree ser dueño y de la que, desgraciadamente, muchas veces es sólo, prisionero.
La ideología, ya sea en un nivel elaborado o en el nivel más elemental de la mentalidad, no sólo resiste ante el discurso racional sino ante la misma realidad. aunque tengamos el color negro delante, diremos como en el chiste: «blanco». Cuando más arraigada está en “nuestra” vida, aun cuando sus contenidos sean en principio, moderados, más resistente es no sólo ante las razones de los otros sino ante la propia realidad, lo cual no deja de ser un rasgo de fanatismo. Mucha gente votará siempre (o casi siempre) por la misma opción, pase lo que pase. Aunque aparecieran los cuatro Jinetes del Apocalipsis sobre este sector del cuerpo electoral, el mundo tendría que desmoronarse literalmente en torno a él para que su voto se modificase. In extremis, se refugiará en la abstención en una situación excepcional (por ejemplo, si sus convicciones morales entran en conflicto con la situación general del país). En todos los demás casos, siempre encontrarán una razón para mantenerse en sus principios pase lo que pase, una razón del tipo: “todos son iguales”, o “esto no hay quien lo arregle”, “mejor lo malo conocido”, etcétera.
Para estos votantes, las convicciones políticas son un substituto del pensamiento crítico, si no del pensamiento sin más. Aunque su ideología sea a veces, su cárcel, y el resultado de su opción invariable, sea un empeoramiento objetivo de sus condiciones de vida. Como nadie conoce el futuro, de él pueden extraerse todas las verdades que uno quiera: por ejemplo, que los nuevos aspirantes a gobernar “robarán” tanto como los actuales. En fin: en lo que a ellos se refiere, podrían ahorrarse todas las campañas electorales del mundo; todos los debates y todos los discursos y la propaganda (tantas veces lastimosos) de los Partidos Políticos. Por lo que a ellos se refiere, es como si su voto ya estuviese dentro de la urna desde la Eternidad.Daumier
La segunda consideración, junto a la ideológica, que casi todos los votantes se plantean antes de acudir a las urnas, es de orden práctico. Sobre esta cuestión, los sitemas electorales juegan un papel casi siempre, perverso y distorsionador. Al fin y al cabo, ¿por qué ir a votar? Si uno vota, en este sentido práctico (y ya no sólo ideológico), debe tener alguna razón: primero, para hacerlo; y, en segundo lugar, para hacerlo por una opción determinada y no por otra. Es decir, desde el punto de vista puramente utilitario, lo que uno considerará por encima de todo es el resultado razonable, posible, de su voto. Aquí, los sitemas electorales suelen penalizar sistemáticamente a todas aquellas opciones que rompen o amenazan con romper, con algún aspecto importante del orden de poder establecido (habida cuenta de que los poderosos no necesitan nunca presentarse a las elecciones). Quiero decir que los partidos no arraigados en el sistema y/o recalcitrantes frente a él, aparecen en la parrilla de salida sin muchas opciones reales de representación. ¿Qué ocurre entonces con ellos? ¿Para qué molestarse en votarlos?
Muy pocos (idealistas, en el mejor sentido de la palabra), acudirán a votar por un Partido (o se abstendrán de ir por una buena causa, personal e intransferible), aunque en su fuero interno les parezca el más honrado, acertado, idóneo, etcétera, si saben que su voto, no sólo «no va a servir para nada» sino que, por las reglas electorales vigentes, va a beneficiar precisamente a aquellas opciones que le resulten más idenseables, pero que son las mayoritarias. En principio, nos dicen, las urnas están vacías. Sin embargo no es verdad. La mayoría de los votantes se preguntan qué harán los demás votantes, dentro de su espectro ideológico, antes de decidir su papeleta. En cierto modo, la decisión es sólo aparentemente individual. La razón, incluso la ética, se hacen a un lado ante la sacrosante utilidad. Y la utilidad es siempre un asunto de muchos.
¿Cuántos de nosotros irían a votar si supieran que su opción, sea cual fuere, no iba a obtener sino un resultado ínfimo (o que su papaleta, en cuanto se dé la espalda, va a ir a parar a la papelera o a otra lista que no quiere favorecer, que es un lugar peor que la basura)? Es como una profecía autocumplida: aunque yo quiera esto, sé que muy pocos lo van a suscribir; por lo tanto, si apuesto por ello, no sólo estoy perdiendo el tiempo y mi voto, sino incluso, beneficiando precisamente aquello que no quiero. Pero si no voy a votar, ocurre otro tanto. Esta es una de las razones por las que los partidos que aspiran al Gobierno inmediato, luchan por el famoso centro político (que es un lugar preferente en el escaparate de nuestras expectativas).
En los sitemas parlamentarios, cada cuatro o cinco años los electores somos como consumidores a los que se ofrecen tres o cuatro productos, en general (aunque no siempre) muy similares. El más demandado de ellos, será el que al final tendremos todos, lo queramos o no. hasta las próximas elecciones. Tal es la democracia parlamentaria. Por lo tanto, a la hora de querer, la razón y los principios particulares cederán casi siempre ante este tipo de consideraciones, ideología aparte. Mejor dicho, nuestra ideología nos servirá para justificarnos ante nosotros mismos y ante los demás, esta claudicación de la Razón, de los principios, de la crítica ante la “fuerza de los hechos”. Ya que es muy difícil vivir, con la conciencia tranquila, bajo la sospecha de ser como muñecos en manos de otros, o de la masa anónima. La ideología resuelve, como siempre, el problema.
Sólo aquellos que no claudiquen, se ahorrarán tener que justificarse ante nadie. El precio que pagarán probablemente, es que, como por todo lo anteriormente dicho serán casi siempre una minoría, su gesto difícilmente tendrá los resultados que desean. Porque muy pocos aman sus principios sólo por ellos mismos, sino que también los aman porque quieren y creen que hay la posibilidad, por remota que sea, de realizarlos algún día. Por eso un absurdo manifiesto, una contradicción, algo perfectamente irrealizable, no puede ser nunca un principio sino sólo un espejismo ideológico. Y mientras tanto, la Historia sigue su curso inexorable «sin nosotros».
A aquellos que este domingo vayan a las urnas sólo desde su ideología, no tengo mucho que decirles. A aquellos otros (¿indecisos?), que, además de con su ideología, acudan a votar también desde un criterio de utilidad, si son de “derechas” como si son de “izquierdas”, ¿qué les voy a contar a estas alturas?: tienen cada uno de ellos, sólo dos opciones. Miren ustedes las encuestas, y voten según la combinación que más les guste (si prefieren que salga un gobierno fuerte y eficaz con un puntal débil; o un gobierno más débil pero obligado a dialogar, con un puntal más fuerte, liberal o social-liberal respectivamente).
Por último, a todos los que queden fuera de estos dos grupos, que miren a su alrededor y traten de sentir el paso, el escalofrío de la Historia. Y luego, que voten por el perdedor que más les guste o más se acomode a sus principios, a su juicio crítico, a su razón personal, en vez de hacer lo que esperan otros. Somos como hormigas disputando sobre un volcán. La razón, como la vida, como el cuerpo, es algo personal e intransferible, nunca colectivo. Como me recordaba hace poco, mi amigo Santi: decía Miguel de Cervantes: “debajo de mi manto, al rey mato”.
Que sientan el paso, el escalofrío de la Historia, siquiera una vez cada cuatro años.

«Mi alma está triste (de pura felicidad) hasta la muerte».


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