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Creta de Greco

Por José Luis Muñoz , 14 octubre, 2016

img_2855Ulises navega forzosamente de la isla de Rodas a Creta por el Egeo: Ícaro se niega a volar por una huelga de controladores aéreos. Lo que no sucede en la antigua Grecia sucede en esta Grecia gobernada por un partido de extrema izquierda en donde, hay que decirlo y remarcarlo, no se ven mendigos en la calle, gente removiendo en las basuras ni pobres en las puertas de las iglesias como si se ven en España. ¿La explicación? El gobierno de Syriza, a pesar de los recortes impuestos por la troika y la situación económica crítica, destina partidas importantes al socorro social de los que nada tienen y sin olvidarse de los 60.000 refugiados sirios y los menores que tienen previsto escolarizar. Algo tan simple y entendible como políticas de solidaridad, las que no tienen los gobiernos de derechas europeos.img_2879

El barco, un ferry, sale del puerto de Rodas a una buena hora, las tres de la madrugada, así es que Ulises duerme hasta las dos, se levanta de la cama del hotel alertado por el despertador, toma un taxi, saca su billete en el puerto con viento fuerte, aborda ese barco que viene de otra isla y cae de nuevo en la cama de su cabina con vistas al mar que a esas horas es invisible, así es que duerme muy plácidamente, movido suavemente por el oleaje de ese Egeo hasta muy avanzada la mañana siguiente en la que se levanta para tomar un café con leche en vaso de parafina y una enorme torta rellena de queso que le harta tanto que, tras dar dos vueltas por cubierta, hacer una docena de fotos al barco, a los pasajeros, al mar, a las islas lejanas (en Grecia siempre hay una isla a la vista), se vuelve de nuevo a la cama del camarote, cansado de tanta hiperactividad.img_2915

El barco llega a Heraclión, capital de Creta, quince horas más tarde, a las 17 horas. Heraclio fue el emperador bizantino (610-641) que instituyó el griego como lengua oficial del Imperio Romano de Oriente.  La antigua ciudad árabe de El Khandak, fundada por sarracenos huidos de Al-Andalus, es una urbe alargada y destartalada que se extiende a lo largo de la orilla del mar sin realmente sacarle provecho de él. Así es que, tras dejar las maletas en el hotel, Ulises, aprovechando esa luz mágica del atardecer que embellece hasta lo más sórdido, pasea por el muelle del puerto Veneciano, en el que una fortaleza con el León de San Marcos grabado en una de sus sillares habla de la presencia de los italianos en Heraclión allá por el 1200, y  llega hasta la mismísima punta del espigón, acompañado de jóvenes que hacen footing o van en bicicleta, o parejas que meten a sus perros en el agua, por ese muelle solitario en el que destacan dos enormes barcos cargueros, mellizos, matriculados en Monrovia, el Ida y el Comet, atracados, que parecen abandonados a su suerte aunque haya alguna luz encendida por el pañol de proa para alertar a posibles polizones de que no suban abordo. Los dos barcos herrumbrosos, cuyos esqueletos crujen y tensan las maromas que los sujetan a tierra, tienen lanzadas las escaleras de acceso, así es que Ulises está tentado, por un momento, de subirse a ellos y esperar a que se hagan a la mar, una espera quizá eterna porque el destino de esos hermosos animales marinos no sea otro que el desguace, y el fantasma que los guarde, un solitario enloquecido, que, seguramente, al verlo deambular por los corredores del barco, lo encerrará en la sentina y le hará compartir su suerte. En vez de relato de aventuras, mejor de terror: el guardián solitario del carguero, mientras sus compañeros han desertado o se emborrachan desde hace días en tierra firme, vive encerrado en un camarote y ya no osa hacer rondas por el barco, como hacía antaño, por temor a descubrir polizones en la bodega.  img_2956

Del aeropuerto cercano despegan aviones y estos se alzan sobre el puerto, en un giro brusco hacia arriba, casi al mismo tiempo que entran trasatlánticos, ferris y otras embarcaciones más pequeñas, no porque Heraclión merezca ser visitada sino porque es el puerto más grande de la isla, el de entrada en ella, pero antaño, esta ciudad portuaria fue muy codiciada. Los turcos, en 1648, la sitiaron nada menos que durante 21 años (la muralla veneciana en forma de estrella, de la que quedan restos devorados por la moderna urbe, llegaba a medir 40 metros de anchura) y sacrificaron por ella nada menos que 70.000 vidas por 38.000 cretenses.img_2976

Si hay un hijo ilustre de Heraclión, este es Domenico Theotokopoulos, sobre el que recientemente se ha rodado un biopic en la ciudad (ve Ulises una exposición de fotogramas en uno de los túneles del viejo astillero). En Heraclión, entonces Candía, empezó a dar sus primeros pasos artísticos como pintor de iconos quien más tarde sería conocido como El Greco.  El pintor que llegó a España, del que Ulises admira dos cuadros geniales (El caballero con la mano al pecho y El entierro del Conde de Orgaz) pero detesta o le son indiferentes el resto (tiene la sospecha de que fueron pintados sin entusiasmo, sin poner la sangre en ellos, la pasión que hace que un cuadro no sea una mera ejecución artesana sino una obra de arte), era un griego italianizante pasado por Venecia.img_2981

