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CRISIS SISTÉMICA: una infalible herramienta del capitalismo

Por José Antonio Olmedo López-Amor , 8 abril, 2015

 

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Dicen que lo mejor de «tocar fondo» es que puedes hacer pie para subir. Cuando todo va bien, los amigos florecen, la gente se acerca y quiere compartir tu éxito contigo. Las «vacas gordas», esos tiempos de bonanza o buena suerte en que creemos que somos felices, envuelven nuestra vida  bajo una frágil capa de optimismo que enmascara a nuestro entorno pero también a los que nos rodean.

Para muchos, la palaba «crisis» trae mal fario, es algo que tratan de evitar pronunciar, es como el tabú de la palabra «bomba» en un avión; sin embargo, qué duda cabe, es en las situaciones límite cuando somos conscientes de cuánto podemos aguantar, hasta dónde podemos llegar, y lo más importante, sabemos quiénes han estado siempre a nuestro lado y quienes nunca han estado y jamás lo estarán.

Entrar en crisis, a pesar de ser algo que consideramos dañino, puede tratarse de un proceso necesario en el trayecto evolutivo de cualquier ser vivo. La duda, la incertidumbre, el bloqueo, sentirse atrapado y desbordado por las circunstancias, activa en nuestra mente resortes que desconocíamos poseer, y es que el ser humano atesora en sus genes un imperioso afán superviviente que lo empuja a la épica, a la gesta, a crecerse ante la adversidad, hechos que, misteriosamente, le hacen olvidar su condición frágil y mortal. Somos seres resilientes por naturaleza, algo que siempre ha favorecido nuestra supervivencia como individuos, y como especie.

Es preferible soportar el trance de los tiempos convulsos y conocerse a sí mismo, o por lo menos, conocerse más, además de desenmascarar a los supuestos amigos, supuestos familiares o personas de confianza que merodean a nuestro alrededor, que vivir siempre en el interior de una burbuja de apariencia estable que en verdad resulta ser una mentira.

Es muy probable que después de soportar una crisis económica, afrontemos con fuerzas renovadas el futuro, y no sólo renovaremos nuestras energías, sino que valoraremos mucho más cuanto tenemos, seremos menos derrochadores, más eficientes, y potenciaremos nuestra austeridad, nuestra sensibilidad como personas comprensivas y solidarias con los demás, en definitiva, buscaremos nuevos depositarios de nuestra confianza.

Una crisis matrimonial puede enseñarnos el camino de la autocrítica,  el camino de la ternura, de la reflexión, del perdón. Hay típicas frases a este efecto que, aun convertidas en clichés, no dejan de ser de lo más verdaderas, como: “cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana” o “no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos”. Tocar fondo siempre es algo doloroso, pero también una escuela. Las cicatrices endurecen la piel que dañan, las experiencias curten, el dolor nos invita a reinventarnos.

Si una crisis sistémica y global azota a los habitantes del mundo, es muy probable que haya sido orquestada, pero lo sea o no, podemos extraer ciertas conclusiones o reflexiones en todo caso: ¿quién se ha visto beneficiado por ella? ¿Qué factores pone en marcha una crisis para influir drásticamente en nuestras vidas? ¿Sabemos con certeza de qué depende nuestra estabilidad? Si una crisis no ha sido orquestada, cuando menos, su parte positiva es que pone a prueba las virtudes y defectos de un sistema. Y si ha sido prefabricada para golpear a las personas, sin duda es una herramienta letal que permite manipular sin que la persona manipulada pueda acusar a nadie —con nombres y apellidos— de su sufrimiento, además de averiguar hasta qué límite puede soportar un ciudadano antes de rebelarse en armas. Por tanto, ya sea para evitar su reproducción o para tratar de desenmascarar a sus responsables, toda crisis merece una autopsia, un análisis profundo desde su gestación a desaparición, incluyendo el pertinente skyline de los ámbitos modificados en su radio de acción; sólo así su experiencia habrá sido de alguna manera “ventajosa” a largo plazo, salvando las pérdidas y tribulaciones.

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Parece que la mayoría de analistas está de acuerdo en que la crisis “económica” mundial surgió en Estados Unidos (2008), la distancia del tiempo transcurrido desde entonces (8 años) nos brinda una nueva perspectiva con referencia a ese aserto: el dólar ha recortado una importante distancia con el euro. O lo que es lo mismo, el valor de dos de las más fuertes divisas del sistema capitalista occidental se equiparan tras la crisis mundial. Actualmente un euro se cambia en el mercado por 1,0830 dólares. ¿Dónde están aquellas diferencias entre ambas divisas que a principios del milenio eran mucho más abultadas? ¿Acaso han utilizado la crisis como juego económico entre inversores? ¿Estamos ante una nueva forma de «Terrorismo de Estado»?

El periodista Joaquín Estefanía publicó un artículo para el diario El Mundo, el 26 de octubre de 2008, en el que afirmaba, a poco más de un año de comenzar los efectos recesionistas que más tarde terminarían como depresión, «la crisis financiera ha acabado con los dogmas dominantes de los últimos 25 años».

