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De pestes y otros horrores

Por José Luis Muñoz , 16 marzo, 2020

La peste bubónica asoló medio mundo en el medioevo y pasó de Oriente a Occidente; cálculos optimistas hablan de 25 millones de muertos, un tercio de la población europea. Los españoles intercambiamos la sífilis, llamado el mal español (uno de los hermanos Pinzones lo trajo de vuelta en la primera expedición de Cristóbal Colón) y luego el mal francés (imagino que se lo pegamos), por la viruela en el Nuevo Mundo que diezmó más a las poblaciones nativas que los desmanes de los conquistadores. Las muertes se contaron por millones en aquellos años en donde las normas higiénicas brillaban por su ausencia. La gripe española de 1918, a la vuelta de la esquina, hizo estragos en todo el mundo y se llevó a la tumba a unos cuarenta millones de personas en un año. A la altísima letalidad de esas plagas se añadía el miedo totalmente justificable que cerraba sociedades en sí mismas y desconfiaba de los foráneos. El mal venía de fuera, era un clásico que se repetía. Las epidemias mundiales se aliaban con las periódicas guerras que diezmaban la población. Hay quien piensa que todas estas debacles las organiza la sabia naturaleza para controlar ese virus imparable que todo lo devora, que es un cáncer, y que se llama ser humano.

En el siglo pasado hubo dos guerras mundiales atroces que sembraron el suelo de millones de cadáveres, más muertos que todas las pandemias, y en las que los vencedores de los conflictos sacaron buena tajada de ellos. La destrucción da dividendos; la reconstrucción de lo destruido, también. Luego ha habido crisis económicas, cracks financieros que han sumido en la ruina y la desesperación a medio mundo y ha empujado al otro medio al suicidio vital o social. Periódicamente hay que asustar a la humanidad con peligros inventados o reales. Es algo que lo tiene muy bien estudiado Naomi Klein en La teoría del shock que se ha aplicado un montón de veces por parte de Estados Unidos sobre todo en su patio trasero.

Las pandemias más recientes tienen nombres inquietantes, terroríficos. El SIDA acabó con la alegre promiscuidad sexual salida de los campus universitarios de Estados Unidos y las barricadas de París, empezó con los homosexuales, ya que parecía creada ad hoc para ellos (se la llamó la peste rosa), y se extendió a los heterosexuales y a los drogodependientes con un balance de 35 millones de muertos. Lo que no sale de los laboratorios (sobre el origen del sida nadie se aclara) nace de la locura humana. El 11 S marcó época, fue un punto de no retorno ver a esos iconos de la civilización americana que eran las Torres Gemelas  derrumbarse. La cruzada contra el eje del mal, como respuesta a la masacre neoyorquina, fue una lucrativa empresa destinada a dar de comer a los lobies armamentísticos y petrolíferos que habían encumbrado a George W. Bush a la presidencia de la primera potencia.  El terrorismo yihadista era, y es, otra pandemia, destinada a poner patas arriba nuestra organizada sociedad y nuestros modelos democráticos: en nombre de un dios vengativo, como el del antiguo testamento, los yihadistas pasan a cuchillo a los infieles, desprecian la vida, se inmolan, son estúpida carne de cañón triturada y alimentan el miedo, ese negocio tan lucrativo del que viven unos cuantos.

Estábamos razonablemente tranquilos tras varios zarpazos terroristas. La yihad, desmantelado el Estado Islámico, había menguado. Las tensiones entre el loco de la Casa Blanca y el loco de Corea del Norte habían terminado de forma amistosa. Los intentos de invadir Venezuela no acababan de concretarse por el dubitativo presidente de Estados Unidos emperrado en prolongar el muro y expulsar a su clase trabajadora que no tenga pedigrí wasp y el escaso carisma del autoproclamado Guaidó. No había más guerras que las comerciales, que eran muy virulentas entre el gigante norteamericano y el gigante asiático. Los medios no descargaban ya imágenes terroríficas de lo que pasaba más allá de la acomodaticia Europa. Casi nadie se ahogaba (porque ya no era noticia) en el Mediterráneo, y entonces sale ese alien, el bicho, ese enano silencioso que te encharca los pulmones y te ahoga en tierra firme.