Recomiendan visitar el palacio de Cnosos, muy a las afueras de la ciudad. El recinto micénico del 2000 antes de Cristo llegó a tener 1500 habitaciones, pero una serie de terremotos lo trituraron. Ulises se pierde entre piedras mal recompuestas, en las que hay que echar mucha imaginación para montar con ellas un palacio, y algunos fragmentos reconstruidos con un sentido del gusto sencillamente infame. Realmente no hay nada que ver en ese mal llamado palacio en ruinas, así es que Ulises regresa de nuevo al centro de la ciudad, abrasado de calor, y toma un autobús hacia Rétimo, una hora y media por una carretera destartalada que sigue la costa y, en algún momento, trepa por montañas del interior.img_3017

Creta, al contrario de Rodas, tiene vegetación, pero no es hermosa, y además el viajero tiene la sensación, según avanza en ese viaje, que los cretenses no acaban de amar su isla, que los cretense, cuando viajan por esa carreteras en sus coches, las toman por un inmenso vertedero al que arrojan papeles, servilletas, latas, botellas de plástico, todo lo que les sobra, así es que no hay un solo espacio limpio en kilómetros y ese paisaje se le antoja tan desolador como la propia Heraclión, en donde el caos urbanístico, en tiempos de la Grecia de los Coroneles, destrozó la bueno que había en la ciudad (se demolieron un montón de palacios venecianos) y se edificaron horrendos edificios de granito en su lugar.img_3037

Rétimo era un puerto veneciano  que tiene una muralla bien conservada y un dédalo de callejuelas entre las que se vislumbran minaretes de antiguas mezquitas en donde ya no hay culto. No tiene hambre Ulises, pero sí sed, así es que se detiene en un restaurante junto al mar y pide unos calamares aceptables y unas cuantas cervezas Mythos que van cayendo a más ritmo que el cefalópodo frito a la andaluza, es decir, con una capa de harina y sal. El mar, calmo y cristalino, tampoco invita al baño porque hay demasiadas rocas, tienen todas  peligrosas aristas que le serrarían las plantas de los pies y tiene la sensación de que hay manadas de erizos en el fondo, así es que ese día tampoco se sumerge en el Egeo, a pesar de que lleva el traje de baño puesto. Así es que después de comer, con Helios que da una tregua ligera gracias a Eolo, pasea por el puerto flanqueado por edificios color pastel y termina sentado en el cómodo diván de un chillout acompañado de un zumo de naranja y una Panna Cotta, el exquisito flan de Mascarpone, por si existían dudas de la impronta veneciana de la ciudad.img_3021

Chania está a una hora de Rétimo, pero ésa sí que es una población a la que vale la pena desplazarse y que justifica su presencia en Creta, la isla más grande de Grecia. Chania, que tiene más aires italianos que turcos, aunque ambos se la disputaron y estuvieron largas temporadas (está descubriendo en este viaje que los griegos actuales son la suma de griegos clásicos, venecianos y otomanos), es una población alegre cuyo casco antiguo se concentra alrededor de una hermosa bahía marina convertida en puerto en donde, sin embargo, no pueden entrar los grandes cruceros, como el que hay, que deben mantenerse más allá del faro. Alrededor del mar, siguiendo la cuadrícula perfecta de ese puerto sin barcos apenas (una decena de embarcaciones de recreo se mecen junto a un barco de esponjas y pequeños barcos pesqueros frente a los antiguos astilleros, y dejando un paso aceptable para peatones y caballerizas, porque pasear al turista por las calles del casco antiguo en carromatos tirados por un caballo es una costumbre del pasado que se mantiene), se alinean una cincuentenas de bares y restaurantes, no muy buenos pero sí caros, en uno de los cuales Ulises se sienta sencillamente para ver el panorama desde la posición privilegiada de una terraza elevada y hacer unas cuantas fotos mientras mordisquea porciones de una pizza fría y una cerveza europea que no está a la altura de las griegas. Si el comandante del ejército otomano que tomó Candía (la antigua Chania) a los venecianos fue ejecutado por perder a 40.000 guerreros, castigo merecido debería sufrir el cocinero que no coció esa pizza que Ulises deja en el plato para alguno de los gatos que se pasea entre las mesas.img_3067

Ulises se mete luego por las callejas del pueblo, caóticas como cualquier medina de Oriente, una sucesión exagerada de tiendas de todo tipo, sin que le apetezca comprar nada realmente de lo que ve (hay consoladores de ébano, de tamaño bastante considerable en honor a Príapo, pero él no usa) y decide caminar en equilibrio por el murete, que cierra el puerto y lo protege del mar abierto, hasta el faro. El agua del puerto parece limpia, cristalina, y le tienta al baño, pero se resiste a hacerlo porque nadie, absolutamente nadie, nada por ese puerto cerrado que de tarde en tarde cruza una de las lanchas que van y vienen trayendo o llevando pasajeros de ese enorme crucero anclado fuera del puerto. Así es que, una vez que alcanza el faro, mira de cerca ese enorme paquebote lleno de turistas aburridos que consumen su tiempo en comer, beber y vestirse de gala para la cena del capitán (Ulises es más de esos herrumbrosos barcos de Monrovia), decide dar media vuelta, buscar la estación de autobuses y regresar a Heraclión, la urbe por la que los turcos no darían ahora una sola vida.

 

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