Joseph Schumpeter

Joseph Schumpeter

El sociólogo alemán Werner Sombart creó el concepto económico llamado «destrucción creativa» que popularizó más tarde el economista y fundador de la Escuela de Viena, el austriaco Joseph Alois Schumpeter en su libro Capitalismo, socialismo y democracia (1942). Este concepto engloba el proceso de innovación que tiene lugar en las economías de mercado mediante el cual las nuevas formas, productos, hojas de ruta, no sólo desbancan a los antiguos modelos, sino que los destruyen. Las innovaciones de los llamados «emprendedores» o ejecutivos, constituyen la fuerza que hay detrás de un proyecto económico, del que se presupone, será sostenible en el tiempo; la —permitida— caída de la compañía global de servicios financieros estadounidense llamada Lehman Brothers, considerado el cuarto banco más poderoso de América, confirmó esta teoría de destrucción y renovación al anunciar su quiebra en septiembre de 2008. Por este y muchos elementos más, y según la teoría de Schumpeter, debemos encontrarnos muy cerca de un cambio global inminente.

Para Schumpeter la esencia del capitalismo es el dinamismo, de esta forma, un capitalismo estático sería una contradicción en sí mismo; así, en su citado libro, establece cinco casos de innovación que justificarían la destrucción de la estructura antigua:

  1. La introducción de un nuevo bien.
  2. La introducción de un nuevo método de producción o comercialización de bienes existentes.
  3. La apertura de nuevos mercados.
  4. La conquista de una nueva fuente de materias primas.
  5. La creación de un nuevo monopolio o la destrucción de uno existente.

 

Si bien, en dicha obra, Schumpeter asegura que la dinámica del capitalismo debería estar regida por la libre concurrencia y competencias de los mercados, algo que no ocurre y por la naturaleza de las decisiones que el capitalismo está tomando en la actualidad garantizará que jamás ocurra, prevé un ocaso del sistema capitalista motivado por su propia injerencia en los estados así como por su exacerbada ambición.

Sin duda, vivimos una época en la que un nuevo orden mundial es necesario, aunque quizá no en las condiciones y dirección en que se está desarrollando. Mucha gente se pregunta hacia dónde vamos, pero si somos atentos a esos cinco puntos que Schumpeter mencionaba, veremos que es en el desarrollo de la ciencia aquello en lo que el actual capitalista deposita su máxima esperanza de crecimiento. Vivimos en una sociedad tecnócrata cuyos valores morales son más que cuestionables, las nuevas tecnologías fagocitan la humanización del individuo al tiempo que favorecen a los estados a llevar a cabo su manipulación.

Esa manipulación o alienación de los derechos fundamentales de las personas, es cada vez más evidente y perpetrada desde las instituciones y poderes fácticos de cada sociedad. Algunos intelectuales afirman sin dudar que aquello que el ciudadano medio cree saber —por ejemplo— de su propia Historia, es lo que la Iglesia Católica ha querido y permitido que este sepa; no olvidemos que los escribas de la Iglesia eran los encargados de salvaguardar las fuentes del conocimiento antiguo, así como también eran los encargados de traducir, reescribir o destruir obras capitales de la Historia Universal en función de sus propios intereses.

Lo que conocemos por Justicia o Derecho, trasladado a la legislación de un país, permite cada vez más y con más impunidad, la contaminación viral de sus artículos  —ya sea por inclusión u omisión— con esa sombra alargada del capitalismo encarnado en cláusulas leoninas que estafan, condenan y esclavizan a los seres humanos. Desde el momento en que alguien especuló y le salió rentable, se estableció una especie de contrato tácito entre los pudientes para explotar una nueva vía de latrocinio impune en un intento por patentar un nuevo concepto de rentabilísima «propiedad privada».

Desde que la especulación destructiva es lícita —aun proviniendo de la utilización “ilegal” de información privilegiada— la sociedad sufre sus devastadoras consecuencias. Especular no es de por sí algo malo, pero sí se vuelve muy dañino cuando va asociado a un monopolio; devaluar los bienes en función de intereses, influir direccionalmente en las inversiones basándose en cálculos al alza, emitir a través de los mercados financieros dinero inorgánico favoreciendo con ello la inflación, son factores que bogan hacia la destrucción de una competencia que permita la subida de precios, primero en bienes de primera necesidad y así sucesivamente, hasta constituir una megasociedad global donde las leyes sean regidas por una oligarquía tecnológica y su único y desproporcionado arbitrio.

La actualidad es un escenario perfecto para poner en práctica nuestras dotes deconstructoras, nuestra capacidad de improvisación y creatividad, la realidad líquida de la que hablaba Chomsky, es un medio maleable, plástico y flexible que requiere una adaptación dinámica.

Los momentos críticos son periodos en los que se ponen de relevancia los puntos débiles de toda estructura, por tanto, padecer una crisis es un mecanismo ideal para identificarlos, y así  posteriormente, poderlos fortalecer o suprimir. Para muchos, la impotencia económica, política y cultural son consecuencias de la ingente crisis que sufrimos, para otros, como Alain Touraine, son precisamente esos los factores que han provocado el colapso.

Una crisis, en cualquiera de sus grados, siempre debería suponer la antesala de un cambio, el prolegómeno a una mudanza necesaria que debería trascendernos, desequilibrarnos para equilibrarnos. ¿Dónde nos llevará esta crisis de valores mundial que sufrimos? Quizá a un escenario empeorado por la procacidad de los mandatarios políticos, pero quizá también a un escalón más —en el sentido positivo— en la escalera evolutiva de nuestra conciencia; por lo menos, esa debería ser la aspiración.

Tropezaremos con muchos espejos durante nuestra vida, pero sólo el espejo del sufrimiento nos devolverá un reflejo verdaderamente cierto. El verdadero reflejo del dolor nos hace más humanos, más íntegros, menos vulnerables.

 

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