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Conversaciones con el enjuto podenco Mo: Las armas no son las que matan

Por Andrés Expósito , 10 septiembre, 2014

Se equivocan, nos equivocamos, todos, el error empieza y acaba en la frecuente y reiterada perspectiva desde donde descubrimos y reflexionamos los hechos, los sucesos. Nos separamos, nos alejamos, miramos desde otra imprevista y ajena cumbre, y ya está, nos aborda la resolución, otra resolución. No mata o hiere el arma, al contrario, es el dedo que aprieta el gatillo, la mano que empuña el cuchillo, las deplorables ideologías vertidas en las mentes y absorbidas con tanta sed. De nada va a servir arrojar a hondas cavernas e interminables pozos las armas, cubrirlas con cientos y cientos de hectáreas de tierra, ni destruirlas en globales acuerdos de países, ni siquiera usar el hilo de Ariadna para esconderlas en el intrínseco laberinto del Minotauro, y ahí, queden arrinconadas, alejadas, salvaguardadas de la especie humana. Nada de eso servirá. Nada, quedaran como inútiles perspectivas y desesperanzados proyectos y resoluciones, argumenta el enjuto podenco Mo en un escrito de dos folios que me ha entregado para que yo se lo corrija. Dice que es el manifiesto contra la irrisoria manera con que pretende abordar el Consejo de la Ciudad la erradicación de las armas. Un poco largo me parece el supuesto título, pero no digo nada, y me limito a leerlo mientras sobre la mesa he dejado el libro de Ernesto Sabato, “Informe sobre ciegos”.

Dice que en sus innumerables viajes, en esas idas y venidas, encontró allá, en las Tierras De La Guerra, al niño Ángel, un niño medio desnudo, flaco y moreno, negruzco por las largas horas a la intemperie, de aspecto serio, poco dócil y nada sonriente para nueve primaveras que es la edad que poseía. Nunca tuvo en sus manos coloridas canicas, o el hilo ovillado de la libertad de una cometa, o descubrió las entusiastas viñetas de un tebeo que explora la sonrisa en los labios, o la curiosidad y la intriga en los próximos instantes. No supo que es empaparse bajo la fresca y curativa lluvia, y pisar los charcos sin nadie que le dicte lo que está bien o está mal, porque allá siempre asola el inquebrantable sol, y queman los mandamientos ideológicos. El niño Ángel cargaba un fusil, y una correa marrón con surtidas balas, y un cuchillo tan grande como él en el cinturón amarrado a la cintura.

Echa de menos al niño Ángel, me expone, teniendo en cuenta que fue poco el tiempo que estuvo a su lado, y que la tosquedad y una patada en el estómago fue la primera delicadeza que le procuró, para más tarde escupirle y propinarle despóticamente, ¡chucho de mierda!. Y dice el enjuto podenco Mo que le apretaron las ganas incontroladas de morder a aquel desgarbado niño, pero que el fuerte dolor estomacal debido a la dolorosa patada se lo impidió.

La educación y la cultura y el conocimiento continuo y evolutivo, aclarará todo, dice su manifiesto. Lo aclarará para el protagonista, también para la mano que empuña el arma y el dedo que aprieta el gatillo, pero nunca ni en momento alguno para el fanatismo ideológico, el narcisismo despótico, las enarboladas banderas o las esclavizadoras fronteras entre unos y otros miembros de la especie humana.

Pero no fue esa la única vez que encontró al niño Ángel en esos días en las Tierras De La Guerra. Varias noches después, cuando el estómago ya no albergaba rencor, y el atronador y encendido clamor de las hogueras y las bombas y las balas sin dirección, susurraban el apocalipsis, y las fronteras y las banderas y la religión y la economía y la política proseguía produciendo excusas para desgajar física y psíquicamente vidas de seres humanos, y que fue en una de esas huidas, al adentrarse en una de esas desmoronadas estructuras, que antes fue hogar, y en las sombras de tantas luces y fuegos satánicos que atisbó en una de las esquinas, aún mantenidas en pie, la figura agarrotada y temerosa del niño Ángel. A su lado múltiples cuerpos de otros niños, muertos, abrasado por balas, morteros, granadas, deshechos y desgajados y putrefactos, desmembrados, con los ojos abiertos en cabezas apartadas de sus cuerpos, y el niño Ángel allí, superviviente por poco tiempo, se había meado sus pantalones, que permanecían totalmente húmedos. Seguía portando el rifle y las balas y el cuchillo, y cuando oyó llegar al enjuto podenco Mo se sentó en el suelo y se acongojó, apretó fuerte y asustado sus rodillas contra el pecho e introdujo en él su cabeza. El enjuto podenco Mo se acercó y lamió los sollozos de su sucio y desmadejado rostro, el niño Ángel le procuró indeciso e inexperto una suave caricia en el hocico. Esa era la única caricia que el niño Ángel había dado en su vida, y la única que había recibido. No volvería a recibir otra ni a darla, pues también a él se lo tragaron las fronteras y las banderas y la religión y la economía y la política, y en ningún caso fueron las armas, estas sólo son los pretextos, las herramientas, los puentes forjados para alcanzar el objetivo.

El enjuto podenco Mo atisba en silencio el infinito horizonte donde se hallan las Tierras De La Guerra. La tarde se está marchando, las luces infaustas y apocalípticas allá, se descubren en la oscuridad a medida que se acerca la sosegada y enmudecida noche. En mis manos, El manifiesto contra la irrisoria manera con que pretende abordar el Consejo de Ciudad la erradicación de las armas. Sigo pensando que es un título demasiado largo.

 

                                                                         (Conversaciones con el enjuto podenco Mo)

                                            

 

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