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De Atapuerca y de las pensiones

Por Luis Rivero , 23 octubre, 2015

 

©Luis Rivero

 

Estaba cenando en un bar de la capital del reino, cuando de repente me doy cuenta de que estoy rodeado de pensionistas. La docena aproximada de clientes del establecimiento eran jubilados que debían sumar, entre todos, casi tantos año como Matusalén. Los benjamines del local en aquél momento éramos la cocinera, la camarera y un servidor. Y uno lo primero que piensa es que el piberío está jodido de perras, pero este argumento no parecía cobrar fuerza en una pulpería gallega donde te hartas a marisco y albariño por quince euros (¡Fetén!, que diría un jubilado). Además, echaban por la tele los partidos de la Champion que retransmitía un canal de pago.

Y es que las llamadas clases pasivas y los pensionistas se están convirtiendo en una de las clases más pudientes de la sociedad. En algunos casos han pasado a ser el sostén de toda la familia, en sentido amplio (yernos y nueras incluidos). Quién lo iba a decir. Basta fijarse en cualquier aeropuerto a donde vaya. Fuera de los periodos vacacionales ordinarios, en la cola de embarque de cualquier destino atractivo, te encuentras con la tropa de pensionistas. Va usted a un concierto o cualquier otro espectáculo de pago, y el 80% del público son jubilados. Compruébelo usted mismo. Y es justo que así sea, que disfruten y celebren su jubileo después de una larga vida laboral.

 

He llegado a la conclusión de que la mía es la generación del desamparo. Los nacidos en las décadas de los sesenta-setenta somos una subgeneración varada a medio camino. En el intersticio del trauma posbélico, el tardofranquismo y la transición. Muchos vivimos una infancia cuasi humillante con el reparto de leche en las escuelas y parvularios como parte de aquella campaña nutricional del régimen. Mientras los mayores mascullaban socarrones: “Viva Franco, y un huevo pa’tres” (y uno no entendía bien lo que querían decir con aquello). Era una época en la que todavía se celebraba la Semana Santa y nos emocionamos con Marcelino pan y vino en aquellas proyecciones en la casa parroquial. Fuimos creciendo y descubrimos con decepción que los niños no venían de París ni los traía la cigüeña. El mismo desengaño que cuando supimos quienes eran los Reyes Magos. Lloramos a moco tendido en el entierro de la madre de Bambi, al que asistimos en la gran pantalla. Y cuando todavía no nos habíamos repuesto de este trauma, fuimos testigos de  como Heide era víctima de la tiranía instructiva de la señorita Rottenmeier. (Quizás aquel episodio traumático es el responsable de que llevemos tan mal las rígidas imposiciones de Herr Merkel). Algunos, en nuestra adolescencia, vivimos la muerte del dictador con expectación y después nos echamos un puñado de sueños al bolsillo. Esperando que todo cambiara de verdad, como mismo anhelábamos cada sábado que Marco encontrase a su mamá.

Por buscarle algún privilegio, somos la generación que dejó atrás las alpargatas y la leche con gofio para convertirse en la generación del Cola-cao y la Nocilla, las playeras Kent y los pantalones Lois. Y muchos se libraron del servicio militar obligatorio por lo del excedente de cupo. Algo que le debíamos –según supimos más tarde– a haber nacido en el epicentro de la generación del baby boom. (Aunque yo creí durante mucho tiempo que era porque nuestros “viejosno tenían televisión en casa). Por lo demás, somos una generación olvidada. La subgeneración que ha quedado atrapada en una tierra de nadie. En ese espacio interfronterizo que ninguno reivindica para sí. Hemos llegado demasiado pronto para algunas cosas y muy tarde para otras.

Las camadas que nos sucedieron gozaron del carné joven, las becas Erasmus y no sé cuantos privilegios. Nosotros, si queríamos salir al extranjero (que era un lugar que quedaba lejísimo), teníamos que currar en verano para ahorrar y comprarnos el Interrail (y un billete de la Transmediterránea hasta Cádiz, los que vivíamos en las Islas porque no había compañías low cost). Y eso ya era un privilegio de los más aventureros y afortunados, porque la mayoría tenía que conformarse con una acampada en Güigüi o en Tiritaña. Los que no tuvieron que irse a trabajar desde los catorce o dieciséis años para ayudar en casa.

Los mayores nos consolaban con aquello de cuando seas padre, comerás huevos (otra vez con los dichosos huevos). Pero resulta que fuimos creciendo y nos metimos en los treinta y tantos, y vimos como las generaciones precedentes comenzaron a gozar de todo tipo de dispensas. Vivían su época dorada con los viajes del Imserso, los clubs de pensionistas y montón de cosas más. Nosotros no éramos lo suficientemente jóvenes para ser jóvenes (con carné y derecho a descuento) porque pasábamos de los treinta, pero tampoco lo bastante viejos para gozar de los viajes y demás privilegios de los mayores de sesenta y cinco. Para los más jóvenes éramos puretillas y para los mayores seguíamos siendo pollillos. Pero el caso es que no llegamos ni al chollo de las prejubilaciones.

Un ministro de Economía, Carlos Solchaga, vino a aguarnos la fiesta y, como si invocara al Oráculo de Delfos, vaticinó un buen día que nuestra generación debería ir pensando en suscribir planes de pensiones, pues no iba a haber ‘pa’tanta gente’. Muchos no le creyeron o pensaron que todavía estábamos muy lejos para preocuparnos.

Ahora sabemos que aquello de “cuando seas padres, comerás huevos” es un lastre generacional que nunca se cumple. Una especie de profecía retórica a la que nadie le hace caso porque su verificación se pospone eternamente.

Desde Europea –de vez en cuando– nos meten el miedo en el cuerpo recordándonos la “conveniencia” de alargar la edad de jubilación, suprimir prejubilaciones y suscribir planes privados de pensiones. Y el ministro de Economía de turno vuelve a alabar las ventajas de suscribir un plan de pensiones privado, y ha dispuesto reformas para rebajar las comisiones de los planes y hacerlos más atractivos. Que es un modo de decir: vete preparando para lo peor… (Y entonces uno piensa: si esto es culpa del baby boom, por qué puñetas no se compraron los “viejos” un televisor para entretenerse).

El otro día escuchaba a Juan Luis Arzuaga, del Proyecto Atapuerca, que con un cráneo en la mano de lo que había sido un varón adulto de unos cuarenta años (lo que a la época era un pureta) que vivió en Atapuerca hace unos 40.000 años, decía que estábamos en presencia de las primeras manifestaciones humanas de asistencia o solidaridad social de la comunidad hacia sus mayores. Es decir, que hace 40.000 años ya existía eso de la previsión social. Ahora, a la nuestra y a las futuras generaciones, probablemente, les den con la puerta en las narices, porque se acabó lo que se daba. Y digo yo que en tantos años no hemos aprendido nada, carajo.

 

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