Vivimos en Europa desde hace semanas metidos en una película distópica de catástrofes y no se descarta que revivamos algún episodio de Walking Dead tal como van las cosas. Estamos situados entre 1984 de George Orwell, con estados que testean la obediencia de sus ciudadanos, y La carretera de Cormac MacCarthy si las cosas van a peor. Ese monstruo silencioso que se ha metido dentro de nuestros cuerpos y se propaga a velocidad exponencial y mata silenciosamente se llama coronavirus. El coronavirus o Covid 19 (¿qué hicieron los anteriores, qué nos harán los posteriores?) nació, sospechosamente, en esa China que plantaba cara al gigante norteamericano en un momento de enfrentamiento comercial porque un chino se comió un murciélago (llevan siglos comiéndolos). Los conspiranoicos dicen que lo ha expandido Estados Unidos, aunque lo sufra también él porque una vez creado el monstruo, éste se descontrola. El coronavirus está obligando al confinamiento de poblaciones en Italia, en donde el virus corre sin control, y en España que va camino del colapso. Los ciudadanos nos encarcelamos disciplinadamente en nuestras viviendas como si por las calles circularan los muertos vivientes. La realidad toma visos de película de horror y al vecino, amigo y familiar lo miramos con desconfianza, desde muy lejos, como un peligro latente como nosotros lo somos para él. Me viene a la cabeza películas como Alien o La cosa. En realidad no nos fiamos ni de nosotros mismos en cuanto empezamos a toser.

El coronavirus nos hace cambiar los hábitos, olvidarnos de besos y abrazos tan propios de los pueblos del Mediterráneo, mantener un metro de distancia de seguridad y  encerrarnos en nuestras casas en un enclaustramiento forzoso que no sabemos cuánto durará. Es la peste del siglo XXI y los muertos se entierran con secretismo pero aumentan de forma alarmante. En vez de bubones purulentos que explotaban esparciendo miasmas a su alrededor, pulmones encharcados y virus invisibles que pasan de una mano a otra.

A la pandemia vírica se une la pandemia psicológica del pánico inoculado por los medios de comunicación y corroborado por el parte de bajas que crece de forma exponencial. El miedo se extiende con mayor rapidez que el virus, se propaga por las conversaciones y los chats de WhatsApp. Se nos dice que el 70% de la población padeceremos el coronavirus y no sabemos si saldremos vivos cuando nuestro organismo sea invadido por ese monstruo azul y trompetudo que parece un alien pegajoso que se deslizará por nuestra tráquea para hacerse con los pulmones. Christine Lagarde decía que nuestro sistema social es inviable porque vivimos más de la cuenta, por eso se laminó, desde la caída del muro, que cayó para que surgieran otros muchos, nuestro estado de bienestar. Las palabras de la ahora presidenta del Banco Central Europeo dan razones a los conspiranoicos que creen que el virus fue diseñado por ese exclusivo club Bilderberg del que no formo parte y que diseña el mundo por encima de los estados títeres.

Toca atrincherarse en las fortalezas de nuestras casas, leer La peste de Albert Camús, Muerte en Venecia de Thomas Mann, El Decamerón de Giovanni Bocaccio, Diario del año de la peste de Daniel Defoe, toda esa literatura que nació de las epidemias; reflexionar en soledad sobre la especie de la que formamos parte y que está devorando el planeta como una metástasis; bajar el ritmo enloquecido de nuestras vidas y detener el mundo por unos días; rediseñar, quizá, una nueva sociedad que se base más en el ocio y la cultura que en el trabajo y que dé valor añadido a la literatura, la música, el cine y las artes plásticas. Y vivir para contarlo.

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